Ugo Pipitone
En las últimas décadas del milenio ido, comenzó a tomar pie un estilo que, de vez en cuando, contagia al pensamiento. Me refiero a periódicos y TV, que convierten un encuentro de fútbol en el partido del siglo y cualquier acontecimiento en epocal. Léxico de promoción de ventas. Nunca falta quien asegure que la historia comenzó en el 89 (escoja Ud. el siglo) o en cualquier otro momento. Poco asombra, en ese clima, que alguien declare que a fines del siglo XX la historia termina. Así de claro y definitivo. Dejemos los comentarios, pero registremos que nos hemos acostumbrado a un estilo hiperbólico que se acerca a las exageraciones de la Edad Media. Se necesita(ba)n tintas fuertes y trazos osados para despertar el interés del público. Y ahí va esa feria de frases célebres que se parece a un mercado de pescado donde se intercambian hipérboles como mojarras y énfasis épicos como merluzas.
Esto, para decir que en poco tiempo más aparecerán las señales luminosas que nos dirán qué fue verdaderamente el 11 de septiembre del año 2001. Una frase brillante y reveladora. A este escribiente, a quien no se le ocurre nada suficientemente estruendoso para anunciar el comienzo o el fin del mundo, no queda más que la trivialidad. Reconocer que aquel martes septembrino recibimos una sacudida brutal que amplía en una medida inimaginada los confines de lo peor posible. Ninguna novedad: el puñado de milenios de los cuales somos producto y continuación, nos ha enseñado con largueza que lo peor está (casi) siempre a la vuelta de la esquina. Pero, ese soleado día de Nueva Inglaterra multiplica en una proporción imprevista el tamaño de lo peor que se nos acaba de anunciar. Y no precisamente como a la Virgen María (que tan inocente s no somos) y, sobre todo, no como anuncio de vida, sino de muerte.
Miles de personas convertidas en cadáveres entre ruinas urbanas y en no pocas partes del mundo manifestaciones de júbilo. Si la posmodernidad es algo, debe ser eso. Estábamos acostumbrados a la idea de que los muertos de los otros no duelen, pero descubrir que hasta causan júbilo desconcierta y abruma. Es frente a esa clase de lo peor que se cumple que estamos forzados a repensar varias cosas. A cuestionar certezas más o menos perezosas, a rediseñar mapas de prioridades, a rescatar de la memoria demasiados olvidos, a imaginar formas de protección que no asfixien, a construir más puentes entre culturas. Si la ignorancia siempre fue fatal en la historia humana, la pereza intelectual en tiempos de Internet, ingeniería genética, equilibrios ecológicos precarios y las armas más sofisticadas de la historia de la humanidad, se ha vuelto una amenaza global. Un lujo -suponiendo que la ignorancia lo sea- que ya no nos podemos permitir. En Nueva York y en Washington alguien pagó el costo más alto de nuestra colectiva ignorancia o falta de voluntad o disponibilidad a tolerar lo que no debía ni debe ser tolerado. Seis mil muertos de sesentiséis nacionalidades distintas merecen que nos hagamos algunas preguntas.
Ocurrió un temblor que ningún sismólogo previó y ahí estamos, asomados al borde de la resquebrajadura en el suelo, frente a las capas profundas de lo peor que fuimos y amenazamos volver a ser. Oteemos el futuro cercano e intentemos explorar los nuevos contornos de lo posible.
Con el machete en mano y sin sutilezas ni concesiones diplomáticas o académicas, definamos el síndrome colombiano: una situación en que control guerrillero de amplias zonas de territorio, paramilitares, producción y comercio de drogas y de armas y reciclaje de dinero sucio conforman un molino infernal que envuelve un país entero entre asesinatos, secuestros, impotencia democrática y corrupción institucional. Cualquier cosa que merezca el nombre de democracia se convierte aquí en poco más que un rito incapaz de ocultar la fragilidad de su propia existencia. La iniciativa ha dejado de venir de lo que consoladoramente llamamos sociedad civil, para volverse exclusivo dominio de verdaderos ejércitos de la noche puestos afuera de cualquier pacto democrático. Resultado: como vivir bajo un Olimpo poblado de dioses de intenciones nunca humanamente comprensibles y acciones siempre brutales. Entropía es la palabra que surge de inmediato a la cabeza: descomposición de los (ya no muy vigorosos en el caso de Colombia) valores de convivencia democrática.
¿El presente de Colombia anuncia el futuro del mundo? Hoy, tal vez, ya no podemos excluirlo. Pensemos en esta posibilidad: empalme a escala global de narcotráfico, causas sagradas de todo tipo, comercio de armas y actos terroristas contra objetivos civiles en distintas partes del mundo. Una geometría cambiante en que diferentes formas de mesianismo podrían soldarse (al calor de la causa santa del combate contra Occidente) con diferentes formas de criminalidad, digamos, común. Épica fascinante para que los virtuosos del mundo puedan morir en olor de santidad. Y uno se pregunta, ¿no eran suficientes los delirios de Blade Runner? Evidentemente, no. El futuro posible se colorea ya no sólo de contaminación ambiental, miseria crónica de excluidos metropolitanos, enfermedades pandémicas y tribus exclusivas, sino también de fanatismos de diverso origen y suicidios rituales convertidos en asesinatos masivos. Exactamente lo que faltaba para hacernos retroceder en la cultura y hacernos perder tiempo en la búsqueda de nuevas soluciones a antiguos (y nuevos) problemas.
¿Cuántos agravios, supuestos o reales, bullen debajo de la superficie del planeta y dentro de nuestras existencias en espera de que alguien los convierta en guerra santa? ¿Cuántas medias verdades están en espera de volverse verdades absolutas que puedan justificar el sacrificio de la propia vida si se golpea (lo más duro, mejor) la fuente externa de las propias desgracias? El mecanismo social y psicológico es tan experimentado que ninguna duda cabe sobre su eficacia: el enemigo exterior ocupa todo el espacio de la conciencia y el reconocimiento de los propios conflictos internos queda sublimado en un unanimismo intachable. Patriótico, religioso o lo que sea. Y obviamente, el enemigo exterior legitima internamente a los sátrapas carismáticos y alimenta liturgias que anestesian conflictos interiores que gritan por ser reconocidos y no pueden serlo sin disolver el manto sagrado de la nueva virtud comunitaria. He aquí un salto, literalmente, mortal hacia atrás: de la sociedad a la comunidad como mito de armonías perdidas. De la vida como conflicto de diferencias (a veces irreductibles) a la vida como paz y unidad eternas. Tentación humanamente comprensible y no por eso menos palurda. La paradoja es evidente: a partir del conflicto (democrático) es posible construir unidades más articuladas; de la unidad en nombre de alguna virtud inmaculada sólo pueden salir conflictos devastadores.
Desde aquel alucinante martes las cosas cambian en dos sentidos profundos en la dirección de una posible globalización colombiana. El primero es el alcance global y la sofisticación tecnológica de los portadores de una causa sagrada: lo que multiplica dramáticamente los costos humanos de diversas clases de acciones ejemplares. El segundo es la fusión de fanatismo y criminalidad "común".
Evidentemente no hay demasiada resistencia moral entre los talibanes (o las FARC), quienes permitieron y se beneficiaron de la producción y el comercio de opio y heroína (o cocaína) en sus territorios. Desde que los estudiantes coránicos llegaron al poder en 1996, Afganistán se convirtió en poco tiempo en el principal productor mundial de opio. El virtuoso combatiente de la fe reconoce un principio de realidad: se necesita dinero y el dinero no tiene color ni olor. La virtud queda suspendida temporalmente; la causa lo demanda. Del otro lado, para la delincuencia "común", todo lo que debilite la capacidad de control institucional la beneficia, la enriquece, expande su capacidad de corrupción y multiplica sus redes de poder transnacional. Y por delincuencia común, nos vemos obligados a entender un amplio abanico de figuras: pistoleros a sueldo, capos de carteles de la droga, recicladores de dinero sucio, sosegados funcionarios bancarios y un largo etcétera. El cemento de la mixtura entre espiritualidad revolucionaria y criminalidad común es, ese también, dramáticamente antiguo: los enemigos de mis enemigos son mis amigos.
Juguemos a Nostradamus: si se empalmaran en distintas partes del mundo situaciones de miseria y desesperanza crónicas con alguna causa sagrada (con aspiraciones globales y medios militares sofisticados) y la posibilidad de financiarlas a través del narcotráfico o lo que fuera, sería arduo imaginar cómo la humanidad podría evitar un brutal retroceso civilizatorio. Una Edad Media posmoderna con señores de la guerra, caballeros islámicos y capitani di ventura, infantería de guerrilleros heroicos y servicios de intendencia a cargo de narcos, políticos corruptos y banqueros desatentos. Pobreza, fanatismo (político o religioso) y criminalidad son elementos químicos de valencias compatibles y complementarias y con impactos globales de consecuencias que apenas comenzamos a vislumbrar. La pobreza tiende a razonar en términos de suma cero; el fanatismo simplifica el mundo entre virtuosos y malvados y la delincuencia común introduce un componente de racionalidad financiera en esa ensalada venenosa.
Hasta ayer no lo sabíamos, ahora sería difícil no asumirlo: hemos dado un gigantesco salto adelante no sólo en la globalización sino también en la posibilidad de entrar en el corazón de las tinieblas; en conflictos locales fuera de control que amenazan volverse globales. De acuerdo, globalización significa que ya nadie puede estar al margen de los vientos planetarios. Pero significa también otra cosa: que el aleteo de cualquier mariposa en cualquier lugar puede producir huracanes globales. Si hasta ayer la desesperanza de millones de seres humanos en alguna de las muchas periferias del mundo era (casi) irrelevante para el resto del mundo, ya no podrá ser así. El subtítulo de un artículo reciente de The Economist rezaba sabiamente: "The sufferings of Afghanistan come to New York". Exactamente.
Sigamos explorando los nuevos confines de lo peor. Estoy lejos de afirmar que la deriva autoritaria asociada a la necesidad de contrastar el terrorismo, sea inevitable. Pero no puedo dejar de registrar sus mayores probabilidades de hoy respecto a ayer. En el equilibrio entre libertad y seguridad, los avionazos americanos movieron poderosamente la balanza a favor del último término. La vigilancia contra un enemigo tan ubicuo como mortal impone mayores cuerpos de vigilancia y éstos pueden expandir los espacios de su autonomía decisional, al margen del control democrático. La multiplicación de los controles del comportamiento ciudadano podría limitar la libertad intangible de cada uno a confundirse en la masa. Difícilmente la cultura de la sospecha y del miedo es consubstancial con la democracia. La extensión de la vigilancia como en las peores pesadillas de Zamyatin y Huxley. Y si a eso añadimos las probables oleadas xenófobas dirigidas contra los portadores de las causas sagradas que molestan el "sueño de los justos", sería difícil no percibir el riesgo de una recíproca alimentación entre miedos colectivos y peligros autoritarios en las sociedades democráticas. No se requiere mucha imaginación sociológica para entender la gravedad de los posibles retrocesos asociados a una reedición (en clave antiterrorista) del maccartismo. Una especie de Salem milleriano con histerias colectivas, manipuladores de miedos, ideólogos de purezas amenazadas, tribus reforzadas en sus identidades exclusivas e incendiarios sermones televisivos sobre un Occidente amenazado del exterior. Aún no ocurre, ¿pero quién puede excluir esta perspectiva, ahora? Además, ¿quién quedaría encargado de definir el "terrorismo"? Inútil esconder el riesgo que, en un contexto de angustia y excitación colectivas, la palabra termine por adquirir significados demasiado amplios. Las excepciones a las garantías individuales podrían hacerse tan frecuentes y consuetudinarias para llegar a cuestionar la vigencia de la regla democrática.
En un ciclo histórico en que todas las grandes naciones del mundo están en proceso de acentuar sus rasgos de cosmopolitismo interno, el miedo al diverso es un poderoso factor de resistencia en el camino hacia los nuevos significados que estamos obligados a descubrir y construir alrededor de la idea de "sociedad abierta". Sin considerar que reducir los espacios de libertad y democracia disolvería pedazo a pedazo las razones morales para el combate al terrorismo, que habría ganado así la batalla convirtiendo en realidad sus juicios sobre las hipocresías y las exclusiones de la democracia. Una profecía inducida que no debe cumplirse.
Desde hace por lo menos dos décadas el universo islámico está envuelto en un enfrentamiento estratégico entre modernizadores laicos -que a menudo construyen ficciones democráticas para encubrir liderazgos carismáticos- y un archipiélago proteico de purismo religioso que exige el retorno al Corán como guía de vida individual y colectiva. Sobra decir que los éxitos inadecuados del desarrollo en varios países árabe-musulmanes han alimentado entre muchos el encanto de un mundo organizado según la palabra de Dios. Libreto antiguo: cuando el mundo no da respuestas, las respuestas se buscan en un más allá que garantiza virtud y eternidad. Un mundo sin conflictos y sin adaptaciones a los tiempos de la historia universal. Recordemos a Salman Rushdie quien, en la recreación literaria del Ayatollah Komeini, nos dice: para el religioso fundamentalista el peligro que debe ser exorcizado es el tiempo que pasa, ese tiempo que trae nuevos problemas y que obliga a adaptaciones que son alejamientos de la virtud y la verdad establecidas en el libro sagrado. O sea, la espiritualidad como sublimación de la impotencia frente a retos históricos que no se sabe cómo enfrentar. Un analgésico (¿opio?) poderoso. Como la actualidad demuestra.
El mullah, que en las fases posteriores a las independencias nacionales del norte de África y de Medio Oriente, era visto por las nuevas elites dirigentes poco más que como un residuo folklórico, vuelve a ganar una centralidad que pocas veces tuvo en el pasado. Por dos o tres décadas después de mediados del siglo XX, el nacionalismo y la ideología de la lucha contra la pobreza fueron cimientos fuertes de los nuevos líderes nacionalistas y tendieron una sólida red de comunicación entre las sociedades y sus dirigentes. Pero, esa red era progresivamente más débil cuanto más se alejaba de los mayores centros urbanos. El proceso de urbanización vino a mezclar las cartas y llevó a las mayores ciudades del universo islámico millones de individuos cuyas recientes vidas rurales seguían reguladas por los tradicionales preceptos religiosos. El choque cultural habría sido violento en cualquier caso (acerca de la educación laica, la posición social de la mujer, etcétera) pero, en un contexto de crisis del desarrollo, el enfrentamiento entre universos culturales diferentes adquirió niveles de radicalismo inesperado, revelando el poder de arrastre de una fe capaz de exigir para sí todo, o casi, el espacio de la vida colectiva. El laicismo corporativo-clientelar de los gobiernos entró en una crisis de legitimación y perdió su capacidad de asegurar cohesión social y estabilidad institucional. En las turbulencias subsiguientes los movimientos fundamentalistas encontraron en varios países el necesario caldo de cultivo. Huelga decir que cada historia nacional es una historia y aquí estamos simplificando toscamente.
Si añadimos la diversidad de regímenes políticos (que van de teocracias más o menos disfrazadas a monarquías semiabsolutistas y a repúblicas carismáticas y semidemocráticas) y los conflictos nacionalistas entre países limítrofes, resulta evidente el doble fracaso del laicismo musulmán en el último medio siglo. Fracaso en definir rumbos viables de un desarrollo capaz de metabolizar el conflicto cultural subyacente, y fracaso en construir una red estable de cooperación entre países islámicos. Sobre ese doble revés se inserta la nueva centralidad de un discurso religioso que llama a la cohesión de los hombres de fe tanto a escala nacional (para contrarrestar el empuje secular), como para impulsar un ecumenismo islámico combatiente y transnacional. La lucha contra Israel, y contra Estados Unidos que lo sostiene (y sin cuyo apoyo el estado israelí probablemente habría dejado de existir hace tiempo), se vuelve bandera unificadora de un mundo musulmán profundamente fragmentado según fronteras étnicas, nacionales y (obviamente) religiosas.
El terrorismo santo de nuestros días (del cual al-Qaeda es el primer intento de Internacional islamista, con un líder saudí y un vice egipcio, los dos países más importantes para cualquier equilibrio medioriental) encarna un proyecto racional debajo de vestiduras de locura suicida y homicida. La jugada, en el fondo, es sencilla: reforzar el perfil global de la lucha contra el Satán occidental como fórmula para restar legitimidad a las fuerzas nacionales que intentan conservar espacios de laicismo y de posibles desarrollos democráticos en Medio Oriente, Maghreb y Asia central. El problema palestino irresuelto -asociado al carácter imperialista de la democracia israelí- es la ocasión dorada para dar legitimidad a una histerización cultural en que las diferencias y los conflictos internos a cada nación islámica se subliman en una causa sagrada común.
En esta perspectiva, lo peor que podría ocurrir en los años venideros sería 1. Dejar a Estados Unidos solo en la lucha contra el terrorismo, lo que facilitaría al islamismo combatiente la operación de hacer coincidir democracia occidental con imperialismo y 2. Dejar viva la crisis entre Israel (el Estado que es) y Palestina (el Estado que necesita ser). Ha llegado el momento en que desde Europa, Rusia y China se despliegue una nueva presión conjunta sobre Israel para que detenga la interminable provocación de los nuevos asentamientos que aleja día con día la posibilidad futura de algún acuerdo con la Autoridad Nacional Palestina. Cuando Sharon sostiene irresponsablemente que Arafat es el Osama bin Laden palestino, resulta evidente el gran trabajo que la comunidad internacional tiene que hacer para que Israel emprenda un camino de real reconciliación con sus vecinos. Después de las Torres, dejar abierto este conflicto significa alimentar día a día el fuego sacro del fundamentalismo. Y, por cierto, no solamente islámico.
Pero, en el fondo, la batalla se ganará o perderá al interior de cada país. Y en ese sentido, Afganistán constituye un punto di svolta. Es ahí donde el fundamentalismo ha moldeado la vida social más cerca de preceptos islámicos rigurosos (en versión pashtún). Y es ahí donde los retrocesos civiles han sido más profundos y menos atractivos para gran parte de las sociedades con predominante presencia musulmana. Para simplificar: ¿cuántas mujeres argelinas o egipcias estarían dispuestas a usar la burka? Viene la tentación de comparar Afganistán con la URSS: los dos lugares donde el ideal impoluto tuvo la oportunidad de cumplirse y donde las realizaciones estuvieron dramáticamente lejos de las promesas. Si en la URSS el fracaso del comunismo real abrió las puertas a una (compleja) búsqueda de democracia, ¿por qué no imaginar que las locuras religiosas afganas terminen por ser vistas, por gran parte de los musulmanes, de la misma manera como la izquierda europea vio el drama camboyano? El islamismo real en Afganistán podría ser el comienzo de la descomposición de la fascinación del retorno a las fuentes.
A largo plazo, el fundamentalismo islámico será derrotado por razones tanto internacionales como nacionales; el problema, obviamente, es la masa de sufrimiento y retrocesos civilizatorios que podrían ocurrir en el interim. Un mundo que va hacia crecientes interdependencias requiere construir ingenierías de convivencia entre culturas y el fanatismo religioso nos empuja exactamente en la dirección contraria. Y ese es su peligro. En este sentido también, el fundamentalismo guerrero es un enemigo global: obstáculo a una globalización que necesita pasar de la economía a la política y activar desde ahí un nuevo ciclo histórico de convergencias globales.
Esta es la pregunta más compleja. Hasta ayer, aunque fuera incomprensible la humanidad de quien se lastra de bombas y decide inmolarse en medio del enemigo, podíamos intentar una explicación pensando en la vida miserable de los campos de prófugos palestinos. En el fondo (estábamos libres de pensar) no es del todo inimaginable que si alguien tuvo una vida de miseria, horror y miedo, no le cueste mucho renunciar a ella. Si eso es la vida, perderla puede ser casi una liberación. Era una burda simplificación, de acuerdo, pero algún sentido lo tenía. Después del 11 de septiembre, ya no se puede pensar en esta forma. El suicidio-asesinato ha pasado a un nuevo peldaño y su protagonista ya no es necesaria y exclusivamente un desesperado. Lo actual es el encanto de una fe renacida que corresponde a una civilización que, por algunas razones, no ha podido guardar el paso de Occidente en los últimos siglos. Un retardo que alimenta graves conflictos internos, inestabilidad de las instituciones y poco progreso material. Un retardo que se sublima ahora en la fe. Y sin embargo, un mundo que en siglos pasados dio lugar a realizaciones culturales, científicas y en términos de tolerancia, decididamente superiores a Occidente.
Que la globalización viaje, digamos entre paréntesis, sobre la casi incontestada hegemonía occidental, constituye hoy, para todos, un empobrecimiento. Vendrían ganas de usar la metáfora de las dos piernas, si no fuera inadecuado en un planeta que tiene más de dos, además de los universos cristiano y musulmán. Hoy, la encendida espiritualidad islámica nos aleja más de esa (ya tenue) perspectiva de marchar globalmente sobre diversas piernas. Y huelga decir que un mundo de fast-food y multicinemas probablemente no sería lo mejor posible. El mundo necesita referentes de vida distintos que enriquezcan las opciones de todos. Moraleja: Occidente y el mundo necesitan el Islam. Pero, obviamente, no este Islam.
El fanatismo islámico es una forma para compensar el retardo acumulado, destruyendo (y humillando) los símbolos de ese Occidente enemigo y llamando al universo musulmán a una cohesión beligerante que asiente su superioridad universal. Como se dijo: la humillación material sufrida exige una respuesta espiritual. Desde 1964 el egipcio Sayyid Qutb señalaba el objetivo: una sociedad musulmana universal, necesaria frente al agotamiento de los valores del Occidente. O sea, una regeneración moral islámica del mundo. Sayyid Qubt fue procesado y ajusticiado por Nasser en 1966 y los herederos del (inevitablemente) mártir asesinaron a Sadat en 1981. Comenzaba así el encarnizado conflicto alrededor del equilibrio precario entre modernización y fe.
El islamismo guerrero se asigna la aberrante misión de convertir el mundo y remover el principal obstáculo en su camino: Occidente. Pero, entonces, ya no estamos hablando de desesperados que asesinan suicidándose en algún supermercado de Haifa. Esta era artesanía terrorista. El salto es más que evidente desde el 11 de septiembre. La fe en una misión religiosa y civilizatoria alimenta guerreros que no necesitan miseria para estar dispuestos a sacrificarse. Y además, como es obvio, hay una diferencia abismal entre sacrificarse para tener derecho a una patria y sacrificarse por el Islam.
Permítaseme la crónica de un episodio mínimo. Esos ingenieros y pilotos sauditas, egipcios, de los Emiratos Árabes Unidos y libaneses, después de haber planeado por casi dos años su suicidio en las Torres, la noche anterior a la mañana fatal, van a emborracharse en una taberna de mala muerte. Whisky, vodka y mujeres que bailan semidesnudas. Y aquí hay, por lo menos, dos problemas. El primero es que uno se imaginaría que si alguien se apresta a suicidarse en nombre de la verdadera fe, pasará la noche anterior en pías reflexiones sobre su inminente sacrificio. No, estos guerreros de la fe, antes de ir a morir, se comportan como camioneros estadunidenses. Y eso, confieso, me crea un problema más de comprensión del fanático. Pero hay un segundo aspecto igualmente inquietante: arman un escándalo mayúsculo a la hora de pagar la cuenta. Y esto es francamente incomprensible. Han pasado mucho tiempo engañando a los servicios de inteligencia de medio mundo, ocultándose y confundiéndose en la sociedad estadunidense y ahora, en el último momento, arriesgan todo armando un escándalo de cantina. Han gastado centenares de miles de dólares y se alborotan frente a una cuenta de menos de 50 dólares. La única explicación que se me ocurre es que querían ser detenidos; inconscientemente querían que alguien los detuviera para tener así una causa de fuerza mayor para justificar el sacrificio fallido. Si así fuera, no sería pequeño consuelo para nosotros: implicaría reconocer que incluso los guerreros de la fe siguen siendo seres humanos, siguen estando amarrados a la vida. Sin embargo, el cantinero no entendió. Exactamente como nosotros, las más de las veces.
En el momento de escribir ya sólo queda Kandahar en manos de los talibanes. Desde EL domingo 7 de octubre ha sido un mes y medio de bombardeos selectivos (lo que, hemos aprendido, no es sinónimo de inteligentes, a juzgar por los resultados) y de acciones encubiertas que no es dado conocer a los comunes mortales. Pero algo es ya evidente:
- el régimen talibán no tenía las bases de apoyo social que suponíamos hasta hace poco. - la acción militar ha sido hasta ahora exitosa en remover las bases territoriales del apoyo al terrorismo de bin Laden y los suyos - Afganistán es puesto ahora en condiciones de reiniciar una historia del siglo XX que en este país significó (después de 1919): monarcas reformistas, luchas faccionales alrededor del poder, surgimiento y el fin de una nueva dinastía reinante, un primer ministro bien intencionado pero lejano de las masas (como se decía un tiempo), recurrente oscurantismo, otro primer ministro que asesina a su aliado-que-se-ha-vuelto-incómodo, apoyos e invasiones soviéticas... hasta el mullah Omar y bin Laden. O sea, la tragedia en la tragedia para concluir un siglo de arranques modernizadores frustrados y de retrocesos feudales.
Tal vez esa locura afgana del siglo XX siga en el futuro en formas menos escandalosas para los oídos occidentales. Pero una cosa es cierta: la acción militar abre ahora las puertas a la primera oportunidad seria de este país en un siglo de dotarse de un gobierno plural y (si todo va bien) pasablemente democrático. Con la entrada en escena (tardía, pero bienvenida) de las Naciones Unidas, tal vez sea posible ahora construir las condiciones mínima para que Afganistán abandone el siglo XIX y entre al siglo XXI. Hoy, en 2001 volvemos a 1953, cuando el primer ministro Daúd abolió el uso obligatorio del velo para las mujeres. El reloj se detuvo y hoy vuelve a andar. Que el costo haya sido alto y que el objetivo de una estabilización democrática en Afganistán sea todavía lejano, no debe impedir reconocer (contra las tesis pacifistas o, más bien, para-pacifistas) que a veces las guerras cumplen objetivos humanos.
Claro que vivimos en un mundo confundido donde es posible encontrar jóvenes y menos jóvenes cuyos iconos van de Che Guevara, Ho Chi min, el sandinismo, etcétera y que, súbita y milagrosamente, se convierten en pacifistas: ayer en los Balcanes y hoy en Afganistán. Un milagro difícil de creer a menos que se recurra a la duda de un pacifismo selectivo. Persiste una izquierda que no termina de entender que la guerra fría terminó y que, por consiguiente, EEUU ya no es el enemigo. Adversario político, para la izquierda, ciertamente, pero no enemigo. Es grave, gravísimo, que amplios sectores de izquierda no entiendan que en las Torres se golpeó al mundo y no sólo a EEUU.
Qué mejor sería el planeta si siempre pudiera darse la otra mejilla. Por desgracia, el mundo es imperfecto y requiere acciones correctivas que tampoco lo son. La sed de martirio de los santos de la Iglesia frente a sus hermanos-asesinos no puede, ni debe, ser regla universal. Dar la otra mejilla a un homicida es un acto de eutanasia que no puede ser exigido a ninguna sociedad. Por desgracia, en ausencia de la ONU (la moral planetaria sin dientes planetarios), nos vemos obligados a aceptar el mal menor: que Estados Unidos asuma tareas de policía internacional en beneficio de todos.
Apuntemos al margen que, en los momentos en que los vientos de guerra parecerían querer extenderse más allá de Afganistán, sería oportuno comenzar a discutir sobre la estrategia a seguir después de Afganistán. La solidaridad con EEUU no puede ni debe convertirse en una perdida de capacidad para diseñar estrategias globales de combate al terrorismo.
Desde hace un cuarto de siglo este escribiente vive y trabaja en México, así que la actitud mexicana frente al 11-S le resulta tema de inevitable interés. Permítaseme un breve diario personal de lo que aprendí acerca de la reacción mexicana, que, tal vez, expresa elementos presentes en otras partes del mundo.
Primero: los muertos de los otros no duelen. "Los otros" pueden ser musulmanes para los cristianos (y al revés), negros para los blancos (y al revés), estadunidenses para los mexicanos (y al revés). En fin, en la mejor de las hipótesis, los muertos de los otros duelen menos. Y, en algunos casos, los muertos ajenos llegan incluso a parecer un acto de justicia. En una conferencia reciente frente a un público de izquierda, cuando mencioné como expresión de atraso cultural y político que algunos consideraran los avionazos sobre Nueva York un merecido castigo, experimenté la vergüenza de escuchar un aplauso. Los asistentes confirmaban con su palmoteo que "los gringos se lo merecían". ¿Un caso aislado? Me temo que no. Son cosas que se escuchan en la calle y algunos fanáticos (literalmente) del equipo de fútbol de la UNAM, en partidos recientes, enarbolaron en el estadio olímpico carteles con la imagen de Osama bin Laden. Los más culturalmente primitivos expresan en forma silvestre aquello que muchos otros piensan más o menos disimuladamente.
Segundo: a los ojos de una parte ciertamente no pequeña de la izquierda mexicana, Estados Unidos no es una democracia. Cuando me atreví, en la conferencia mencionada, a decir que en Estados Unidos se había golpeado a la democracia, alguien entre el público me gritó "¡fascista!". ¿De qué fondo de zafiedad política puede venir esa insensatez? De acuerdo, la de Estados Unidos es una democracia imperial que encarna un modelo de vida social basado en el excesivo predominio de la riqueza. ¿Pero es legítimo concluir de ahí que Estados Unidos no sea un país democrático? Bien, muchos, y sobre todo en la izquierda de estas partes del mundo, piensan que no. Y de esta certeza, derivan otra: en Europa no hay izquierda. Otra perla escuchada en la conferencia mencionada. Y así, el siglo XX europeo recorrido por luchas sociales que produjeron sufragio universal, educación laica y Estado de bienestar es borrado con un golpe de esponja "revolucionaria". Una visión populista y de incierta vocación democrática se erige en supremo tribunal ideológico. Y yo me pregunto: si autoridad presidencial acotada, si elecciones confiables, si división real de poderes, si Estado social no son conjuntamente democracia, ¿en qué clase de democracia piensa una izquierda mexicana (y no sólo mexicana) que formalmente declara quererla? Personalmente percibo un fondo de nacionalismo basto que supone la existencia de un camino democrático diferente al que Occidente ha definido como lo mejor de sí mismo en el curso de la segunda mitad del siglo XX. Y ocurre la duda: ¿No será que en ciertos sectores de izquierda persiste una nostalgia inconfesada hacia la URSS? México demora en asumirse como contemporáneo del resto del mundo, como nos advertía hace décadas Octavio Paz. La (supuesta o real) maldad de Goliat sigue funcionando como anestesia frente a los vicios y dilemas de David. El antiamericanismo, al mismo tiempo, es una bandera y una autoabsolución.
Tercero: es el descubrimiento traumático (para mí) de cómo a veces se fusionan entre sí el retardo democrático de cierta cultura de izquierda con "cultas" infamias. Me refiero a Jean Baudrillard. He aquí las palabras del filósofo francés frente a un auditorio universitario en la Ciudad de México: "El de Nueva York ha sido el acto aerostático más bello de la historia moderna...Fue una especie de júbilo prodigioso ver destruir esa superpotencia mundial e, incluso, fue como ver (a las Torres) destruirse a sí mismas; se suicidan con gran belleza". Aplausos entusiastas del auditorio universitario. ¿De qué repugnante fondo de antiguos desvaríos pueden venir palabras como estas (y aplausos como esos)? El filósofo ex-marxista (y ahora esteta) experimenta un éxtasis frente a la "belleza" de la muerte. Nicolás de Cusa hablaba de Docta ignorantia, y sin embargo no es suficiente eso. Estamos frente a una infamia que no surge de algún barrio urbano deteriorado, sino de una las estrellas de la universidad francesa. Hace no muchas décadas atrás había intelectuales europeos a quienes emocionaba la idea de la guerra como "higiene del mundo". Y ahora, para mostrar que el vientre inmundo de la estupidez sigue grávido: Baudrillard se entusiasma frente a las Torres que se desploman aplastando miles de seres humanos. ¿Qué se puede decir? Nos quedaba la esperanza de suponer que la barbarie viene de la ignorancia y del fanatismo. El filósofo francés se encarga ahora de destruir esa última, residua, esperanza.
El 11-S nos dice a claras letras que la globalización será también globalización de los efectos de las locuras locales en diferentes partes del mundo. Pero, no es dicho que en el futuro el fanatismo político o religioso surgirá siempre y necesariamente de las periferias pobres que buscan en lo exterior (a veces con parcial razón) la raíz de sus desgracias. No es simple saber desde ahora cuántos y cuáles delirios bullen debajo de la superficie lustrosa del primer mundo. Y no podemos excluir que el asalto contra la democracia venga en el futuro incluso desde adentro de las áreas mundiales de bienestar económico. Acelerar el paso hacia el futuro significa también despertar locuras adormiladas y crear nuevas e insospechadas. Y no es necesario ser profetas para saber que a todos los problemas acumulados de la actualidad se añadirán en los años venideros los nuevos, ligados al acercamiento entre economías, culturas, naciones y regiones del mundo. La cercanía no será siempre placentera y encontrar arquitecturas mejores de convivencia en cada país, y entre ellos, no será tarea de éxito asegurado.
Pero, de algo, por el momento, podemos estar seguros. La pobreza crónica tiene valencias atómicas similares a las del fanatismo político. O sea, del fanatismo de todos aquellos que reúnen dos creencias: que el otro (el diverso por cualquier razón) es siempre un enemigo y que la mía es una verdad sin sombra. Más vale entender lo más pronto posible que cualquier foco de pobreza y desesperanza en el mundo podrá engarzarse, de ahora en adelante, con causas sagradas y con medios técnicos de destrucción masiva. De los avionazos al bioterrorismo a lo que venga. La Unión Europea no habría sido posible en la segunda mitad del siglo XX si no hubiera habido una primera mitad del siglo que costó 50 millones de muertos. Esta es la esperanza: que el 11-S encarne el momento doloroso que impone a las democracias del mundo un mayor interés hacia el destino de una mitad del mundo que mantiene alma y cuerpo juntos sólo por gracia divina.
Hay en el planeta masas gigantescas (y crecientes) de miseria e ignorancia que pueden, y deben, mitigarse con una nueva ingeniería económica y política de cooperación internacional. La mitad de la población mundial vive hoy con menos de dos dólares al día. Lo que tiene tres consecuencias: devalúa el sentido humano de la existencia, no mejora el humor y produce recurrentes fuegos sacros. No reconocer que el actual orden político y económico del mundo requiere cambios sustanciales es probablemente la mejor forma para alimentar desastres futuros de incalculables consecuencias. La reforma de las instituciones globales (desde la ONU hasta el FMI), tal vez, no será suficiente. Los tiempos del cambio posible podrían ser demasiado lentos respecto a las tensiones irresueltas. Pero es lo único que podemos hacer desde ahora para intentar gobernar un futuro que, después del 11-S, asume tonos tenebrosos. Insistamos: ganar la batalla contra las formas más escandalosas de injusticia y miseria en el mundo, tal vez no será suficiente como vacuna global contra el fanatismo de las causas sagradas. Pero comencemos a remover los escombros ideológicos que nos estorban el paso: una globalización guiada exclusivamente por el mercado es un lujo que el mundo ya no puede permitirse. Antes lo entendamos, mejor será para todos. ¿O es que la política de la responsabilidad se limita al espacio nacional?