Ugo Pipitone
La historia se fue por otro lado y la izquierda se encontró súbitamente fuera de lugar. El atleta que creía estar a punto de ganar la carrera, descubre que el contendiente que parecía próximo a reventar (llamémoslo capitalismo), acelera el paso y se pierde a la vista, dejando al desconcertado ex-futuro ganador en la incómoda posición de entender cómo fue que una victoria segura se convirtió en su contrario.
¿Qué ocurrió? Además de reconfirmar que nadie da órdenes al futuro (como decía Canetti de Hitler), dos cosas: el capitalismo estaba más vivo de lo que parecía a mediado de los 70 (entre cambios flexibles y la primera recesión global de la posguerra) y el comunismo, más enfermo de lo que creía mientras, al mismo tiempo, el vietcong entraba triunfalmente en Saigón. La historia prevista no se cumplió tampoco por la socialdemocracia que suponía una continua expansión de la cobija del Estado de bienestar. Y mucho menos, por el lado del sorpasso que la URSS (en cumplimiento de las leyes de la Historia) debía efectuar frente a Estados Unidos. En paréntesis: Rusia entra al siglo XXI con un PIB inferior al de México.
El futuro pensado se disolvió frente a los renacidos espíritus animales del capitalismo. Y además, caído el sueño autoritario de un mundo nuevo construido a empellones y a casi cualquier costo humano, las virtudes de la democracia (no obstante sus achaques) no podían sino valorizarse. No era, y no es, poca su ventaja sobre el "socialismo real": la capacidad de producir estabilidad sin reprimir el conflicto, sin enyesar las sociedades en algún culto obligatorio.
Y el mundo en lugar que simplificarse se complicó entre avances tecnológicos, globalización, nuevas necesidades y nuevas exclusiones. Las separaciones se vuelven más fluidas y pasan a menudo tanto fuera como dentro de las personas. Los juegos se complican, como un pasar del blanco y negro al color. Las tradiciones que aseguraban continuidad se debilitan y la predecibilidad de los comportamientos se reduce. El azar se refuerza sobre la inercia. Pero, en realidad, las cosas han cambiado en un sentido más radical. A partir del momento en que el calentamiento del planeta se vuelve una seria amenaza a la biodiversidad y, en la sustancia, a la vida misma, la "lucha de clase" necesita dejar de ser el núcleo central de la cultura de izquierda, socialista o no. De pronto, nos enfrentamos a una pregunta inesperada: ¿cómo incrementar el nivel de bienestar de la población mundial sin que, la extensión de un modo de vida, desde hoy insustentable, amenace la supervivencia colectiva([1])? Una pregunta que no brota de algún enfebrecimiento ideológico, sino de un ineludible reto colectivo. Un reto que, razonando con el machete en la mano, puede tener dos posibles evoluciones (además de sus múltiples e impredecibles variantes).
Primera: el mundo va hacia una reactivación de largo plazo de sus economías menos desarrolladas y se enfrenta a la extensión masiva de un modelo de vida (de producción, consumo y demás) que desde ahora amenaza los mayores ecosistemas planetarios. En las condiciones tecnológicas actuales (con el 80 por ciento de la energía proveniente de los combustibles fósiles), la miseria de la gran mayoría de la población mundial se ha vuelto una condición de viabilidad ecológica del planeta: un ingrediente sistémico. O sea: sostenibilidad vía exclusión.
Segunda: el mundo no va hacia una reactivación de largo plazo de sus economías menos desarrolladas y entre población crecida, mayor polarización social e inestabilidad política, el terrorismo podría volverse un fenómeno portador de retrocesos culturales globales. Nada garantiza que la democracia sabrá resistir al doble impacto de una guerra santa endogenizada y de la consiguiente paranoia colectiva que podría legitimar el estrechamiento de las libertades en nombre de la seguridad.
A menos de milagros científicos próximos, el presente es ambiental y socialmente insostenible y el futuro no es dicho que esté ahí. Éste es el escenario que exige un salto de conciencia tanto en la capacidad para entender como en la capacidad para imaginar nuevos caminos de cambio social que hagan compatibles bienestar y ambiente. Las cabezas que permanecen ancladas al futuro que no fue, nostálgicas de certezas envejecidas, se convierten así en un lastre colectivo; una forma para disipar energías sociales hacia batallas perdidas, mientras el terrorismo avanza, los bosques retroceden, la población aumenta y el dióxido de carbono sigue alterando la química de la atmósfera hasta el límite de activación de consecuencias irreversibles.
Cualesquiera que sean sus perfiles después del huracán contemporáneo, la izquierda se enfrenta al reto intelectual y político de repensar la modernidad (y la propia inserción en ella) en momentos en que sus éxitos se revelan como amenazas colectivas, globales. Es frente a estas perspectivas que la ética de la justicia (la ética de la izquierda) puede convertirse en una trampa autocomplaciente si avanza en medio de una visión que no reconoce los datos originales del presente y sus disyuntivas y que tiende a concebir la novedad como conspiración imperialista, neoliberal y demás satanismos que legitiman a menudo una indigerible generalidad. La ética es obviamente esencial para recordar que si los últimos son olvidados y los primeros se envuelven en una riqueza que produce menor bienestar, algo seriamente enfermo ocurre en Dinamarca. Algo que amenaza la biodiversidad y, de paso, la vida, además de su calidad. Sin embargo, cuando la ética se vuelve simplificación moralística de la complejidad y embellecimiento del minoritarismo de la virtud, entonces algo está mal también en la izquierda.
El retorno de eticidad de estos años en amplios sectores de radicalismo de izquierda es ciertamente una reacción frente a la retórica del mercado que arregla todo y lo que no, es que no se puede arreglar. Pero hay a menudo como una sensación de derrota inconscientemente reconocida que ya sólo deja espacio para una especie de testimonio cristiano de alteridad ética. Cuya dignidad (más allá de Black Block y similares delirios posmodernos) no puede ocultar un pavoroso retardo cultural (en ideas y en prácticas colectivas) frente a las necesidades del presente. Ayer, un rasgo importante de la izquierda en varias partes del mundo era su inteligencia, su capacidad de crítica. Sartre y Fanon, Delors y Mitterand, Benjamin y Brecht, Gramsci y Togliatti, Mao Tse tung y Nerhu, Palme y Brandt, Mariategui y Revueltas, los distintos padres de las diferentas izquierdas de nuestro tiempo, no obstante sus polémicas cruzadas, tenían algo en común: la inteligencia. Hoy, en muchos espacios de izquierda, la inteligencia del pasado parecería haber sido sustituida por una eticidad más encendida. Y no es del todo seguro que sea un paso adelante.
El antiamericanismo es un dato histórico relativamente reciente en la cultura de izquierda. Simplificando, una herencia de la guerra fría. Sin embargo, pocos rasgos se han enraizado más sólidamente. ¿Qué resultó de EU tan odioso a los ojos de la izquierda y, en especial, de sus sectores más radicales? La injerencia (armada y no) en los asuntos de otros países; el apoyo mundial a los grupos más conservadores capaces de garantizar (a, casi, cualquier costo) una eficaz acción anticomunista; el contraste entre los ideales democráticos proclamados y una realpolitik global de gran potencia. Una gigantesca masa de intereses económicos y políticos entretejida con una estela de golpes de Estado contra gobiernos democráticos (desde Mossadegh a Allende, por lo menos) para defender la democracia. Demasiada violencia y obtusidad conservadora, demasiadas lecturas simplificadas del mundo y demasiada arrogancia.
Pero hay más que eso. A lo largo de décadas la antipatía hacia EU (el "yankee go home" fue casi un bautismo para las generaciones de la segunda posguerra) se debió también a algo que nada tiene que ver con la política exterior o con la guerra fría. La sola existencia de este país era (y sigue siendo) la prueba probada de la recurrente vitalidad de un capitalismo que, en opinión de Marx, ya había creado, con el proletariado, su enterrador. Sin embargo, y con toda evidencia, en EU el capitalismo daba claras muestras de resistencia a ser enterrado ni, por otra parte, el proletariado estadunidense parecía muy interesado en la superación revolucionaria del sistema([2]). "América" como una presencia teóricamente incómoda que cuestiona las predicciones de Marx y, mucho más, las de Lenin acerca de fases supremas más allá de las cuales sólo la decadencia sería históricamente comprensible. En fin, una presencia embarazosa para una cultura revolucionaria en gran medida indisponible a entender los mecanismos de legitimación del bienestar y, menos aún, a entender un capitalismo que, según los libros, debía encaminarse a su agotamiento dinámico mientras en la realidad no parecía (ni parece) exactamente así.
Pero, pasemos de los orígenes del antiamericanismo a tiempos más recientes. Debería haber sido evidente que después de la caída de la URSS y la aparición de nuevos retos epocales([3]), EU debería haber comenzado un gran viraje en su política exterior e inaugurar una nueva relación con el mundo y, sobre todo, con aquella parte que de sus políticas previas (dictadas por el contenimiento del comunismo) había derivado las peores consecuencias. Nada de eso ocurrió. Las inercias imperiales surgidas en un mundo después desaparecido, resultaron más fuertes que la percepción de los nuevos desafíos. Y el terrorismo llegó a reforzar el síndrome de un país que, incluso después de desaparecida la URSS, sigue pensándose como castillo de virtud, campeón de Occidente y centro del orden mundial. Hasta Kissinger llega a percibir la distancia creciente entre las nuevas complejidades del mundo y una política estadunidense que no parecería haberse enterado de sus limitaciones para intervenir en todo lado sin ser parte de grandes acuerdos globales y regionales. Kissinger propone el tema como necesidad de volver a ser un país "normal" o, mejor dicho, algo parecido a lo que EU era, en el contexto global, antes de la segunda guerra mundial([4]).
Casi por regla ahí donde EU interviene fuera de sus fronteras, considerando la masa de rencores y el descreimiento sobre sus (eventuales) buenas intenciones, a menudo resulta ineficaz o cataliza nuevas oleadas de antiamericanismo, y no sólo en la izquierda. La centralidad estadunidense se paga hoy en términos de agudización de factores de turbulencia global. El mundo necesita pasar de la hegemonía (y unilateralidad) estadunidense en política internacional a nuevos esquemas regionales y globales de gobernabilidad democrática. Se ha abierto (sobre todo desde la Unión Europea y no obstante incertidumbres y timideces) una batalla política global y de largo plazo para que EU deje de ser el centro político de las decisiones que condicionan la marcha del mundo. Una larga batalla, de éxito incierto, que tendrá que hacer las cuentas con los actuales factores de hegemonía global de EU: el dólar, la fuerza militar y la supremacía tecnológica.
Pero, como es evidente, una cosa es la necesidad de envolver EU en compromisos globales que reduzcan sus decisiones unilaterales y otra, el antiamericanismo. Una cosa es la necesidad (para bien de todos, incluido a EU) de reducir el peso relativo de este país y envolverlo en tramas colectivas vinculantes, otra cosa es convertirlo en un mal global que, en los sectores más arcaicos de la cultura de izquierda, puede incluso llegar a legitimar a algunas de las dictaduras más repulsivas del planeta.
El antiamericanismo constituye un residuo cultural del pasado político que produce en el presente simplificaciones y ambigüedades que no ayudan amplios sectores de izquierda a vivir los nuevos tiempos y sus inéditos retos culturales y materiales. Este humilde escribiente aún recuerda las palabras de Baudrillard... que consideraba el 11 de septiembre el más hermoso espectáculo aerodinámico en décadas. ¿De cuales delirios colectivos surge ese trastorno filosófico? Este es el peligro, perder de vista que EU es una gran (292 millones de habitantes) democracia (gravada por los achaques de todas las democracias contemporáneas) con una política exterior catastróficamente neo-imperial. En la lógica por la cual los enemigos de mis enemigos son mis amigos, puede incluso ocurrir que personajes impresentables (Saddam Hussein como modelo) adquieran semblantes de Robin Hood justiciero. Con las consecuencias predecibles en el terreno de la cultura democrática de amplios sectores de izquierda en diversas partes del mundo.
He ahí uno de molinos de la locura del presente: un presidente como Bush, con su incapacidad para entender la urgencia del cambio en el rol internacional de su país y con el complemento de una considerable obtusidad moralística, no puede sino extender el antiamericanismo y llevarlo a límites no alcanzados desde la guerra de Vietnam. Uno mira al desastre de las relaciones judíopalestinas y comienza a pensar en la posibilidad de que ese modelo (de locura retroalimentada) no sea la embarazosa sobrevivencia de una arcaica cultura tribal-pastoril de ojo por ojo sino el anuncio de un futuro global posible, incluso probable.
El nacionalismo es hoy, razonando en forma abstracta, otra modalidad del retardo de comprensión y de renovación cultural. Las novedades del presente no provienen sólo de la innovación tecnológica, de la espada de Dámocles ambiental y del terrorismo que avanza entre viejos odios (el renacimiento del infiel) y nuevos instrumentos. La otra novedad es la Unión Europea, como anuncio de una ampliación de los sentidos de pertenencia e, inevitablemente, de solidaridad entre países cercanos. Anuncio de un camino hacia fuera de la piel del Estado nacional que hasta hace no mucho parecía la estación final de la historia. Que el ejemplo europeo haya comenzado a condicionar los comportamientos del resto del mundo es más que evidente en experiencias como NAFTA, Mercosur, APEC, etc.
Siguiendo a Daniel Bell, el Estado nacional se ha vuelto demasiado pequeño frente a los nuevos retos globales y demasiado grande frente a las necesidades del gobierno local; en sus palabras "un desajuste de escala"([5]). Y mientras las fronteras se hacen más porosas (entre libre comercio, mercados financieros ubicuos, Internet y demás) la Unión Europea está allí como laboratorio de inéditas estructuras políticas posnacionales; un pacto de bienestar a favor de los miembros más pobres y menos competitivos, un ancla democrática colectiva y un reto institucional.
Si la corriente siguiera el rumbo que lleva, no sería audaz predecir un mundo dominado por las relaciones y las tensiones entre tres grandes regiones plurinacionales en proceso formativo (obviamente, con diferentes características y tiempos): Europa, Asia oriental y América del norte. Ahí están las principales energías tecnológicas, económicas y militares de la actualidad y del futuro predecible. Y es al interior de cada uno de estos espacios histórico-geográficos, donde se perfila el reto de extender y reforzar los sentidos de pertenencia en la ola de la mayor interdependencia económica recíproca. Una nueva frontera para la cultura de izquierda, que supone acelerar la formación y definir los contenidos de la creciente cooperación-integración entre países cercanos. Una frontera abierta hacia nuevos equilibrios entre las mejores tradiciones de cada participante y hacia la posibilidad de emprender acciones (tanto en el terreno ambiental como en el de la solidaridad intra e interregional) que sobre bases nacionales no serían posibles. Cuando conserva un espíritu de identidad exclusiva en la cultura de la izquierda, el nacionalismo agiganta el riesgo de quedar al margen de las fuerzas que moldean el presente. La mayor interdependencia entre países cercanos supone, para cada uno de ellos, una revisión de las propias fuerzas y debilidades y una mayor disponibilidad a criticar sí mismo reduciendo el peso de la autocomplacencia nacionalista.
La izquierda del futuro, suponiendo que haya futuro y que haya izquierda en él, tendrá, por lo menos, cuatro grandes campos de batalla, donde guerrear con el otro mientras se define a sí misma:
-el ambientalismo, o sea, el reto de pensar y construir nuevos equilibrios entre hombre y naturaleza,
-el cambio de formas de vida (de producción, de consumo y de transporte) que se han vuelto insostenibles,
-la construcción de un nuevo orden global capaz de mayor solidaridad con el tercer mundo y menor centralidad estadunidense y
-la ampliación de los sentidos de pertenencia que el regionalismo de estos días convierte en una posibilidad histórica concreta.
Perder este cuarto terreno de redefinición de una cultura de izquierda que pretenda estar al paso con las mejores posibilidades que se abren en el presente es un acto de autolesionismo que la sacralidad retórica del nacionalismo no redime.
Generalicemos de entrada: ambientalismo como descubrimiento de la insustentabilidad del capitalismo, en sus formas actuales. Ya no se trata de las predicciones más o menos catastróficas asociadas a crisis económicas, crisis sociales o guerras, sino de reconocer que si una forma de producción y de consumo se extendiera al mundo entero, en las actuales condiciones tecnológicas, las consecuencias ambientales serían fatales.
En el lado derecho de la cultura y política internacionales, la idea central no es mucho más que un acto de esperanza: ciencia y tecnología llegarán a tiempo para evitar que el bienestar se convierta en un suicidio planetario. Así ha sido en el pasado y así será en el futuro. Sin embargo, el problema de la actualidad es algo más complejo que el desarrollo de los fertilizantes químicos asociado a la insuficiente oferta de guano. Como humanidad estamos amarrados a los combustibles fósiles hace siglos. ¿Quién o qué puede garantizarnos que nuevas fuentes de energía (renovables, limpias y económicamente viables) llegarán a tiempo para evitar desastres ambientales mayores que los actuales? Las fuentes del optimismo están ligadas a la lectura del pasado: el séptimo de la caballería siempre llegó a tiempo para salvar la caravana de colonos de los peligros que la rodeaban. En realidad, no hay muchas razones para suponer que el mecanismo de reto y respuesta funcionará siempre, como, mal o bien, ocurrió en el pasado. Y es obvio que si la tecnología no hiciera posible pronto producir más y contaminar menos, tocará a la izquierda (con menor confianza en los automatismos virtuosos del mercado) producir las ideas, propuestas, presiones y luchas para abrir espacios a nuevas experiencias (de producción y, en general, de organización de la vida colectiva) capaces de hacer compatible bienestar y ambiente. Tocará a la izquierda la lucha esencial para reducir el peso de las razones de la economía e impulsar nuevos equilibrios entre bienestar y ambiente y entre riqueza y bienestar.
La historia política bisecular de la izquierda parece sintetizarse en tres ciclos: uno dominado por la crítica del despotismo, otro por la "crítica de la economía política" y el actual, en fase formativa, por la crítica a la insostenibilidad de un presente en que confluyen y se refuerzan recíprocamente los efectos de industrialización, consumismo y explosión demográfica. Hemos pasado de las grandes batallas para los derechos civiles a las batallas redistributivas hasta una actualidad en que ambientalismo y equidad más que ser impolutas banderas ideológicas se vuelven atenciones pragmáticas que, sin anunciar futuros paradisiacos, se proyectan a nuevos equilibrios entre necesidades de producción y de defensa del ambiente. Sin fórmulas redentoras o definitivas y sin agentes sociales encarnación de las virtudes colectivas deseadas.
El ambientalismo, espacio crítico para cualquier izquierda contemporánea, va mucho más allá del antiguo conservacionismo. Conservar la naturaleza ha dejado de ser suficiente en estas postrimerías de la edad industrial; ya no se trata sólo de sustraer fragmentos del planeta a una explotación económica tan racional como irracionales son sus consecuencias sobre la vida de todos, se trata de construir (sin disponer de modelos abstractos de segura eficacia) caminos en los cuales, sin perder competencia e innovación, la economía incorpore necesidades colectivas de nuevo tipo. Muchos temas se ponen en el tapete con fuerza sin que hasta ahora podamos decir de haber encontrado fórmulas viables de solución. Mencionemos tres: el transporte urbano, fuente mayor de contaminación y de calentamiento planetario; el consumismo, que refuerza una patología individual, con desastrosos efectos ambientales, en una condición de salud económica colectiva y, finalmente, un modelo de modernidad agrícola con graves efectos contaminantes por el uso masivo de fertilizantes minerales (más de 500 kilos por hectárea en países como Holanda) y con efectos aún peores en términos de pérdida de biodiversidad.
En el último medio siglo, el porcentaje de aquellos que se dicen muy felices en Estados Unidos pasa de 40 a 30 por ciento; un periodo durante el cual el PIB per capita (a precios constantes) casi se triplica.
En Occidente, en los últimos 50 años las personas no se han vuelto más felices. Son más ricas, trabajan menos, tienen vacaciones más largas, viajan más, viven más y son más saludables. Pero no son más felices([6]).
Hace algunos años, con Christopher Lasch, descubrimos la rebelión de las elites, ese proceso de desreponsabilización, para decirla brutalmente, de los dirigentes frente al destino de los dirigidos([7]). Ahora, con Robert Putnam, descubrimos que no son sólo los poderosos a desinteresarse de la gente, sino que es la gente misma en un proceso de desetructuración de nexos sociales y contracción de la participación ciudadana([8]).
Como de costumbre, EU anticipa fenómenos que después caracterizarán, aunque sea en distintas formas, otras partes del mundo. Concentrándonos en los países más desarrollados (donde vive uno de cada seis habitantes de este planeta) el escenario puede sintetizarse así: más riqueza y menores ganancias colectivas de bienestar, o sea, de satisfacción con la propia existencia. Según encuestas realizadas en varios países en las últimas décadas, ocurre lo siguiente: la cuota de población que se declara feliz aumenta con el ingreso medio (y más que proporcionalmente que éste) hasta alrededor de 15 mil dólares anuales; de ahí en adelante, el aumento del ingreso ya no produce efectos de bienestar significativos. Países con promedios de ingresos tan distintos a fines del siglo XX, como Estados Unidos (29 mil dólares), Nueva Zelanda (16 mil) o Puerto Rico (11 mil), registran índices de felicidad similares([9]). Evidentemente, con el incremento de la riqueza, han aumentado en las sociedades contemporáneas factores de malestar que van de la mayor frecuencia de varias formas de depresión a la inseguridad asociada con una mayor delincuencia, del alcoholismo al incremento de las familias unicelulares (la experiencia masiva de la soledad), de la precariedad laboral a la insatisfacción con el propio trabajo, etc. Moraleja: el tiempo contemporáneo no registra sólo la crisis de la relación bienestar/ambiente, sino también la rasgadura del vínculo riqueza/bienestar.
Nuestros actuales estilos de vida nos abren a libertades y potencialidades inimaginables hace sólo una generación atrás; sin embargo, la relación entre más riqueza y más bienestar se ha desgastado. Lo que nos entrega a un tema que más complejo sería difícil imaginar: repensar el papel y el peso específico de la economía en la actualidad nacional y global. Si es cierto que un PIB per cápita de 15 mil dólares anuales constituye la frontera genérica más allá de la cual el vínculo riqueza/bienestar parece debilitarse, debería resultar evidente que el crecimiento económico sigue siendo una urgencia para los países más pobres mientras, para los demás, la nueva urgencia consiste en redefinir formas colectivas de convivencia y de bienestar.
La riqueza, aparentemente, ha dejado de producir los rendimientos de bienestar del pasado y alimenta desastres ambientales que empujan hacia un futuro cargado de nubarrones plomizos. Así entramos al siglo XXI: descubriendo los rendimientos decrecientes (en términos de bienestar) de la riqueza y las diseconomías ambientales de la misma. Varias piezas fundamentales de nuestro presente requieren ser modificadas, alguna necesitan ser remplazadas mientras otras más tendrán que construir entre sí nuevos entramados. Un reto para la inteligencia, que se enfrentará a inercias, intereses socialmente enraizados y varias fórmulas ideológicas de automatismo virtuoso. Y, obviamente, sin garantías de éxito.
Ciertamente el reformismo también tiene sus cadáveres en el armario, a comenzar, por lo menos, de aquellos créditos de guerra que, desde Lenin, convirtieron al principal teórico de la socialdemocracia en el "renegado Kautsky". Quien no tenga cadáveres en el armario (y fantasmas en la cabeza) que lance la primera piedra. Sin embargo, lejos de las simplificaciones revolucionarias, el reformismo no es ni un universo homogéneo ni, necesariamente, una voluntad de adaptación y de disolución en el escenario. Reforma es voluntad de cambiar el capitalismo desde la democracia, aceptación de que nadie dispone de fórmula definitivas y exclusivas de bienestar para todos; voluntad de abrir espacios a nuevas formas de vida y de solidaridad. Reformar significa aceptar ser parte y no portador externo de alguna verdad ideológica, religiosa o étnica exclusiva y definitiva.
Concluido (más en la realidad que en muchas cabezas) el ciclo histórico del comunismo, cerrada una perspectiva en que se pensaba que el capitalismo pudiera ser tomado por asalto, no queda más que reconocer que aquello que no puede ser "superado" (en nombre de una ingeniería social alternativa), puede en cambio ser reformado incorporando en sus comportamientos variables ambientales y sociales ineludibles. Sin embargo, el escenario se ha complicado respecto al viejo reformismo. Había ahí una percepción del tiempo como variable continua e indefinida. Los progresos sucesivos incorporaban a las estructuras productivas un cuerpo de nuevos derechos sociales. Esos dos elementos se han modificado. Por un lado, el tiempo se ha vuelto variable determinante frente a la acumulación de las presiones demográficas y ambientales y, por el otro, ya no se trata sólo de añadir nuevos derechos a una maquinaria productiva y a prácticas de consumo que quedan inalteradas, sino de repensar (local y globalmente) aquella maquinaria y estas prácticas. Anthony Giddens dice:
Extendidos cambios en estilo de vida combinados con la necesidad de desenfatizar una continua acumulación económica, serán casi ciertamente necesarios si queremos minimizar los riesgos ecológicos que enfrentamos en el presente([10]).
Desenfatizar la economía significa detener por un instante la carrera de la riqueza y emprender una reflexión crítica sobre sus formas; lo que supone el contagio recíproco entre acuerdos globales y experiencias locales tan ambientalmente sustentables como socialmente vivibles. Un camino donde la necesidad de revertir varias de las tendencias críticas del presente supondrá la apertura a nuevos espacios de solidaridad (hacia adentro y afuera)([11]) en un ciclo histórico en que la combinación de las oleadas ambientales y demográficas podría producir daños incalculables a la convivencia y a los grandes sistemas ecológicos. La invención, el proyecto que cambia el presente subsistiendo en él, necesitan robar espacio al mercado además de crear otros mecanismos de selección cultural.
En décadas recientes el capitalismo ha dado un salto considerable en eficiencia (beneficiándose de la innovación técnico-científica y de una maduración civil que produce cada año números históricamente inéditos de científicos), pero nada comparable ha ocurrido en el terreno de la invención social y política. Adaptarse al contexto tecnológico y competitivo global no significa renunciar a reorientarlo. La marejada alta de una economía que permea casi todos los espacios de la vida individual y colectiva, necesita retroceder para dejar más espacios a nuevas formas de dirigibilidad democrática y a espacios de vida en que los vaivenes del mercado queden amortiguados. Civilizar el mercado, en el fondo, siempre ha sido la encomienda.
Sin embargo, reducir los espacios a la economía porque hace daño a la naturaleza y al individuo, es una buena (e ineludible) idea a condición que se perciba su parcialidad. El movimiento necesita ser doble: desenfatizar la economía en las áreas de la subsistencia (de cualquier manera sea definida), crear experiencias laborales desligadas de actos mercantiles requiere que, al mismo tiempo, la economía sea re-enfatizada en los espacios innovativos de los cuales dependan respuestas eficaces a los nuevos retos ambientales. Un paso doble: hacia la consolidación de espacios protegidos del mercado y, al mismo tiempo, hacia la acentuación de los incentivos a la innovación. Nunca la ciencia ha sido tan importante para sacar al buey (nosotros) de la barranca energética en que ha caído. Se trata que los mercados sean impulsados, por un lado, hacia la explotación de nuevas, más sofisticadas y potencialmente dinámicas necesidades y, por el otro, hacia la innovación tecno-científica. Redirigir señales que acentúen el vínculo entre beneficio de empresa e innovación mientras se debilita el otro vínculo: entre beneficio y producción de masas. Como una diferencia entre índices tecnológicos y demás. El capitalismo necesita asentar espacios colectivos de mayor seguridad (y mayor bienestar en el mundo en desarrollo) mientras se lanza a nuevas empresas capaces de proyectarlo al futuro y vincularlo con su raíz (más o menos mítica): el espíritu de aventura; la exploración de nuevas oportunidades.
No estamos sólo al final de una edad energética que se demora en salir de sí misma, sino posiblemente también al final del largo ciclo de un estilo de vida que ha dejado de ser factor seguro de bienestar. El individualismo posesivo-consumista también emite humos tóxicos. La única racionalidad de un comportamiento ilimitadamente posesivo es que la acumulación de riqueza produzca mayor bienestar. Sin embargo, como hemos visto, más ha dejado de ser sinónimo de mejor. Repensar el presente (tanto local como globalmente) desde esta toma de conciencia constituye el reto sustantivo de una izquierda que necesita construir en lo cotidiano alternativas viables. El mundo necesita nuevas proyectualidades, nuevas fronteras colectivas visibles y nuevas articulaciones de Yo y Nosotros. Una izquierda declarativa y sin conciencia de sus responsabilidades globales, sin la capacidad para expresar la pluralidad de necesidades que requieren nuevas arquitecturas de relaciones, se convierte, queriéndolo o no, en una especie de sabio (y aburrido) anciano que nadie, en realidad, escucha. Deo gratias.
En el subdesarrollo, todo es más complejo. La lista de desgracias es obviamente larga: poca productividad, mucho desempleo o semi-empleo y la dificultad de competir en los mercados internacionales en bienes que los países desarrollados deberían dejar atrás en formas más aceleradas para bien de un mejor equilibrio económico global. Moraleja: la lentitud de la aparición en el mundo desarrollados de oportunidades de trabajo no estrictamente vinculadas con el mercado obliga a conservar en vida actividades que reducen las oportunidades de crecimiento para aquellos que necesitan vitalmente crecer para absorber una creciente oferta de trabajo. A lo cual tendríamos que añadir el desastroso estado de la administración pública en la mayoría de los países en desarrollo. Más que la deficiencia de capital, el factor de atraso más poderoso y persistente. Y es aquí donde la izquierda, cuando existe, muestra a menudo un radicalismo ético considerablemente superior a la capacidad para generar formas nuevas de organización, de lucha y de propuesta para avanzar concretamente hacia mayor equidad y mayor responsabilidad ambiental. Las dificultades son gigantescas. Antes no sabíamos como repetir las historias del desarrollo de los países más avanzados, ahora sin haber encontrado una respuesta a la vieja pregunta, se añade otra: ¿cómo desarrollarse evitado los efectos ambientales que el desarrollo tuvo y tiene en los países más desarrollados? Hic Rodhus, etc.
Una observación final sobre México. En la actualidad circulan en la Ciudad de México 4.5 millones de automóviles y esta ciudad está entre las megalópolis más contaminadas del planeta. ¿Qué ocurrirá cuando nuestro índice de motorización avance arrastrado por un mayor crecimiento? ¿Podrá esta ciudad sobrevivir a sí misma cuando circulen 8 o 10 millones de automóviles? Probablemente sí, sólo queda por definir el costo para sus habitantes. Y para colmo de desgracia, el DF tiene un alcalde de izquierda que piensa solucionar el problema del transporte urbano construyendo segundos pisos a la vialidad existente, o sea, estimulando aún más la demanda de transporte privado. Una izquierda que debería producir ideas produce segundos pisos. He ahí, en forma casi plástica, el tamaño de nuestros retardos.
[1]. Dicho de otra forma: antes no sabíamos cómo salir del atraso, ahora "salir del atraso" podría configurar una amenaza ambientalmente insostenible. O sea, antes, el Tercer Mundo no sabía cómo imitar exitosamente las experiencias de los países más desarrollados; ahora, imitar esas experiencias (del punto de vista de las formas de producción y de consumo) sería una catástrofe.
[2]. Excluyendo a la IWW, al movimiento negro en tiempos del Black Panther Party y no mucho más. V. Seymour Martin Lipset, "American Exceptionalism Reaffirmed", en Byron E. Shafer (comp.), Is America Different? Clarendon Press, Oxford 1991.
[3]. Para intentar un listado notarial: del fundamentalismo islámico y sus posteriores derivaciones terroristas a la explosión demográfica, de las nuevas formas de criminalidad global a los grandes flujos migratorios, de la crisis del desarrollo del tercer mundo (y relativas guerras locales) a los nuevas emergencias ambientales.
[4]. Henry Kissinger, La diplomacia, FCE, México 1995 (Ed.or.: Simon and Schuster, Nueva York 1994), p.759.
[5]. Daniel Bell, The World and the United States in 2013, Daedalus, n° 3, vol.116, 1987, p. 14.
[6]. Richard Layard, Happiness: has social science a clue? (Lecture 1), London School of Economics, 3 marzo 2003, p. 14.
[7]. "The new class...has little sense of ancestral gratitude...It thinks of itself as a self-made elite owing its privileges exclusively to its own efforts (...)Their snobbery lacks any acknowledgment of reciprocal obligations between the favored few and the multitude", Christopher Lasch, The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy, W.W.Norton, New York 1996, pp. 39, 44-5.
[8]. Robert Putnam, Bowling Alone, Simon and Schuster, Nueva York 2000. La pérdida de cohesión comunitaria es vista por Putnam como el resultado de varios factores: la presión de dos carreras profesionales en cada familia, los procesos de suburbanización, televisión, Internet, etc.
[9]. Richard Layard, Op. cit., p.18.
[10]. Modernity and Self-Identity, Polity Press, Cambridge, UK, 1991, p.222.
[11]. De ahí el valor de la Unión Europea: un movimiento que confunde "adentro" y "afuera" en un proceso que no avanza por decretos (aunque, en ocasiones, sean necesarios) sino a través de complementaciones y ventajas recíprocas, lo que supone el aumento del costo para quien quede al margen de esa mancha histórica en movimiento. Cfr. de este autor, Ciudades, Naciones, Regiones, FCE, México 2003, p. 262s.