Grúas chinas

(Crónica desde el Imperio del Miedo)

Ugo Pipitone

Introducción con algo de Historia

Las que siguen son observaciones de un no-especialista, alguien que no habla chino y que, sin embargo, en el curso de algunas décadas, ha hecho de este país un interés (variamente entretejido con otros) que recorre el tiempo con diferentes intenciones e intensidades. Algunas veces en el centro de los acontecimientos, otras veces en una mayestática lejanía, China ha sido, y es, la incómoda concreción de otra historia. Un lugar real e imaginado, reflejo de ensoñaciones y temores que acompañan la historia universal hasta hoy.

Un espacio histórico de tercas continuidades en medio de rupturas y turbulencias a veces creadoras, a veces devastadoras, y otras, las dos cosas al mismo tiempo. Como si la historia real fuera la derivación accidental de un debate filosófico a distancia entre facciones neoconfucianas Tang, Song, Yuan, Ming, Qing o marxistas. Como un Gattopardo cíclicamente revolucionario. Un rostro que se oculta tras una variedad de máscaras, que cambia y sigue igual a sí mismo. Aclaremos de inmediato que estas páginas no serán (no podrían serlo) territorio de erudición sinológica sino una secuencia de impresiones recientes, un registro de diferencias y cercanías inesperadas: el temor de los chinos a broncearse, el binomio agua-bienestar, la calle Nanjing en Shangai, campesinos pobres en la periferia de las grandes ciudades, aire acondicionado, impuestos universitarios y demás. Impresiones, en parte, asociadas a un viaje reciente y, en parte, a una memoria desordenada y persistente.

Pero, antes de entrar en mérito, hagamos un recorrido rápido a través de los siglos para reconocer algunos de los hilos que se anudan y desanudan en una historia lejana que llega al presente de mil formas. Derrotando la cultura mongola sinizada que dominaba el país desde hace un siglo, la dinastía Ming (1368-1644) comienza su largo recorrido y cierra el país convirtiendo en delito el comercio con el exterior, como poco después harán los Tokugawa en Japón. Al mismo tiempo, debilita la tradición canónica de los letrados convirtiendo a los eunucos de corte en emisarios imperiales que alteran aceitados mecanismos, espacios, jerarquías y celos mandarinales. Entre luchas palaciegas y revueltas sociales (con simpatía de los intelectuales), llega a su fin el nuevo paréntesis de la mayoría étnica autodenominada Han.

En el lugar de los antiguos mongoles llega ahora otra etnia sinizada, la manchú. Otro proceso de incorporación del extranjero periférico que, como los mogoles, se vuelve restaurador de la tradición de los exámenes humanistas, los letrados funcionarios imperiales y el antiguo centralismo. Una dinastía Qing que vive su último tramo entre la explosión demográfica que presiona la agricultura tradicional, una corrupción que debilita el centro y refuerza los focos locales de poder, y las sucesivas guerras del opio que revelan la incapacidad de los últimos emperadores a resistir una coerción extranjera que domina sin poder ni ocupar físicamente ni, mucho menos, gobernar el país.

Una China que se resiste a Occidente mientras lo imita, antes, en las postrimerías del imperio manchú, con la revuelta Taiping (guiada por un ex alumno de misioneros cristianos que se proclama hermano menor de Jesús y anuncia una sociedad igualitaria) y después, con una República que, desde 1911, barre los escombros del imperio sin poderse realmente sustituir a él. Entre los jóvenes del Movimiento 4 de mayo (1919), que protestan por las arbitrariedades de Versalles, nace otra raíz de Occidente, que lo niega expresándolo, el marxismo político, el Partido comunista chino. Y poco después, la larga marcha de ese marxismo sinizado (el maoísmo) que coincide en gran parte con una aventura política que comienza en los soviet rurales del sur, entre los 20 y los 30 y concluye con la derrota de la Revolución Cultural, pasando por la proclamación de la República Popular China el 1° de octubre de 1949.

Desde ahí, otra historia con terratenientes expropiados y convertidos en pensionados de Estado con algo de dinero y pocas oportunidades para gastarlo, la industrialización como empresa de Estado, una secuencia de reformas agrarias que mejoran sustantivamente las condiciones de vida de campesinado y el brote de un nuevo injerto (esta vez, marxista) en una milenaria cultura imperial confuciana. En la segunda mitad de los 50, la campaña (Budapest inquieta a Mao) de las Cien flores (marchitadas un segundo después de haber brotado) y el desastre de esa aceleración de la voluntad que se denominó Gran Salto. La ruptura con la URSS, la normalización de Liu Shao chi (que sustituye a Mao en la presidencia de la RPC) y la nueva explosión de la Revolución Cultural (1966-69 ca.), que persigue un camino ni capitalista ni soviético y alienta el fervor utopista de millones de jóvenes y adolescentes convertidos en Guardias Rojos. El pasado se vuelve estorboso frente al nuevo futuro al alcance de la mano. Voluntades de poder y de justicia mezcladas con desvaríos milenaristas. Mao como Savonarola, pero él cruza el Yangtze, para demostrar que no es un viejo chocho. Y sus descendientes dicen hoy que lo hizo con una red que lo sostenía debajo del agua. Calumnias, naturalmente.

Hasta la nueva normalización (hoy) que, después de Mao, abre China al mundo y alienta uno de los episodios de crecimiento acelerado más notables del siglo XX. El PIB per capita se multiplica por diez veces, en términos reales, entre 1980 y 2003. Una apertura más lenta en el terreno político, con la matanza de Tien An Men (1989), ordenada por el mismo hombre que permite a China respirar los nuevos aires universales. Y desde entonces cientocincuenta millones de pobres menos, un crecimiento cercano a los dos dígitos, cuarenta canales de televisión en muchas de las grandes ciudades (incluida telenovelas mexicanas), 50 por ciento del PIB que viene del comercio exterior y carros lujosos por doquier. Fin de la historia; pasemos a la crónica.

Crónica con moralejas apresuradas

Antiguas cachetadas

Episodio ocurrido en 1995 a la salida de la Ciudad Prohibida: una mujer se acerca con la mano tendida a la turista y, como de la nada, se materializa un individuo que cachetea a la limosnera, que desaparece entre la gente. Ahora, 2004, habría que enrolar a miles de cacheteadores en defensa de la imagen virtuosa frente al visitador foráneo. La realidad se ha impuesto y los mendigos no son pocos, sin ser legiones. Ancianos y niños, sobre todo. Una duda: ¿la visibilidad de la miseria es un avance de la transparencia o una renuncia a cuidar las víctimas colaterales de la aceleración económica?

El orden escondido

Nada, tal vez, está más presente en mí que un libro leído y olvidado, incorporado y disuelto en un yo de geometría variable. Así es para todos: un saber mayor a lo que se conoce. Un antiguo sentido de orden se respira en China, donde la disciplina parece anclada a tenaces recuerdos olvidados. No se requieren formas exteriores de presencia obsesiva del Estado, para administrar algún orden que la gente, no obstante las apariencias, conserva y renueva. Un nosotros fuerte, para decirlo de alguna manera. A veces, demasiado, como Gao Xingjiang registra en La montaña del alma.

¿Qué ha hecho posible esos robustos reflejos civilizatorios? ¿La continuidad de una historia sin los traumas de un extendido coloniaje, un fuerte centralismo cebado de cultura confuciana por más de dos milenios, la conservación secular de un sentido de responsabilidad comunitaria frente a la Autoridad? Como sea, los policías de tránsito (y los uniformados en general), pulcros y hasta elegantemente vestidos, encarnan una dignidad colectiva evidente. Ese Estado puede sobrevivir a una matanza como Tien An Men, pero no podría hacerlo frente a una (demasiado visible) corrosión interna. Se afectarían las bases mismas de la legitimación social que vincula (en el empíreo de la memoria perdida) el poder con la virtud paternal. Y a uno, en medio de corrientes diversas, se le ocurre el peor escenario: 1,300 millones de habitantes gobernados por un Estado como el mexicano. En China hay mayores márgenes para la barbaridad institucional que en México, pero menores para que la corrupción y la ineficacia se vuelvan bolas de plomo permanentes en los tobillos del país.

Es frecuente, en el campo, ver bosquecillos de plantas jóvenes que una sapiente mano campesina protege con un entramado horizontal de bambúes para evitar que los árboles crezcan torcidos. La trama de varas abarca una estructura omnicomprensiva cuya fuerza no depende sólo de sí misma sino también de las raíces de cada planta protegida. ¿Qué es lo "externo", qué es lo "interno", en China?

Locuras pasadas y orgullos presentes

En Xi'an está el ejército de terracotta más famoso del mundo. Y, probablemente, el único. La locura de una dinastía que, veintidós siglos atrás, unificó políticamente a una cultura y, afortunadamente, no sobrevivió a su mayor figura, Qin Shihuang. El emperador que manda construir una obra que requerirá cuatro décadas, su mausoleo, donde, en algún momento trabajaron más de 700 mil seres humanos simultáneamente. Mismo que sentía una fuerte antipatía hacia los letrados confucianos (a quienes tumbaba el sombrero como forma de desprecio) y en general hacia los intelectuales (en una ocasión mandó enterrar vivos 700 de ellos) y que fue sepultado por un afectuoso hijo quien ordenó enterrar con el padre a más de diez mil de los constructores de su mausoleo. Esa lejana tragedia, con el tiempo convertida en belleza, se descubrió gracias a campesinos que buscaban agua, en 1974.

Aquello que fue locura de antiguos déspotas, se vuelve, como agua sucia filtrada por varias capas de roca y arena, orgullo presente. La hierática belleza de un ejército que cuida a su emperador dormido, terminó por imponerse sobre la conciencia de deber la propia primera unificación a un psicópata. Por caminos inescrutables, una vergüenza privada termina por volverse objeto de orgullo colectivo. Como las pirámides egipcias o mexicas o el Coliseo romano: el dolor y la estupidez que desaparecen frente a la costra material de belleza que dejan, como la bava de un caracol que recorre los siglos. El complejo museal alrededor de las tres fosas hasta ahora descubiertas, es de una glacial solemnidad neoclásico-oriental, con profusión de blancuras marmóreas. En las puertas de acceso al complejo, guerreando entre sí, decenas de niños venden reproducciones de los antiguos guerreros bajo la mirada no amigable de policías que, afortunadamente, refrenan sus impulsos de eliminar aquello que no corresponda a la dignidad pasada o presente. Real o imaginada.

Ming

Es nuestro guía y, más allá de los ecos imperiales, proviene de una familia de campesinos pobres dello Shaanxi. Es ingeniero químico, pero decidió volverse guía de turistas. Tiene un hijo a punto de intentar el examen de admisión a la Universidad de Beijing y está preocupado: si su hijo es admitido tendrá gastos futuros considerables, en caso contrario, vivirá más tranquilo pero probablemente su hijo no tendrá futuro.

A menudo, cuando Ming termina la descripción de algún acontecimiento del pasado, concluye del siguiente modo: la historia es así. Y bien a bien, nunca entiendo si eso significa para él que no hay nada más que decir o si es una forma de escepticismo frente a la tradición, una toma de distancia. Otra frase recurrente de Ming: cada cosa tiene dos páginas. Y aquí la ambigüedad se incorpora a la realidad. En los antiguos jardines chinos, la línea recta es desterrada en cumplimiento de una vieja convicción: el camino sin curvas es el del demonio. Las certidumbres iluminan sólo una página. Mejor las curvas que permiten leer fragmentos de las dos.

Ming recuerda cuando, todavía niño durante la Revolución Cultural, se la pasaba en grande en el tumulto interminable de una libertad tan excitante como novedosa. Y recuerda también a su padre, en la aldea, sentado en la calle y tocando por horas un instrumento en cuya melodía cantaba incansablemente "soy un reaccionario, un enemigo del pueblo", etc. Y los aldeanos que al pasar lo miraban, lo insultaban, algunos le escupían.

Grúas

Es el nuevo símbolo de China. El frenesí constructor que estremece este país desde hace dos décadas está lejos de apagarse y no es frecuente encontrarse en un lugar desde el cual no se divise el perfil de alguna grúa, pequeña o gigantesca. Las barcazas que, con una línea de flotación peligrosamente baja, transportan material de construcción por el Huangpo en Shangai forman un tráfago fluvial que no tiene mucho que envidiar a los coches en las vías elevadas de la ciudad. Un aire de furor constructivo se respira casi en todas partes. Pero, cada cosa tiene dos páginas. A mediado de 2004, la tasa oficial de desempleo es de 4.3 por ciento. Sin embargo, este dato no incluye el universo rural que, al incluirse, lleva el desempleo al 10 por ciento, circa. Con una tasa de actividad de alrededor de 50 por ciento, eso significa entre 60 y 70 millones de desempleados. He ahí el punto. Permitir que esta masa gigantesca se incremente podría convertirse fácilmente en un desafío de gobernabilidad. De ahí, a las dos conclusiones el paso es corto: 1. El crecimiento acelerado como condición de estabilidad política y 2. Los subsidios públicos a empresas del Estado para mantener el desempleo en límites socialmente tolerables.

El pragmatismo se ha vuelto aquí canónico. De una parte, se trata de crecer para generar nuevos puestos de trabajo mientras muchos otros son destruidos en el propio camino de la modernización. De la otra, privatizaciones demasiado extendidas podrían producir ganancias sectoriales de productividad a un costo excesivo: la menor legitimación de un orden público que necesita ubicarse en algún espacio intermedio entre la obligación del bienestar y la defensa de un orden social gobernable. El bajo costo de la mano de obra y las gigantescas entradas de inversión extranjera directa están lejos de explicar in toto dos décadas de crecimiento con duplicación de la economía cada seis o siete años. La modernización es aquí la formidable operación de un Estado que no podía contar sobre sus solos recursos para impulsarla y cuya estabilidad política requería (y requiere) un crecimiento paroxístico que, al mismo tiempo, lo legitima y lo amenaza.

La calle Nanjing en Shangai

Es un escaparate de la modernidad imaginada. El futuro que ya llegó, por fragmentos. A un primer tramo, cerca del Huangpo, poblado por un tráfico atronador de automóviles, sigue otro donde el espacio se ensancha y la calle se convierte en una isla peatonal. A los lados, entre viejos edificios de la edad de las concesiones extranjeras, ostentosas (en su lujoso minimalismo) tiendas de Bulgari y demás Petronios contemporáneos, una agencia Maserati-Ferrari, Pizza Hut, KFC y una patética tienda Rolex en medio de multitudes chinas que venden estos relojes casi en cada esquina. ¿Quién puede creer en China que el Rolex al pulso de alguien sea verdadero?

Un falso trencillo recorre esa arteria de muchos kilómetros, como un túnel del tiempo. De las ventanas se asoman los rostros de ancianos, parejas y niños, embelesados. ¿Qué decir? Aquello que para un hombre o una mujer de Occidente, es la incómoda costumbre cotidiana de aglomeraciones anónimas, consumismo, incertidumbre y una libertad de zapping, se convierte en sueño de estos chinos de los que uno se esperaba perspectivas más originales. En efecto, hasta ahora, China impresiona mucho más por las cifras del nuevo bienestar que por sus formas singulares. Y sin embargo, digamos al margen, mucha originalidad se conserva debajo de esta homologación de gustos y deseos.

Es frecuente, en la calle Nanjing, ser embestido por el aire acondicionado que sale de las grandes tiendas. Misma historia en restaurantes, estaciones de ferrocarril, hoteles, museos, etc. Es una enfermedad nacional poner el aire acondicionado al máximo en casi cualquiera ambiente público. ¿Rasgo de nuevos ricos que extreman el uso de la novedad? Lo que sea, el resultado es que, en verano, el consumo energético es elevadísimo.

Entre los jóvenes que van y vienen, algunos individuos andrajosos de ambos sexos recogen las botellas de plástico que dejan los transeúntes y las que, gracias al uso de un espejo, divisan en el fondo de los basureros sellados. En las calles aledañas, entre no infrecuentes vaharadas de fetidez, una China que se mantiene más cerca del estereotipo clásico: una multitud de tiendas y gente de cuclillas frente a las puertas, como muestra elocuente del problema del desempleo.

Ayer y Hoy

Simplifiquemos brutalmente. Antes, un mundo con un abanico salarial no superior a 1-10, o sea, ampliamente igualitario, con servicios (donde había) casi gratuitos, incluyendo la vivienda. Y un crecimiento superior a 6 por ciento entre 1965 y el comienzo de las reformas económicas en 1978. Después, o sea hoy, una explosión de crecimiento (arriba de 9% a lo largo de más de dos décadas), como si importantes residuos de vitalidad colectiva esperaran nuevas condiciones para desplegarse con la violencia conocida. Sin embargo, el resultado es que el grado de polarización se ha acentuado. Usemos el coeficiente de Gini como indicador de la desigualdad del ingreso. A mediado de los años 80, ese índice se situaba en 31 puntos, hoy llega a 45: un seco empeoramiento. La distribución del ingreso en China es hoy algo más polarizada que en Estados Unidos (41) y, sin embargo, bastante mejor que México y Brasil (respectivamente 55 y 59). Lo que, dicho al margen, no es un gran consuelo.

Cuando alguien aumenta el ritmo de la carrera, es inevitable que los otros participantes (voluntarios o no) comiencen a desgranarse entre los que quedan cerca de los punteros y los que se rezagan. Las nuevas formas de bienestar aparecen, aquí también, en medio de nuevas segmentaciones. El nosotros parecería comenzar a cuartearse primero en la sociedad y más lentamente en la cultura. Antes, el acceso a cualquier nivel de estudios no requería mucho más que la demostración del talento requerido de parte del estudiante que quisiera seguir siéndolo. Hoy, además de eso, se requiere dinero. En universidades como las de Beijing o Shangai los impuestos universitarios giran alrededor de 800 Euros al año. A lo que hay que añadir los gastos de manutención que, sin embargo, son relativamente reducidos. La educación, que fue factor de integración social, amenaza convertirse en factor de transmisión intergeneracional de nuevas segmentaciones. Recordemos de pasada que el PIB per capita, a paridad de poder de compra, está actualmente alrededor de 4 mil Euros anuales.

Hacer convivir el eje dominante de Ayer (la equidad) con el de Hoy (la productividad), sigue siendo el reto mayor para China ... y para el resto del mundo. Entendámonos, en el curso de las últimas dos décadas, ese país ha sabido sacar de la miseria 150 millones de sus habitantes: un dato sin precedente en la economía mundial. Sin embargo, la China que el resto del mundo necesita es una China que combina viejo y nuevo en equilibrios propios y más sostenibles respecto al canon occidental. Y aquí las novedades son menos frecuentes. Evidentemente, competir con el resto del mundo supone absorber no sólo sus tecnologías sino también sus formas de vida y sus aspiraciones. Sería intolerablemente pedante reprochar a China lo poco que de ella misma se ve entre rascacielos, automóviles y vías elevadas. Ningún país tiene la obligación de parecerse a la imagen que los demás tienen (o quisieran tener) de él. Pero, si China siguiera su marcha exitosa de emulación de Occidente, además de incrementar sus niveles de bienestar, en pocos años más rebasará a Estados Unidos como la principal amenaza a los ecosistemas mundiales.

Campesinos ricos, campesinos pobres

El agua y la cercanía al mercado son las discriminantes, sin mencionar, naturalmente, la disponibilidad de tierra. En Shaanxi, para señalar un caso, 300 personas que disponen en conjunto de 20 hectáreas. Y sin embargo, incluso aquí, el hambre ha sido superado aunque no sea raro ver decenas de campesinos pobres acuclillados en las aceras de la periferia de las ciudades en espera de algún trabajo.

Otro es el escenario cerca de la costa, donde el agua es abundante y uno pasa al lado de arrozales, maizales y huertas que no permiten ver el color de la tierra y entre pequeños embalses para la cría de pescado y moluscos. El cambiante equilibrio entre las variedades del verde y la calidad de las viviendas son signos inconfundibles de un nuevo bienestar. Como lo son las concesionarias de motos y de maquinaria agrícola. Muchos aquí combinan el trabajo agrícola con alguna clase de empleo urbano.

La tierra es uno de los pocos "bienes" que no son objeto de libre contratación en China. Con una población rural de casi 800 millones de personas, una sola desgracia le faltaría a este país: una reconcentración de la tierra que podría multiplicar la producción en algunas áreas a un costo social potencialmente inmanejable.

Piel oscura

No obstante el calor sofocante de julio y agosto, las piscinas de los hoteles están semivacías durante el día, aparte uno que otro turista u hombre de negocios. Más movimiento en la noche. Por otra parte, en el tráfico de las grandes ciudades, casi todas las mujeres, en bicicleta o en moto, se cubren los brazos y la espalda con una prenda ligera. Usan además, hombres y mujeres, una máscara de plástico oscuro que, sin proteger la cabeza, cubre todo el rostro. Los chinos temen broncearse. En un país que sigue siendo mayoritariamente campesino, pobreza y piel oscura son sinónimos, como en la Europa de hace un siglo. Inevitable que jóvenes y menos jóvenes traten de alejarse de un tiempo envejecido. Con el subproducto de un canon estético que es, inevitablemente, una forma de separación. A confirmar que el progreso no es el camino laico a la Virtud.