Ugo Pipitone
Guardando proporciones y contextos, es más o menos como si William Randolph Hearst hubiera inaugurado el siglo pasado con su llegada a la Casa Blanca. Acercándonos en el tiempo, aquello que no ocurrió en Estados Unidos con Ross Perot en 1992 y 96 ocurre ahora en Italia con Silvio Berlusconi: un magnate al poder. Y de pronto resulta inevitable recordar lo que decía Christopher Lasch: cuando la riqueza habla todo mundo está obligado a escuchar y de ahí nace la necesidad democrática de controlar su poder. Entregárselo por completo parecería estar lejos, en cualquier latitud, de ser lo más sensato que un pueblo pueda hacer. La riqueza al poder supone poner a prueba la solidez democrática de un país. ¿No es bastante preponderante el peso de la riqueza en la vida cotidiana en estos tiempos de competencia global? Italia tiene el honor, no del todo claro, de anticipar los tiempos o de restaurar un pasado lejano. Los signos son confusos y no resulta simple entender si estamos ante el anuncio de un futuro posible o ante el persistente residuo de tiempos que no terminan de irse. ¿Razón de orgullo o de vergüenza? Tratemos de entender.
Berlusconi y clases medias que a veces confunden los impuestos con el Anticristo, post y neofascistas, separatistas encubiertos, católicos nostálgicos de la antigua Democrazia Cristiana y modernizadores ultraliberales de varia denominación (que consideran América, o sea, Estados Unidos como evangelio del único camino posible), ganaron las elecciones. Y en la cresta de una ola conservador-modernizadora que recorre distintas piezas de ese traje de Arlequín que es Italia, un magnate televisivo se convierte en primer ministro de una de las grandes economías mundiales. Se cierra una historia y comienza otra. Ha ocurrido en el país -y quien no le vea no ve algo importante- una fractura en el tiempo que podrá producir efectos positivos o desastrosos, pero que ciertamente no repetirá el pasado. Por lo menos, no el reciente. Uno de esos momentos cargados de lo nuevo; aunque no necesariamente de lo bueno o lo necesario.
Queda la tarea de entender. Tarea esencial para evitar que una victoria electoral esté tentada de convertirse en remedo moderno de un Segundo Imperio inevitablemente encabezado por otro pequeño Napoleón. Otra alianza de capitalistas de asalto, bodegueros nacionalistas y especuladores cosmopolitas, para la cual ya no dispondríamos de la pluma de Marx para revelar triquiñuelas, egos inflados, miserias colectivas y privadas. Para que sea posible la alternancia futura, la izquierda necesita "re-leer" el país (su anatomía y fisiología cambiantes) y los posibles futuros que pueden vislumbrarse a partir de un presente complejo. A final de cuentas, hacer política supone buscar lo mejor posible: ni lo mejor (en abstracto) que condena a la marginalidad virtuosa, ni lo posible (en concreto) que amarra a un realismo asfixiante.
Buscando sentidos a la historia (que si los tiene, los envuelve para nuestro desconcierto en ropajes tornadizos), tal vez era este el costo necesario que Italia tenía que pagar para que su cultura laica y progresista acelerara su renovación cultural, sus formas partidarias y encontrara mejores ideas para gobernar el cambio. Cambio que, por cierto, en Europa o será europeo, si me es permitida una perogrullada que tal vez no lo sea, o implicará el retorno al bien abonado camino de los nacionalismos. Y entonces, las insanias electorales de este o aquel país podrían volver a ser tan frecuentes como en ese pasado que Europa, colectivamente, quiere ahora superar.
Antes, una unificación nacional tardía, después el fascismo seguido por medio siglo de gobiernos democristianos (con una duración media inferior al año) y más tarde "manos limpias": en cuyo oleaje judiciario desaparecen Democracia Cristiana y Partido Socialista. Y ahora un magnate televisivo al gobierno. Y antes de eso -para no olvidar nada importante- el principal partido comunista de Occidente, que supo dar algún espacio a los intelectuales y alimentó un debate interno ciertamente más vivo que monsergas y rituales soviéticos. Viene la tentación de pensar que así como se habla de excepcionalismo (desde Toqueville hasta Seymour Martin Lipset) para describir la historia política de Estados Unidos, tal vez no sería del todo descabellado hablar de execpcionalismo italiano en el contexto de Europa occidental. Una proclividad a la anomalía que, en distintas formas, persiste en el tiempo. Massimo D'Alema (el político ciertamente más notable de la izquierda italiana) algunos años atrás titulaba un libro suyo con una aspiración: "Un paese normale".
Digamos también que la anomalía italiana no es sólo la desviación frente a algún canon virtuoso, es también un factor de creación: de realidades y enigmas. Si miramos al pasado, la anormalidad propone temas de no fácil comprensión. ¿Cómo fue posible que en casi medio siglo de inestabilidad política (que no institucional) el país haya experimentado las tasas de crecimiento que lo han convertido en una gran economía mundial? Recorriendo un atlas histórico moderno no es fácil toparse con casos similares. Buscando arquetipos, habría que regresar hasta esa baja Edad Media en que -entre Amalfi, Génova, Florencia, Pisa, Venecia, Milán, Brescia, Como, etcétera- nace el capitalismo, el comercio de larga distancia y las autonomías municipales en medio de un casi permanente caos político. Y sin embargo, al interior de las murallas urbanas, entre conflictos interminables, la modernidad da sus primeros pasos.
Igualmente difícil entender cómo haya sido posible la conservación de una sociedad democrática con instituciones cuyas esquirlas enloquecidas (y el adjetivo podría ser objeto de controversia) trabajaron por años al interior de una "strategia della tensione" con variados, y sangrientos, ejemplos de terrorismo de Estado. A lo que hay que añadir una "questione meridionale" que lleva siglo y medio sin encontrar una respuesta satisfactoria de parte de los gobiernos unitarios. Acercándonos en el tiempo, nos encontramos con una delincuencia organizada (mafia, cosa nostra, ndrangheta, camorra, etcétera) cuyo peso económico y complicidades políticas no tienen parangón en ningún país democrático. Y, a últimas fechas, los niveles de desempleo más altos, y persistentes, de Europa occidental. Por el lado de las anomalías positivas, el asombroso dinamismo de pequeñas y medianas empresas que desde hace un par de décadas, sobre todo en el norte y nordeste del país, crean empleos y operan con eficacia y capacidad innovativa en el mar revuelto de la globalización.
Todo país, como una identidad múltiple en construcción, es, casi por definición, una incógnita. Un continuo crear y destruir equilibrios entre consenso y conflicto. Pero Italia parece en ocasiones la madre de todas las incógnitas, el rompecabezas más complejo: un lugar donde los equilibrios son más frágiles, donde el peso del pasado (de las tareas irresueltas que provienen del pasado) es mayor y donde el futuro es, por consiguiente, menos deducible a partir del presente. De ahí esa impresión de sucesivos nuevos comienzos, de frustraciones colectivas que periódicamente crean las condiciones de nuevas iluminaciones para una cuadratura del círculo que, sin embargo, sigue esperando en algún lugar escondido. Una "cuadratura" que supone en Italia dos dificultades enormes: una social-territorial y la otra política. De una parte, repitámoslo, una cuestión meridional irresuelta que alimenta atraso, delincuencia, desempleo e instituciones plegadizas a la corrupción y a los vientos locales, a veces económicos, a veces criminales y a veces las dos cosas juntas. De la otra, una política cuya fragmentación partidaria obliga a equilibrios siempre precarios que no terminan de cuajar bases firmes de gobernabilidad.
Italia tiene que enfrentar todos los retos del resto de Europa cargando, sin embargo, problemas históricamente irresueltos. Un país, entonces, que necesita hacer un esfuerzo mayor que sus vecinos simplemente para no perder el contacto con ellos. Y ahora le toca el turno a Berlusconi, un magnate televisivo cuyas fortunas sigue perdiéndose en las nieblas de la corrupción política italiana, con una cultura de manuales de superación personal, psicología de promotor de ventas y una monstruosa capacidad organizativa detrás de una sonrisa inoxidable. ¿Podrá ese nuevo duque Valentino de maquiavélica memoria, en versión de tycoon mediático, cicatrizar las heridas de la questione meridionale y de un Estado recorrido por la inestabilidad política y por episodios no infrecuentes de uso privado (personal o partidario) de los recursos públicos? Y además ¿podrá acercarse a alguna solución de estos problemas históricos manteniendo vínculos estrechos con la Unión Europea?
Es difícil olvidar lo que decía Braudel: hay momentos en que el barco
está atascado y por brillante que sea el capitán queda poco por hacer. Y hay
momentos en que, con los vientos soplando en la justa dirección, el barco
navega ligero incluso con un capitán bisoño. Banalicemos: hay momentos en
que, independientemente de las fronteras, los vientos (llamémoslos
pudorosamente condiciones externas) son más importantes que ideas y
proyectos de los gobernantes nacionales. Dicho de otra manera: todo puede
suceder, incluso que el tránsito de Berlusconi por la vida italiana no
produzca desastres y enfrentamientos ruinosos y, por el contrario,
contribuya a reanimar potencialidades económicas y sociales escondidas o
adormiladas. También es posible que la historia se repita: progreso en medio
de agudos conflictos sociales. Como quiera que el futuro se defina a sí
mismo, no parece del todo fuera de lugar cierta trepidación frente a las
perspectivas del viaje quinquenal que Italia se apresta a emprender. Lo que
es apenas un persistente instinto de autodefensa: recordatorio tenaz de que
lo peor es siempre posible. Sobre todo cuando se anuncia con tanto
estrépito.
La historia es como Epimeteo: una forma para entender después. Cuando, en general, ya sólo queda el conocimiento como consuelo de la derrota. Las elecciones italianas acaban de realizarse y es temprano para entender con detalle lo que ha ocurrido. Aún tratando de evitar formas laicas de misticismo, estamos forzados a reconocer que los pueblos somos nuestros propios dioses: caprichosos en ocasiones y casi siempre incomprensibles. Digamos "secretos" no en el sentido que este escribiente los conozca, sino en el sentido de la embarazosa mezcolanza de datos sociológicos, más o menos, conocidos y de humores colectivos que lo son mucho menos. ¿Cuáles peldaños terminaron por formar esa escalera que lleva un magnate mediático al gobierno de Italia? Penetremos en ese territorio de señales ambiguas e intentemos hacerlo con cierta dosis de humildad: pocas veces las cosas son tan claras como parecen. Los factores son muchos y los pesos son variables: ninguna sociedad es una maquinaria compuesta por piezas cuyos comportamientos sean siempre racionalmente deducibles.
Primer peldaño. Probablemente sea la novedad. O sea, el propio Cavaliere. Alguien que decide entrar a la política (scendere in politica) en edad madura y con algunos miles de millones de dólares de respaldo. En un momento de crisis del sistema de partidos -que, a comienzo de los noventa, destruye en pocos meses la vieja DC, un partido socialista que llevaba un siglo de vida y varios partidos y partiditos menores- Berlusconi se convierte en polo de atención de una cultura conservadora que ve caer a su alrededor sus referentes partidarios tradicionales. En los momentos en que el antiguo Partido Comunista Italiano se convierte en Partido dei Democratici di Sinistra, el riesgo es que los excomunistas se consoliden como el principal partido político italiano. Berlusconi scende in politica creando su propio partido, Forza Italia: el grito de aliento de los tifosi a su equipo nacional de fútbol. Testimonio lingüístico de una nueva cultura que mira más a la eficacia mercadotécnica que a las raíces culturales. Tenemos aquí antiguos reflejos de anticomunismo más o menos cavernario santificados por la caída del muro de Berlín; una desconfianza arraigada hacia el Estado y un rechazo de los políticos tradicionales que (como se descubre con mani pulite) estaban recorridos por bandas de forajidos en traje Armani. Berlusconi es lo nuevo, aquello que promete una marcha acelerada hacia el futuro sin el estorbo de los equilibrismos partidarios del pasado. La nueva forza del destino. El hombre sin ataduras, salvo, naturalmente, sus millones. Que, sin embargo, más que una impedimento, parecen una promesa de trickle down, además de ser confirmación de virtud personal.
Segundo peldaño. La trivialización de la política. De pronto, la ligereza sentenciosa de los discursos políticos de cantina es sublimada en un lenguaje mesiánico-ideológico. Una sinergia inmejorable: una trama lingüística que reduce la complejidad a una insubstancialidad grandilocuente de seguro efecto emotivo. Progreso significa reducir impuestos, privatizar funciones públicas (en la sanidad, en la escuela, etcétera), liberar energías congeladas en asfixiantes vínculos de solidaridad social, abrir espacios a un espíritu empresarial redentor de una política corrupta e ineficiente. Es todo tan sencillo que nadie entiende como no se les había ocurrido antes a los italianos. Y debajo de la ideología, el tono constructor de quien considera la política un mal necesario: encanto de un nunca superado positivismo en que progreso es sinónimo de mucha administración y poca política. Déjenme trabajar y ya verán los resultados.
Tercer peldaño. Es el encanto de una propuesta sencilla en que la sociedad italiana es reducida a una empresa que requiere orden y disciplina como cualquier empresa que se respete. Siguiendo inconscientemente las corrientes del pensamiento económico contemporáneo, para Berlusconi lo macro es un micro grandote. No hay nada (o casi) en la sociedad que no sea extensión de la lógica que domina la organización de una empresa particular. Aquí y allá es lo mismo; con la diferencia que aquí, en la empresa, todo funciona bien (si no fuera por el Estado que...), mientras allá, en la sociedad, es una terrible confusión que sólo el espíritu empresarial puede redimir. Discurso exitoso en una sociedad vapuleada por crisis de los partidos tradicionales, desempleo de larga duración, delincuencia, inseguridad ciudadana, inmigración e impuestos ciertamente no bajos. Gracias a Berlusconi y a sus aliados, lo complejo se vuelve simple: con regular más estrictamente los flujos migratorios (una especie de xenofobia soft), endurecer las penas contra los delitos, reducir los impuestos, liberalizar el mercado del trabajo y mandar a la banca los políticos profesionales (que para Berlusconi son los de centro-izquierda; los que lo apoyan, obviamente, no tienen pasado ni culpa), todo terminará por arreglarse.
Cuarto peldaño. Llamémosla enajenación televisiva. La televisión como
evangelio de una modernidad construida entre telenovelas, concursos de
premios y, obviamente, montañas de fútbol y soft-porno entre otras infinitas
delicias mediáticas. Me permitiría aquí una hipótesis que no puedo demostrar
pero que me parece plausible: que los electores de derecha sean más
teleadictos que los de izquierda. Obviamente, si la televisión es una
enfermedad es una enfermedad transideológica (ese moderno asesino de Cristo
-dice Norman Mailer), pero hay en la derecha italiana una mayor convergencia
entre el individualismo ramplón-televisivo y una política en que los
individuos son (casi) todo y las colectividades no mucho más que un estorbo
a la marcha del progreso. Pueblo se vuelve palabra impronunciablemente
jacobina; espectador o público (para no decir audience) es lo moderno.
Anuncio de un progreso sin conflictos. El mensaje es obvio: no molestar al
conductor.
Inútil decir que el antecedente de un magnate al poder es inquietante. Y las razones de preocupación europea son (o deberían ser) varias. Mencionemos algunas.
Primera: que llegue al gobierno de una de las mayores economías de la región alguien que arrastra un largo contencioso judiciario -de la evasión de impuestos al maquillaje de estados financieros, de la corrupción de jueces al posible lavado de dinero- difícilmente puede considerarse una aportación italiana a la construcción de instituciones europeas transparentes.
Segunda: el problema del conflicto de intereses entre un gobernante y un hombre de negocios con empresas que van de la editoría a la televisión, de los seguros al fútbol y a las empresas inmobiliarias. Mientras el propio interesado no resuelva a fondo el conflicto entre negocios y gobierno fusionados en una sola persona (que deberá tomar decisiones políticas capaces de afectar sus propios intereses económicos) se establecerá un peligroso antecedente a escala europea.
Tercera: el tono de cruzada ideológica contra la izquierda italiana vista como amenaza comunista, retrotrae el debate político a los tiempos más oscuros de la guerra fría, abriendo riesgos potenciales de un antagonismo capaz de poner en estado de tensión la solidez de las instituciones.
Cuarta: el problema regional. Berlusconi es aliado de una Lega Nord cuyo autonomismo padano (si bien desdibujado a últimas fechas para volver electoralmente presentable a Umberto Bossi, líder de acero de la Lega) constituye una seria amenaza a la solidaridad fiscal entre regiones ricas y regiones pobres del país, para no hablar de las posibles derivas en clave de autonomismos para-étnicos que podrían amenazar la solidez y cohesión de las instituciones nacionales.
Quinta: el problema fiscal que anuncia la posible incompatibilidad entre reducciones de la carga tributaria y grandes obras públicas anunciadas en la campaña electoral del Polo delle Libertà. Frente a un centro-izquierda que en los últimos años emprendió el saneamiento de las finanzas públicas, redujo la inflación y llevó Italia a la moneda única, está un centro-derecha que podría experimentar tentaciones populistas.
¿Cómo garantizar la respetabilidad regional de un gobernante que carga esta cantidad de problemas? Es evidente que en su propia construcción Europa no requiere ni el retorno de tonos de guerra fría, ni gobernantes con largas colas judiciarias, ni magnates televisivos convertidos en hombres de la providencia. Pocos días antes de las elecciones del 13 de mayo, importantes publicaciones conservadoras europeas (The Economist y El mundo entre otras) mostraron señales de desconcierto frente a la posible victoria de Berlusconi. Y sería escatimar méritos dejar de señalar que la pieza periodística de The Economist merece un lugar en la memoria como ejemplo de acucioso periodismo de investigación que deja los hechos hablar por sí solos. Aunque el editorial del mismo número (28 abril 2001) llegara a una conclusión contundente: "Como nuestras propias investigaciones dejan claro, el Sr. Berlusconi no está capacitado para gobernar país alguno, menos aún una de las democracias más ricas del mundo". El evidente embarazo en muchos ambientes de la Unión Europea frente al primer ministro Berlusconi parece sugerir la siguiente hipótesis: The Economist hizo explícito lo que, en una u otra forma, está en la cabeza de todos. Y no pudiendo la derecha italiana acusar a la prestigiosa revista inglesa de simpatías comunistas, algunos de sus voceros desempolvaron lo peor de su bagaje ideológico: la evocación de fantasmas nacionalistas agraviados; alguien en Europa nos quiere débiles. Poco faltó para resucitar la "perfida Albione" de mussoliniana memoria. Lo que nos obliga a recordar la idea de Savater acerca del nacionalismo: ese nosotros convertido en "hinchazón retórica" de un yo agresivo y rapaz. Lo que, huelga decir, resulta por lo menos inquietante en el momento histórico en que la Unión Europea se proyecta al mundo como su primera posibilidad de democracia postnacional, como nos recuerda Jürgen Habermas.
La riqueza que hace política es peligrosa siempre (la historia de Estados
Unidos entre fines del siglo XIX y comienzo del XX, tiene aquí, con la
figura de Theodore Roosevelt, un valor emblemático), y, obviamente, más
cuando su formación está salpicada de corrupción, evasión de impuestos y
demás florilegios de dudoso espíritu ciudadano. El otro riesgo es más sutil:
un poder-rico supone la posibilidad de eclosión de un espíritu
neorenacentista en que la seducción cortesana podría prevalecer sobre la
función pública. ¿Cómo olvidar el palacio real descrito por Benito Pérez
Galdós en La de Bringas? Ese universo, con rasgos de corte de los milagros,
en que funcionarios públicos y servidores privados convivían en una cercanía
física que era confusión de funciones. Y ni mencionemos las referencias más
antiguas, como el papel desastroso de los eunucos (servidores privados
convertidos en funcionarios imperiales) durante la dinastía Ming.
Si la democracia es un festín, el convidado Italia llega tarde e, inevitablemente, mal: cargando una administración pública de calidad desigual, un sistema político fragmentado en una multiplicidad de capillas atadas a sus exclusivas tradiciones culturales, inestabilidad de los gobiernos, una corrupción política más o menos endémica y tentaciones latentes (hasta ayer controladas) a convertir el gobernante en hombre fuerte. Es con esta carga que Italia está obligada a enfrentar los problemas comunes al resto de los países europeos: ¿cuáles nuevos equilibrios entre eficiencia productiva y solidaridad?, ¿cómo combatir el desempleo?, ¿cómo metabolizar las diferencias étnico-culturales derivadas del aporte migratorio extracomunitario?, ¿cuáles nuevas arquitecturas institucionales para vincular entre sí administraciones locales, gobiernos nacionales y gobierno regional europeo? Ninguna respuesta a estas preguntas nos remite a un recetario conocido. Construir Europa significa vivir al filo de una continua invención que pone en estado de tensión estructuras políticas y formas culturales establecidas.
Frente a las dimensiones (inevitablemente) epocales de estos retos, es dudoso que el fervor ideológico de Berlusconi pueda constituir un aporte positivo. De cualquier manera, el futuro lo dirá. Pero una cosa es evidente: la victoria del Polo delle Libertà pone la cultura laica y progresista italiana en la necesidad de revisar críticamente su propio pasado, encontrar nuevas formas sociales de hacer política y renovar su patrimonio de ideas. Y en este terreno hay por lo menos dos puntos críticos, aunque sean de naturaleza muy distinta. Rifondazione comunista y el "problema" sindical.
Desde la izquierda italiana se prospecta una difícil batalla cultural contra una persistencia de comunismo cuyo peso electoral (aunque debilitado) constituye un factor de fragilidad de la izquierda misma. La (¿neurótica?) afirmación de la propia individualidad política de parte de los nostálgicos del comunismo que no fue, ha significado en las elecciones del 13 de mayo que este partido obtuviera cuatro senadores al costo de varias decenas que una izquierda menos fragmentada habría obtenido. Tenía razón Nanni Moretti en Cannes, declarando que no entendía por qué Berlusconi agradecía tanto a los italianos por su victoria electoral, cuando bien podría concentrar sus agradecimientos en una sola persona: Fausto Bertinotti, líder de Rifondazione Comunista. Un partido cuya cultura política está dominada por la idea de un post-capitalismo casi a portada de mano. O sea, la incapacidad ideológica de leer un presente histórico dominado por interdependencias globales que obligan a la tarea de regular los espíritus animales del capitalismo más que anticipar en frío una nueva forma de organización social. La desvinculación respecto al presente significa, en este caso, un razonamiento persistentemente anclado a una lógica de suma cero y a reivindicaciones que se parecen, volvamos a Pérez Galdós, a la Tristana que, en su entusiasmo juvenil, declara: "...no quiero sino cosas infinitas, entérate..., todo infinito, infinitísimo, o nada". A la izquierda italiana le espera una dura confrontación entre sus diferentes almas para ser un fuerte factor de democracia y solidaridad y una propuesta alternativa de gobierno al que ahora se estrena.
El problema sindical tiene otras características. Estamos aquí frente a una gigantesca masa de desempleo juvenil (concentrada primordialmente en el sur del país) y al desarrollo de nuevas formas de trabajo independiente, part-time, etcétera que, inevitablemente, ponen en estado de tensión estructuras y cultura sindical vinculadas a una centralidad obrera que en las últimas décadas se ha desdibujado frente al nacimiento de nuevas figuras profesionales y a una nueva, más compleja y variada, fisiología del mundo del trabajo. En este contexto, el sindicato corre el riesgo de quedar circunscrito a un universo obrero-industrial introduciendo elementos de rigidez que, en la defensa de intereses sacrosantos, refuerzan sin embargo las distancias entre un mundo del trabajo tutelado por el Estado y un universo en expansión de formas de trabajo que quedan al margen de la tutela tanto sindical como institucional. Los temas aquí son complejos y arduos y anuncian decisiones difíciles. Como el Polo delle Libertà ha insistido durante la campaña electoral, Italia es el menor receptor de inversión extranjera directa entre las mayores economías europeas. Y es altamente probable que esta circunstancia esté vinculada también a normas laborales y prácticas sindicales que corresponden a un ciclo histórico diferente. Tres ejemplos: las normas sobre despidos, los altos costos de seguridad social aparejados a la creación de un puesto de trabajo y contratos de trabajo que establecen la homologación de los salarios independientemente de las diferentes condiciones entre el sur y el norte del país. Para evitar que la acción sindical termine por convertirse en un obstáculo a la generación de empleos, resulta inevitable la apertura de un debate político que busque puntos más altos de equilibrio entre la necesidad de defender los derechos de los trabajadores empleados con la necesidad, igualmente importante, de no obstaculizar los procesos de creación de nuevos empleos. Lo único que Italia no necesita es una guerra entre pobres. La cuadratura del circulo, aquí también, está muy lejos de ser sencilla.
Brujas y Gante en el siglo XV y Venecia en el siglo XVI tenían
corporaciones profesionales entre las más aguerridas de Europa. Y en parte
por ello, enfrentaban costos tan elevados que terminaron por acelerar sus
respectivas decadencias en el marco de una competencia inglesa y holandesa
con rasgos no muy distintos de la que proviene en la actualidad de Estados
Unidos y Asia oriental. La defensa de intereses legítimos no puede ni debe
encerrarse en una lógica que podría volverse corporativa y, desde ahí,
indefendible en un contexto de crecientes interdependencias globales. El
sindicalismo y, en general, la izquierda italiana se enfrentan a opciones
difíciles que consisten en encontrar nuevas fórmulas de solidaridad en un
contexto de globalización que, en nombre de la productividad, tiende a
barrer todo espacio de derechos colectivos adquiridos. La defensa de los
derechos del trabajo requiere nuevos esquemas de acción sindical y nuevas
formas de do ut des (que rompan una lógica de suma cero) entre el universo
del trabajo y el de empresas que requieren competir para generar más empleos
y conservar los existentes. La defensa de los derechos laborales no puede
conducirse de la misma manera en tiempos históricos distintos. John Maynard
Keynes decía: cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. Dos cosas
deberían ser evidentes: la primera es que el desempleo y las nuevas formas
de trabajo requieren una acción sindical distinta respecto a los tiempos no
lejanos de un fordismo con mercados nacionales menos abiertos que en la
actualidad y con una cultura de un trabajo de por vida. La segunda es que
sería una forma grave de autolesionismo dejar a la derecha italiana la
capacidad de representar las exigencias del mundo de los trabajadores sin
trabajo. Con posibilidades de un populismo conservador en clave
antisindical.
Que el punto de partida sea el complejo de Edipo de freudiana memoria (los hermanos que después de asesinar al patriarca renuncian a las relaciones sexuales con las mujeres de la tribu) o que sea la necesidad de romper el aislamiento y fortalecer las posibilidades de sobrevivencia colectiva (como diría Leslie White), el resultado es el mismo: la exogamia como una especie de Big Bang -que a veces se adormila y otras se acelera- que empuja la humanidad a procesar (y convivir con) diferencias mayores respecto a la tranquilizadora y tibia homogeneidad comunitaria. Después de una larga Edad Moderna en que el Estado nacional fue nuestro límite exogámico (al interior del cual éramos capaces, con distintos grado de eficacia, de procesar diferencias), Europa se encuentra ahora frente a un nuevo salto exogámico. Un nuevo impulso hacia identidades colectivas de mayor amplitud.
¿Qué significa esto? Significa algo sencillo: la obligación de cada país europeo de llevar a la construcción regional lo mejor de sí mismo: aquello que pueda contribuir a la construcción de la primera democracia postnacional del mundo. Me permito dudar que Berlusconi represente hoy lo mejor de aquello con que Italia pueda contribuir a la construcción europea. Aunque, hay que reconocer, probablemente no sea lo peor. Pero ni la xenofobia light que persiste en el fondo del discurso conservador italiano, ni la fascinación ideológica hacia Estados Unidos, constituyen aportes en la dirección correcta.
Cualquier cosa que sea la Europa del futuro, no será América. Que Berlusconi y sus aliados tengan dificultades a entenderlo es sólo una de las expresiones de un europeísmo vacilante que no termina de entender lo esencial: la construcción de una Europa posnacional supone una empresa históricamente original en la búsqueda de una nueva síntesis entre capacidad competitiva y solidaridad social. Si la empresa europea se contentara con imitar las fórmulas políticas y económicas americanas trasvasándolas del terreno nacional al terreno regional, las motivaciones ideales de la propia construcción europea se perderían en el camino. Europa no necesita ni los tonos de cruzada ideológica de Berlusconi, ni un descamino empresarial de la política, ni magnates televisivos que tienden a considerar a los ciudadanos como "público", ni ideologías que convierten el mercado en una especie de Deus ex machina de progreso y bienestar.
Sólo nos queda esperar que los actuales vientos conservadores de la política italiana no hagan demasiado daño a Europa y (de paso) a Italia. El problema italiano no consiste en que los conservadores hayan llegado al poder, sino que un magnate televisivo con una larga cola judiciaria lo haya hecho. Por desgracia, no todos los conservadores europeos son como Helmut Khol. Para tener una idea de la gravedad de la situación italiana, será suficiente decir que hubo varios momentos en los últimos años en que incluso Gianfranco Fini (líder de los postfascistas italianos) parecía tener rasgos de hombre de Estado frente a un Berlusconi con aires de predicador televisivo.
Una nota positiva: no obstante sus promesas de new beginning, ni Reagan en Estados Unidos ni la señora Thatcher en Gran Bretaña pudieron desmontar las, más o menos fuertes, redes del Estado social de sus países. Así que cabe la posibilidad que Berlusconi haga menos daño de lo que su campaña electoral anuncia. De cualquier manera, por las dudas, que Dios nos agarre confesados.