Ugo Pipitone
Reflexionar sobre las elecciones del seis de julio supone aceptar los costos de la falta de perspectiva, el poco tiempo disponible para calibrar componentes diversos y tantear sus consecuencias combinadas. Pero, aun así, un par de aspectos destacan sobre los demás y reclaman atención: el nivel del abstencionismo y las victorias de PRI y PRD.
La lectura se vuelve compleja desde el comienzo. El priísmo, en versión saliniana, no tuvo reparos en usar (casi) todos los instrumentos a su disposición para detener la turbulencia social que terminó por confluir en el PRD. Algunos centenares de asesinados se acumularon en el país como testimonio de la voluntad institucional de reforzar el fraude de 1988 con lo que fuera necesario. Difícil imaginar una frontera tan clara y salpicada de tanta sangre entre dos partidos. Los electores premiaron víctima y victimario.
Y sin embargo, en aspectos políticos fundamentales, PRI y PRD son dos formas de lo mismo: cultura nacional-revolucionaria y ausencia interna de debate político real. ¿Para qué sirve cualquier elaboración política o cualquier debate abierto y democrático si se tienen líderes morales que encarnan causas y principios? Dos partidos que encarnan versiones distintas de una misma añoranza corporativo-presidencialista. Como se dice en México: no es lo mismo que lo mesmo. PRI y PRD no son lo mismo, pero, no obstante todo, son lo mesmo. Y los electores del seis de julio (en medio de la propia debilidad numérica) reforzaron partidos que expresan un vínculo fuerte con el pasado. Material, para el PRI; ideológico, para el PRD.
Y ahí estamos: entre una escasa participación ciudadana, que revela el desaliento colectivo en esta fase anti-heroica de nuestra transición, y una tentación de regreso a un viejo México corporativo y presidencialista que persiste en varios segmentos de la realidad y, evidentemente, en muchas cabezas. Entre el desaliento y la nostalgia. En el espacio entre estas dos coordenadas está una parte no pequeña de nuestra realidad actual.
No es un hermoso México el que sale de estas elecciones. Ya sabíamos que nuestros políticos (como corporación: de centro, derecha, izquierda o todo lo contrario) no tienen ni las ideas, ni la determinación o capacidad para comenzar, en serio, la construcción de un México post-priísta. Ahora, descubrimos que la sociedad mexicana, tampoco. Estamos en líos. Cuando los políticos están desorientados siempre cabe la posibilidad que la sabiduría social saque el buey de la barranca. Y cuando las sociedades son recorridas por algún viento de locura colectiva, siempre cabe la posibilidad que los políticos puedan funcionar como ancla compensatoria. Pero, ¿qué sucede si sociedad y política fallan al mismo tiempo? Donde fallar en nuestra realidad actual, significa conservar el vínculo con un pasado nacional-revolucionario construido más para asegurar la estabilidad del sistema que para sacar el país de sus retardos y deformaciones. Digámoslo brutalmente: a 31 meses de nuestra transición política, entre los que van a votar hay una fuerte corriente de arrepentimiento. Versión democrática del antiguo grito español: ¡qué vivan las cadenas!
Pero el escenario podría ser menos negro de lo que parece. Y es aquí donde interviene la esfinge del abstencionismo: esa ausencia cívica que nunca es de lectura simple. Formulemos una hipótesis: gran parte de los que no fueron a votar piensa y quiere como los demás (en la mezcla inevitable de necesidades viejas y nuevas e inercias culturales), pero ha renunciado a pensar y querer a través de los partidos, de la política. De ser así, la nostalgia nacional-revolucionaria de la que hablamos podría resultar sobredimensionada. ¿Cómo saber lo que piensan aquellos que optaron por el silencio electoral? Habrá que hacer encuestas y leerlas inteligentemente, de ser posible. Pero, aunque pueda ser sobredimensionado por el ausentismo electoral, el hecho (la nostalgia) está ahí, si bien pese más en la política que en la sociedad. O sea, para explicitar los términos del problema: pesa más justo ahí donde se toman las decisiones que afectan a todos.
El abstencionismo: la sociedad de un lado y la política del otro.
El tema es complejo, poco estudiado y, sin embargo, cada vez más prominente aquí y en otras partes del mundo. Un paréntesis: en la Unión Europea existe una clara tendencia al aumento desde los años setenta. Hace treinta años el abstencionismo europeo giraba alrededor de 15 por ciento; en la actualidad está arriba de 25 por ciento del padrón. En las elecciones presidenciales de las cuales salió vencedor George W. Bush, votó la mitad de los ciudadanos estadunidenses. Estamos frente a un tema tan intratable como la meteorología: demasiadas variables en campo, demasiadas posibilidades combinatorias.
Veamos nuestros datos. A partir de la existencia del IFE (desde 1990) -o sea, desde cuando las elecciones reflejan en este país las preferencias políticas reales de la sociedad- hubo tres elecciones "intermedias": 1991, 1997 y 2003. En el tránsito de una a otra el abstencionismo ha registrado sucesivamente estos valores: 40, 42 y (ahora) 58 por ciento. ¿Cómo explicar que desde cuando las elecciones son más confiables, la gente vota menos? Algo que deberíamos tratar de entender. Lo único (más o menos) claro es la percepción de un temprano cansancio en la democracia (electoral). Y lo más notable es, evidentemente, la escalada brusca del abstencionismo entre 2000 y 2003.
La transparencia electoral, antes, y la transición política, después, no han activado en México un fervor colectivo acerca de las grandes opciones del país. Sobre todo después de las elecciones de 2000, se tiene la impresión que las expectativas de cambio se atenuaron hasta disolverse en el aire. En un acto de responsabilidad (de confines inciertos con la pusilanimidad), el gobierno de Fox se resolvió a favor de una opción fundamental: no hacer (demasiadas) olas. Y aquí también el origen es incierto: ¿falta de ideas? ¿Visión cristiana por la que la virtud resuelve los problemas? ¿Temor escénico? El abstencionismo del 6 de julio tendría esta clave de lectura: condena silenciosa de una administración panista que no levanta expectativas sobre la capacidad de la política para mejorar (o sugerir una posible mejora de) las condiciones de vida de las mayorías.
Pero es posible una lectura diversa. Abstencionismo como cansancio hacia una política dominada por tres partidos sin grandes ideas sobre el futuro del país y con una clara proclividad a compensar esta ausencia con recíprocas batallas de lodo condimentadas de personalismos baratos y una desconsoladora ausencia de ideas nuevas. Cabe la posibilidad que para una parte de ese 58% que no fue a votar, simplemente no hubiera para quien hacerlo. Y si fuera así, el abstencionismo no vendría sólo de la frustración por los éxitos de la transición, sino que sería una manifestación ciudadana de desafección frente a un triopolio partidista que en lugar de hacer avanzar el país en alguna dirección visible lo tiene amarrado a un duro (sobre la vulgaridad podemos omitir comentarios) juego de suma cero.
Se podría cuestionar esta hipótesis considerando que, con exclusión de Convergencia (prueba viva de la persistencia localizada del clientelismo político), ninguno de los partidos que se presentaron por primera vez a los electores recibió una real atención de parte de ellos. Pregunta: si la mayoría de los mexicanos está cansada de PRI-PAN-PRD, ¿por qué no votó por algunos de los partidos emergentes? ¿O es que el cansancio político arrastra a todos, grandes y pequeños? PAS, PSN, PLM y Fuerza Ciudadana obtuvieron en conjunto 1.9 por ciento de los votos, México Posible, 0.9 y Convergencia, aunque fuera de panzazo, pudo rebasar la barrera del 2 por ciento.
Recordemos al margen que, entre 1997 y 2003, el número de votantes para los tres partidos mayores disminuyó consistentemente. En las elecciones para diputados de 1997 el PRI obtuvo 11 millones de votos, en el 2003, 9 millones. En el mismo periodo, el PRD pasó de 7.4 a 4.5 millones (¡tres millones perdidos en seis años!), mientras el PAN se mantiene en alrededor de 8 millones de votos. Un detalle: en el sexenio mencionado, el padrón electoral aumentó en 13 millones (de 52 a 65) mientras los votantes se reducían en 3 millones (de 30 a 27). El descrédito del triopolio se extendió a todos. (Al margen: según una encuesta reciente, el pueblo abstencionista estaría compuesto en dos terceras parte por mujeres. Sobre lo cual sería necesario detenerse a pensar, lo que aquí no haremos).
Nuestro país está tocando uno de los puntos más bajos de su historia contemporánea en términos de credibilidad social de la política. Lo que es hasta demasiado comprensible considerando el espectáculo que la política ha dado de sí misma en este país a lo largo de muchas décadas. Pero, también es cierto que la política es el terreno de la construcción ciudadana y una extendida desconfianza hacia ella puede ser síntoma de una debilidad colectiva frente a posibles tentaciones carismático-autoritarias.
Tal vez no se pueda decir que un elevado abstencionismo sea sinónimo de fragilidad democrática, pero ciertamente no es sinónimo de salud. Y si eso es grave en países con estructuras democráticas consolidadas, lo es mucho más en México, que, a la conclusión de un largo ciclo de monopolio partidista del poder, se enfrenta a la tarea de repensar, revitalizar y dignificar un sistema político corroído por décadas de impunidad, privilegios y simulaciones. Que nadie crea en la política en México (excluyendo, tal vez, a los políticos) es un acto de sabiduría colectiva. Pero, una sabiduría peligrosa.
Entre desafección presente y nostalgia del pasado
Limitémonos a las preferencias electorales expresadas por el 42% de los mexicanos que acudieron a las urnas. A partir de ellas y limitándonos a los tres mayores partidos, la distribución de curules en la Cámara cambia de la forma siguiente:
Vieja legislatura | Nueva legislatura | |
PRI | 209 | 224 |
PAN | 207 | 152 |
PRD | 52 | 96 |
O sea, PRI y PRD avanzan mientras el PAN retrocede.
Apuntemos una banalidad: cuanto menor sea el número de los votantes, tanto mayor será (a igualdad de otras condiciones) el peso relativo del voto corporativo-clientelar, el zoclo duro. A menor número de ciudadanos que votan, mayor peso relativo de los clientes cautivos; versión corporativizada de las clientelas de la antigua república romana. Y, evidentemente, tanto el PRI como el PRD tienen bases corporativas mayores a las del PAN, que sigue siendo, de los tres, el partido de mayor presencia ciudadana; en este caso, en versión de centro-derecha. Y apenas es el caso recordar que fue justamente la movilización ciudadana de las elecciones de 2000 la que hizo posible romper con siete décadas de revolución institucionalizada.
Pero el voto duro no proviene sólo de los intereses corporativos; tiene raíces igualmente profundas en fidelidades ideológicas de larga duración. Para evaluar el peso de las tradiciones será suficiente recordar la cantidad de personas que, viniendo de una cultura laica y progresista, y aún sabiendo que el PAN era el único instrumento real para sacar al PRI del poder en el 2000, se resistieron a votar por Fox, expresión de otra matriz ideológica. Lo que significaba aceptar el riesgo de la prolongación de un vetusto régimen priísta que, para mejorar el escenario, se había convertido en un factor de inestabilidad política nacional. He aquí un síndrome por el cual para muchos, a veces, es mejor perder que contribuir a la victoria de quien quiere lo mismo que yo pero pertenece a otra familia ideológica. Llamemos a eso autolesionismo cívico, coherencia (o estrechez) ideológica o como se quiera.
Añadamos que la firmeza de las fidelidades ideológicas que nublan la percepción de los intereses generales, es mayor en universos culturales estancados, donde el discurso político adquiere tonos litúrgicos asociados al uso reiterado de mitos y reflejos más o menos arraigados. En situaciones de renovación cultural, las tradiciones e inercias revelan más fácilmente su consunción, su (mayor o menor) inadecuación frente a las demandas del presente. Y nadie podría decir que PRI-PAN-PRD tengan (o hayan tenido en tiempos recientes) la característica de ser laboratorios de nuevas ideas o de iniciativas capaces de activar una reflexión crítica sobre el propio pasado. Partidos que ofician misas laicas para reconfirmar la eterna justeza de los propios principios.
Los resultados del 6 de julio revelan (con el reforzamiento de PRI-PRD) un deseo de retorno al vientre tibio (siempre corrupto y a veces asesino en el caso del PRI) del viejo régimen nacional-revolucionario. Las preguntas y los enigmas se multiplican en forma inquietante. ¿Cómo es posible añorar un régimen político que asistió casi sin enterarse de (y mucho menos fue capaz de contrastar) la gigantesca multiplicación de la pobreza de las últimas décadas? ¿Un régimen que envolvió al país en una prolongada ambigüedad acerca de las fronteras entre PRI y Estado mexicano? ¿Un régimen que creó estabilidad institucional al costo de una separación abismal entre sociedad e instituciones? Evidentemente hay inercias culturales vivas e intereses corporativos persistentes, por los cuales un reforzamiento del sistema, abollado seriamente en 2000, resulta ser nuevamente una perspectiva deseable para muchos.
Que eso sea preocupante es, o debería ser, obvio. Este país demoró décadas para liberarse de una maquinaria priísta creadora persistente de corruptelas, complicidades y simulaciones nacional-patrióticas. Volver a ella, después de un anodino paréntesis foxista, es hoy algo más que una pesadilla, es una posibilidad concreta. Ahora bien, ya no era fácil explicar y explicarnos la embarazosa duración del régimen priísta, un caso único en el escenario mundial del siglo XX. Regresar a lo mismo nos obligaría a pensar en Marx y en el tránsito entre drama y farsa. Ese es el fantasma que las elecciones del 6 de julio reaviva. El fantasma de una monstruosa pérdida de tiempo para todos en un futuro que es hoy más posible que ayer.
Una izquierda entrampada en sí misma
El PRD casi duplicó sus diputados gracias a dos efectos combinados: AMLO en el DF y el abstencionismo. Y, evidentemente, ninguno de estos factores puede considerarse una base firme para el futuro de la izquierda mexicana. El "efecto Cárdenas" de 1988, visto desde comienzos del nuevo siglo, no es más que un recuerdo distante: anuncio de una leadership que se descompuso en el camino. En las elecciones para diputados de 2000, el PRD obtuvo casi 7 millones de votos y mandó a la Cámara 52 representantes; en 2003 obtiene 4.5 millones de votos (y gracias al abstencionismo) manda a la Cámara 96 representantes. La ingeniería electoral disfraza como éxito político una situación de virtual estancamiento (e incluso, de retroceso) en la confianza de la ciudadanía hacia el PRD. Si nos limitamos al DF y el "efecto AMLO", tanto para poner las cosas en su lugar, habrá que recordar que en 2000 el PRD obtuvo en el DF 1.3 millones de votos y en 2003, lo mismo. Con una pequeña diferencia debida a la distorsión inducida por el abstencionismo: en 2000 el PRD captaba 30% de los electores capitalinos, en 2003, el 43%.
Pero, más allá de estas minucias numéricas, el hecho sustantivo es que el primer partido de izquierda con amplia base electoral en la historia de México, después de su prometedor nacimiento catorce años atrás, se ha ido envileciendo progresivamente en discursos litúrgicos destinados a anestesiar la incapacidad del partido para reconocer los nuevos datos de la realidad mexicana y la necesidad de nuevas formas y discursos para una política de izquierda. La liturgia (la reducción de la elaboración política al uso malabarístico de mitos nacional-revolucionarios) cumple su cometido: tranquiliza la incomprensión y permite declamar sin inquietudes, sin dudas. Como si el PRD fuera el depositario de una verdad moral que no necesita de la política para confirmarse; una autocomplacencia que no requiere ni reflexión, ni creatividad y que puede seguir navegando sin inquietudes las corrientes de un añejo estilo carismático-populista establecido décadas atrás. Ningún asombro que después de los entusiasmos iniciales, los intelectuales progresistas mexicanos (que no son legiones) se hayan tenido a prudente distancia de un partido con estas características.
Un partido casi exclusivamente electoral, sin militancia organizada sobre bases individuales, sin un real debate cultural interno, recorrido por aguerridas corrientes que no siempre parecerían batallar alrededor de ideas, un líder moral que sigue sin entender las razones de sus derrotas y, naturalmente, aludes edificantes de vieja retórica nacionalista. Y su actual presidenta que, como regente de la Ciudad de México, condecora a Fidel Castro de visita por estos rumbos. ¿Es esta la izquierda moderna (capaz de vivir el propio tiempo) que México necesita?
La opinión de los mexicanos es contundente. En las últimas tres elecciones presidenciales el PRD estuvo oscilando alrededor de seis millones de votos en cada una de ellas, revelando así la incapacidad del partido para ampliar los consensos conseguidos en 1988, para penetrar otros grupos sociales y otras regiones del país, además del centro-sur. Si añadimos a eso que, entre 1988 y 2000, el padrón electoral aumentó en 15 millones de electores y de ellos, en términos absolutos, el PRD no conquistó ni uno, entonces debería ser evidente para todos que la izquierda (mayoritariamente representada por el PRD) ha perdido el contacto con gran parte de la sociedad mexicana: sus nuevas culturas y sus nuevas necesidades. Pero, siendo que las vías del consuelo son infinitas, el PRD, por boca de sus dirigentes, se siente ufano por los resultados electorales de 2003 y del 18% obtenido del voto total. En 1988, para conservar la memoria, ese partido representaba electoralmente más del 30% de los ciudadanos.
La izquierda mexicana (guiada y organizada por el PRD) ha entrado en un callejón sin salidas. Pero, aparentemente, el partido sigue su marcha triunfal mientras sigue alejándose de una gran parte de la cultura laica y progresista de este país que, queda así, no sólo sin representación sino sin la capacidad para influir sobre los acontecimientos del presente. Un partido que expresa, haciéndolas convivir sin aparentes molestias, una cultura comunista de lucha contra el capitalismo y una cultura priísta de corporaciones y jefes carismáticos. Resultado: la sociedad no cree en esta propuesta y la condena al estancamiento electoral.
¿Cuánta parte de la sociedad mexicana puede considerarse parte del variado (y cambiante) archipiélago de una cultura laica, progresista y no-priísta? Este escribiente confiesa su incapacidad para una respuesta. Y sin embargo, pocas dudas caben que el 18% del PRD constituye una sensible subrepresentación. He ahí el problema. La gran esperanza representada por el PRD a fines de los 80 se ha convertido en un estorbo, incapaz de aprender, incapaz de renovarse y, por consiguiente, incapaz de ampliar los espacios sociales de sus consensos.
El México Posible que no fue
Habiendo estado involucrado en la empresa (como responsable de la fundación cultural de México Posible), mi mirada ciertamente no será neutral, suponiendo que alguna pueda serlo. Con menos de 600 mil votos, MP habría entrado al recinto sagrado de la política mexicana llevando consigo temas de género, de derechos humanos y de tutela de las minorías. Habría introducido en la izquierda un frente vivo de nuevos pluralismos y nuevas propuestas. Una izquierda culturalmente viva, comprometida con la democracia (consciente de que sin democracia el pluralismo no es imaginable) y con las urgencias de mayor justicia en un país con más de la mitad de su gente en condiciones de pobreza. Y no se pudo.
600 mil votos no parecían un objetivo inalcanzable y, sin embargo, MP obtuvo apenas una tercera parte. Hagamos a un lado el optimismo generalizado en el partido; un dato, sin embargo, preocupante por la facilidad con que los seres humanos (hombres y mujeres) perdemos el contacto con el piso y comenzamos a razonar en forma cristiana: la virtud será premiada; en forma ingenua: somos demasiado buena onda para que el mundo no lo entienda; y, lo peor, en forma autoindulgente. Pero dejemos a un lado las trampas del optimismo (y sus estragos) y entremos al asunto: ¿por qué una posibilidad de renovar la izquierda mexicana fue (¿temporalmente?) derrotada? Vislumbro tres vertientes de respuesta.
-la inmadurez civil de la sociedad mexicana que se tarda en reconocer los temas y los estilos de una izquierda plural y no corporativa;
-las varias deficiencias de MP: en su gente (incluido este escribiente) y en sus estructuras (o sea, en la organización colectiva de sus talentos individuales);
-el difícil momento de un debut que coincidió con el punto más bajos de credibilidad social de la política.
Es posible que la respuesta se encuentre en algún cruce entre estos tres espacios. Sobre el peso que tentativamente podría asignarse a cada uno de ellos, confieso no tener la menor idea. Se me dice que el partido está actualmente recorriendo un período inicial de reflexión sobre las razones de la derrota. Y debería ser obvio que las únicas razones sobre las cuales podrá (eventualmente) intervenir son aquellas que corresponden a las propias deficiencias de comprensión de la realidad y al retardo en experimentar formas nuevas de hacer política.
Me permitiré (con la venia) un breve paréntesis moralístico: aprender de las derrotas es un arte y un reto para la inteligencia, pero, sobre todo, es una necesidad. Aquellos que no aprenden de sus derrotas van por el mundo con una carga de certezas que hace perder tiempo a todos cuando no se convierte en fuente de dolores colectivos. No aprender de las derrotas no es sólo una forma de resistirse al cambio (de sí mismo), es una forma para establecer una barrera moralística entre sí mismo y el mundo. Y abrir las puertas a la liturgia destinada a enaltecerme (no obstante mis derrotas). O sea, como ejemplos, Cuauhtémoc Cárdenas y Fidel Castro: símbolos inconmensurables de certezas que no se mueven de un ápice mientras se pasa de una derrota a otra. Llamemos a eso, síndrome del desprendimiento de la realidad. Una patología, por así decir, que, evidentemente, no corresponde sólo a los teólogos. Cierre del paréntesis.
Pero subrayemos un par de circunstancias que, sin valer como descargos, hacían objetivamente arduo que un nuevo partido capturara la atención de los electores. La primera es el hastío de la gente hacia política y políticos. Me decía la candidata de MP a la delegación de Coyoacán que, en su campaña domiciliaria, cuando contestaba a la voz detrás de la puerta (¿quiéeen?) decía México Posible y no Partido México Posible. Por experiencia, la segunda opción conducía a que, en la mayoría de los casos, la puerta quedara cerrada. La palabra "partido" en nuestra cultura cotidiana viene con un eco de "enriquecimiento", "engaño", "mediocridad", "simulación" e, inevitablemente, montañas de discursos floridos. Mantener la puerta cerrada casi nunca es la mejor opción, pero ¿cómo no entender que puede ser, en nuestras circunstancias, un acto mínimo de autodefensa?
Estuve en el cierre de campaña de MP en Zacatecas en la mañana de un soleado domingo en una encantadora plazoleta de vagos aires porfirianos. Ahí estaba el partido (una docena de mujeres y tres o cuatro hombres) con mesas, fotografías de sus actos pegadas a tablas de polietileno, un par de sombrillas y un micrófono conectado a un eficiente (o sea estrepitoso) aparato de sonido. La voz de Laura Márquez, candidata por el III distrito, retumbaba en una plaza perfectamente vacía, excluyendo uno que otro automóvil en tránsito. Y no puedo evitar de añadir: una mujer humanamente notable -hija de una madre que parió con ella 26 (!) hijos- sin durezas ideológicas, entregada con entusiasmo y sin soberbias a pensar en un México mejor. Una de esas personas que te hacen sentir orgulloso de pertenecer a su misma empresa.
La voz amplificada de Laura debía despertar a los habitantes perezosos de los edificios aledaños. A lo largo de un par de horas de peroratas no se acercó nadie, o casi. Un escenario kafkiano: alguien que habla por altavoz a alguien que no está. México: inicios del siglo XXI. De acuerdo, no es honestamente pensable que alguien tenga interés en la política en este país después de décadas de lo que sabemos. Pero, igualmente, se siente nostalgia para los escenarios del Domingo en la Alameda. Se siente que nos falta algo que depende de nosotros y que, sin embargo, no terminamos de construir: el interés colectivo en nuestro futuro colectivo. Pero, otra vez, imaginando un gato que viviera cien años, ¿podría alguien suponer que, después de haberse quemado por setenta años consecutivos, volviera a acercarse a alguna fuente similar (o sea, política) de calor?
Menciono otro obstáculo ambiental. Vivimos en un país donde, por lo menos en gran parte de la provincia, los órganos públicos de información venden los espacios que corresponden a su deber de informar a la ciudadanía. Nada que ver con el embute. Es peor. Directores de periódicos y de estaciones de radio ponen tarifas para entrevistar a políticos y candidatos. O sea, ponen precio para cumplir con su deber de informar. Hubo programas radiofónicos de debate entre candidatos en que cada uno de ellos tuvo que pagar una tarifa para poder participar. Una corrupción endogenizada que no escandaliza a nadie y que, sin embargo, distorsiona gravemente la percepción social de la realidad. Quien tiene dinero para pagar podrá decir a los lectores-oyentes que existe; quien no tenga dinero, no. Tan sencillo -y tan vergonzoso- como eso. Y, volviendo a Zacatecas, varios de los candidatos de MP tenían un presupuesto de campaña del orden de 15 mil pesos.
México Posible ha sido un meteoro. Ya no existe. Lo que sigue existiendo es la gente que lo hizo: feministas, ecologistas a los cuales resulta complicado asumir que el Partido Verde lo sea, homosexuales que piden no ser víctimas de delitos de odio, mujeres separadas que quisieran saber qué demonios tienen que hacer para obtener alguna pensión alimenticia de sus exmaridos, socialdemócratas que sueñan con abrir una nueva edad de las reformas. Una pluralidad social que no puede aceptar al PRD -con sus rigideces, retardos culturales y ritualidades carismáticas- como ámbito de sus (¿descabelladas?) esperanzas políticas.
México Posible era un nuevo espacio para la izquierda mexicana, que, sin embargo, se cerró antes de abrirse. Una posibilidad (¿por el momento?) frustrada de forzar, desde afuera y a través de la competencia política, el PRD a renovarse. Cerrada esta posibilidad, parecería no quedar de otra (¿por el momento?) que esperar los tiempos internos de renovación del PRD. Este es el tamaño del infortunio del 6 de julio.
Epílogo sin muchas esperanzas
Entre un PRI que quiere regresar al pasado nacional-corporativo, un PRD que quiere lo mismo pero con Cuauhtémoc (o Andrés Manuel o cualquier otro) en la presidencia y un PAN tan responsable que parece pusilánime, no hay mucho espacio para desplegar las alas del optimismo.
En Brasil se dice: el país avanza de noche, cuando los políticos duermen. Podría ser, cada vez más, ésta, exactamente, nuestra situación. Por como estaban las cosas antes del 6 de julio y por como se anuncian ahora, son verdaderamente pocas las posibilidades que la política asuma en este país la consciencia de los profundos atrasos que requieren acciones conjuntas con amplias bases de apoyo social. Dicho de otra manera: nada indica que vendrán de la política las señales que en el inmediato futuro podrían guiar este país fuera de las aguas estancadas de sus atrasos y sus deformaciones acumuladas. Nuestro futuro parecería depender más de la creatividad productiva y cultural de los diferentes segmentos de la sociedad mexicana que de la capacidad de la política para crearle espacios y oportunidades. Obviamente, los milagros no están excluidos. Pero, francamente, no es fácil creer en ellos. Y, sin embargo, nunca estuvimos, como país, tan cerca como hoy de cumplir los anhelos de hace dos siglos: independencia sí, pero también bienestar, justicia.
Si México encontrara el rumbo para crecer a una tasa media de 5 por ciento a lo largo de la próxima generación (digamos 20-25 años) y si, al mismo tiempo, redujera las segmentaciones dramáticas de su vida colectiva, a la conclusión de este ciclo habría ocurrido una verdadera (esa sí) revolución: habríamos pasado, colectivamente, de lo que somos ahora (los primeros de los últimos) a ser los últimos de los primeros. Y podríamos alcanzar niveles de vida similares a los actuales de países como Portugal o España. Con lo cual, ese país sería otro.
No se trata de soñar indefinidos futuros utópicos: se trata de concretizar lo que es materialmente posible. Sin vender sueños a la vuelta de la esquina y sin usar la miseria como arma electoral, este país tiene hoy una oportunidad cierta: salir del atraso en una generación. ¿No debería ser ese objetivo suficientemente codiciable para que la política se dispusiera a remover los obstáculos para su consecución?
No se trata de ponerse de acuerdo sobre todo y concretizar el antiguo sueño porfiriano-salinista de mucha administración y poca política. Se trata de asumir el reto de reformas fundamentales sin las cuales nuestro futuro seguirá estando muy lejano. Administración pública, corrupción, reforma fiscal, reforma educativa, federalismo, desarrollo regional, son apenas algunos de los temas que deberían ser objeto de acuerdos estratégicos a través de los cuales 1. no poner trabas desde las instituciones a la sociedad y 2. permitir la reconciliación entre sociedad y política.
¿Será posible algún día? Esperemos que lo sea antes de que el PRI, aprovechando una transición adormecida sobre sí misma, regrese a la presidencia. Que no sería un regreso al gobierno, sería un regreso al poder y a la maquinaria conocida. ¿Setenta años no fueron suficientes?