Ugo Pipitone
Probablemente no haya un solo ciudadano en este país (incluidos los honorables congresistas) que no piense, o no sienta el deber de informar a vecinos, amigos y colegas, que el formato del Informe presidencial es obsoleto. Dejemos en paz a la señora de Guadalupe, pero es probable que sobre pocas cosas haya más consenso hoy en México. ¿Cómo es posible, entonces, que el Congreso no pueda aún proponer al país un formato menos enyesado y más respetuoso para la inteligencia de los mexicanos? Si los honorables congresistas no son capaces de remover una obsolescencia tan trivial, ¿es sensato suponer que sepan orientar el país hacia fuera de sus deformaciones y retardos históricamente acumulados?
En todas las encuestas mundiales sobre percepción ciudadana del Estado, su eficacia o niveles de corrupción, México aparece siempre muy por debajo respecto al lugar que ocupa por la riqueza que produce, por su aporte al comercio mundial e, incluso, por sus valores de PIB per capita. No debería requerirse mucha audacia deductiva para reconocer que el talón de Aquiles de este país es (o, mejor dicho, sigue siendo) la baja calidad de sus instituciones y, en el presente, de su clase política. Un ejecutivo que mira más a las encuestas de opinión que al México posible y una oposición que hace de sus jaculatorias revolucionarias un manto de virtud para disfrazar un monstruoso retardo cultural sobre el presente. Y son, aclaremos, dos temas distintos: la calidad de las instituciones y la calidad de la política, aunque, obviamente, sean intercomunicantes.
Uno echa la mirada a Asia oriental y queda estupefacto frente a la triplicación del PIB per capita en dos décadas en varios países del área, y la pregunta es inevitable: ¿la eficacia y dignidad social de las instituciones constituyen una parte irrelevante de los éxitos económicos de esa parte del mundo? Independientemente del carácter más o menos autoritario de los gobiernos de esta región, es la subyacente calidad de las instituciones la diferencia crítica frente a escenarios más cercanos a nosotros. ¿Qué significa "calidad del Estado"? Escapémonos de los grandes sistemas y limitémonos a la punta del iceberg: policías que protegen a los ciudadanos, jueces creíbles, funcionarios con un sentido de responsabilidad pública, respetabilidad social de las instituciones.
Dicho con brutalidad y simpleza: ¿habría sido posible el "milagro asiático" con instituciones (digamos así) latinoamericanas? Aun en su inadecuada formulación, ése es el punto: nuestro retardo institucional. Cualquier política de desarrollo, por tan sabiamente concebida, está destinada a perder gran parte de su (posible) eficacia en el mismo momento en que se apoya en estructuras institucionales endebles. ¿Cuánta agua debe entrar en una manguera para salir potenciada del otro extremo, si está agujerada? ¿Cuánta riqueza es necesario producir para contrarrestar una corriente contraria de instituciones ineficaces?
No estamos frente a una cuestión de más o menos Estado, sino frente a una más compleja y de incierta solución: su cambio en una dirección compatible con el futuro colectivo deseado o, por lo menos, posible. El México de hoy se parece a un atleta a quien le falta "casi nada" para alcanzar éxitos importantes y, sin embargo, ese "casi nada" resulta más elusivo que el Santo Grial. Tan cerca y tan lejos. La tan cacareada obsolescencia no se limita al Informe, sino que se extiende a gran parte de una estructura institucional inadecuada a sostener (mucho menos a promover) un esfuerzo serio de salida del atraso en este país. El Informe es, obviamente, el problema menor aunque sea el más visible.
¿Qué podía razonablemente esperarse de la derrota electoral del régimen priísta en el 2000? En síntesis. Primero: que la política -liberada de ambigüedades y miserias de varias décadas de simbiosis entre un partido y el Estado- accediera a niveles más altos de comprensión de los (graves) problemas del país y de propuesta acerca de viables caminos negociados. Segundo: que el nuevo ejecutivo habría tenido, si no la capacidad de establecer un amplio programa de reformas, por lo menos la capacidad para denunciar resistencias y retardos y llamar a amplios acuerdos y a una mayor vigilancia y participación ciudadana.
Por las razones que hayan sido, ninguna de esta dos razonables expectativas se cumplió. Así que nos despertamos del largo sueño nacional-revolucionario con (por lo menos) mitad de la población en condiciones de pobreza, instituciones no confiables y, para empeorar el escenario, una política que oscila entre el pequeño cabotaje presidencial y el bombardeo de trivialidades electorales de partidos fundamentalmnte electorales. Cuando se hizo finalmente posible emprender un camino de redignificación de las instituciones (y de la política), después de décadas de simulaciones y deterioro institucional, nada de eso realmente ocurrió. Y el país sigue navegando a la deriva de una persistente lejanía (y mutua desconfianza) entre sociedad e instituciones.
Si el PIB per capita mexicano doblara su nivel actual y estuviera repartido en formas menos polarizadas, políticos irrelevantes podrían no hacer mucho daño. Pero, en un país como México, con su carga de pobreza y atrasos acumulados, la política es esencial. Una mala política es posible que no produzca graves calamidades en países con economías maduras, sociedades integradas e instituciones sólidas, pero una mala política donde estas condiciones no existan, sólo produce daños, a veces, desastres y siempre, retardos.
Siguiendo sus ritmos fisiológicos de maduración, México crecerá en los años venideros en correspondencia con las variables corrientes de la economía, los comercios y las finanzas mundiales. El problema es que esta maduración fisiológica probablemente no será suficiente a acortar las distancias de bienestar social, credibilidad institucional y eficacia económica que nos separan de las sociedades más avanzadas del mundo y de varios países de Asia oriental y Europa central hoy en acelerada transformación. Sin actos de lucidez de la política, el camino será más largo y muchas más personas caerán en sus tramos más torcidos.
Tenemos el Informe 2004 como botón de muestra para evaluar el estado actual de la política en México y su conciencia acerca de la propia importancia.
Considerando que, según liturgia, los oídos presidenciales no pueden ser perturbados por la crítica de los partidos representados en el Congreso, a estos últimos no queda más que reflexionar antes de la llegada del presidente. Como antes de que llegue el maestro al salón de clase.
Toma la palabra el representante del PT. Énfasis patrio y un alud de buenas intenciones que concluye con un inevitable homenaje al mexicano, "pueblo valiente y patriótico". Lugares comunes y declaraciones de fidelidad a la tradición revolucionaria. Ni una palabra sobre las difíciles opciones en un mundo complejo; todo se reduce a una conspiración neoliberal que los ejércitos de la virtud derrotarán. Toca el turno al representante del Partido Verde, que se presenta así: "un joven mexicano de frente a la nación". Y ese Saint Just, en un momento de rumorosa incredulidad del respetable, se deja venir con un atronador "nosotros no le quisimos entrar a las contradicciones". Sigue el PRD que, tanto por confirmar sus mitos heroicos, razona así: "los electores (en 2000) rechazaron el neoliberalismo". ¿Y el PAN fue el canal escogido de la protesta contra el neoliberalismo? El razonar por mitos consoladores anula hasta la ironía. Se continúa con el "presidencialismo autoritario" a propósito del desafuero de Amlo, a lo que sigue un coro de "acuerdo, acuerdo" desde las curules. Toca el turno del PAN y es una larga perorata para descargar de responsabilidades al presidente: una trama transparente y sin el menor asomo de autocrítica. Y cuando llega el orador del PRI es un diluvio tribunicio de "visión de Estado", "poderes independientes" y demás virtudes cívicas, que, sin embargo, pueden resultar vagamente indigestas, considerando el púlpito.
La impresión general es que nadie razona, realmente, y todo mundo pronuncia (malos) discursos electorales. Un concurso oratorio entre clichés en una asombrosa variedad combinatoria. Nadie siente la necesidad de razonar en concreto sobre tareas y programas de reforma, sobre prospectivas de aquí a cinco, diez o veinte años y casi todo mundo proclama alabanzas retóricas al "acuerdo". ¿Para qué? se pregunta uno mientras registra la pasmosa ausencia de propuestas, ideas, voluntades reales de compromiso recíproco. La oratoria cumple su tarea compensatoria.
Según tradición, es un listado de avances. El presidente habla en medio de continuas interrupciones, gritos, despliegue de carteles de denuncia y burlas. Evidentemente, para la oposición, éste es un presidente que no merece la pena escuchar y que hay que debilitar a los ojos de los medios y de los futuros electores. Todas las baterías están puestas, en pornográfica evidencia, hacia las elecciones de 2006; lo demás cae en un segundo, lejano, orden de prioridades.
Enlistemos en pocas palabras aquello que el presidente considera como los mayores avances de su administración: el aumento del gasto en seguridad pública, el exordio de un futuro servicio civil de carrera, los datos macroeconómicos bajo control, los avances en el combate a la pobreza, el turismo que crece no obstante la recesión mundial, las grandes inversiones en la red carretera, los nuevos descubrimiento de petróleo, la modernización electrónica de la educación básica, la creación del Seguro Popular, la multiplicación de nuevas viviendas, etc.
La impresión general es que todo marcha sobre ruedas: la administración pública avanza en la dirección correcta (el problema de la velocidad es, naturalmente, irrelevante) y la futura recuperación de la economía mundial terminará por arreglar el resto. Es obvio que un gobernante tiene la obligación profesional del optimismo; menos obvio algo, sin embargo, igualmente importante: la necesidad de reconocer los obstáculos y nombrarlos por nombre y apellido. Ni el asomo de una autocrítica, ningún señalamiento a las resistencias (políticas y de otro género) a los cambios requeridos.
Pero, algunos avances han ocurrido. El AFI ha sido una buena idea y hasta ahora parece funcionar; el servicio profesional de carrera es otra excelente idea (que habrá que ver si se sostiene en nuestras condiciones institucionales); la inflación está bajo control (lo cual significa que el presidente no buscó comprar popularidad llevándose entre las patas al país) y, desde 2003, mientras el PIB avanza (lentamente), la generación de empleos da señas de alguna recuperación. Sin embargo, el espectáculo de una administración pública (federal y no, panista y no) en penoso estado de salud no parece capaz de conmover el optimismo oficial.
Hablando de los problemas de seguridad pública, el Informe declara: "Necesitamos que los jefes de familia, maestros, medios de comunicación y organizaciones ciudadanas ayuden a concientizar a la población para que nadie justifique ni tolere la delincuencia. Sólo una sociedad vigilante y defensora de la ley puede lograr que los gobiernos cumplan sus responsabilidades". Lo cual está muy bien salvo por un detalle. ¿Acaso nuestro gravísimo problema de seguridad no está asociado a la corrupción, poca eficacia y frecuente criminalidad al interior de nuestras fuerzas del orden? ¿Y no es de ahí que nace el desaliento ciudadano? ¿Cómo pedir a la sociedad que sea vigilante y que defienda la ley, si las instituciones que deberían dar el ejemplo dan, demasiado a menudo, el ejemplo contrario?
Hablando de deforestación, se asienta: "La deforestación es un problema de graves consecuencias que seguiremos afrontando con toda firmeza". ¿"Firmeza"? Prácticamente cada día, en muchas partes del país, la tala clandestina avanza en medio de la impunidad o de la colusión con diversos segmentos de ilegalidad institucional. O redefinimos la firmeza o hacemos algo para cumplirla en formas menos discursivas.
Más allá de los silencios selectivos del Informe y de los problemas irresueltos de ingeniería y credibilidad institucional, quedan varios focos rojos que indican desajustes estructurales más o menos profundos. Mencionemos algunos. La perdida de competitividad frente a Asia oriental y la baja productividad del sector manufacturero. Considerando que las exportaciones han sido frecuentemente el principal factor de crecimiento del PIB (por lo menos hasta el 2000), es evidente que quedarse atrás en la capacidad competitiva es un riesgo de graves consecuencias. Otros focos rojos: la reducida formación de capital y la escasez de crédito bancario hacia las actividades productivas. A lo cual habría que añadir una captación fiscal que está (en proporción al PIB) dos o tres veces por debajo frente a las economías más avanzadas del mundo y una agricultura que es desde hace décadas una zona de desastres productora de muchos otros.
Pero, en este momento, tal vez no sean estos los problemas peores. A dos terceras partes de su mandato, hay por lo menos dos fallas (o como quiera llamársele) de la presidencia Fox, del gobierno de la transición, que juegan en un sentido adverso al potencial de crecimiento y de transformación del país.
1. Una administración que no ha sabido convocar la ciudadanía, envuelta en décadas de descreimiento en la política, a una empresa colectiva que requiriera su participación activa. Por responsabilidad de quien haya sido (el propio presidente, su entourage o su partido), el resultado neto es que la transición ocurrió sin que sus protagonistas políticos pudieran impulsar en la sociedad un clima de transición. Se gobierna este país como si fuera un país normal. Como si décadas de corporativismo, corrupción, clientelismo, presidencialismos delirantes (con anulación virtual de los otros poderes), aviación, ineficacia y montañas de retórica no dejaran inercias poderosas en la sociedad y en el Estado. Fox se volvió pronto el presidente de un país que no parece requerir la participación ciudadana para remover obstáculos en el camino. Un caso clamoroso de cómo la adherencia a las encuestas de opinión pueda alejar de la responsabilidad política fundamental: inducir en la sociedad un clima nuevo de empresa colectiva. Claro que no era muy probable que un antiguo hombre de negocios se convirtiera en una especie de Franklin D. Roosevelt, de Lee Kuan Yew o de Charles de Gaulle. Pero, dado el vigor de la campaña, era razonablemente predecible una presidencia capaz de encarnar con audacia su papel de responsable del cambio. No fue así, a confirmar que también lo razonable falla.
2. Una administración que no ha sabido establecer programas y calendarios creíbles (aún en los límites de la recesión mundial) y crear alrededor de ellos una amplia mayoría en el país, si no, necesariamente, en el Congreso. Digámoslo con pocas palabras: a México le faltan tres o cuatro décadas para salir del atraso, lo cual, dicho en paréntesis, no es acceder al paraíso, como una superficial observación del mundo sugiere. Tres o cuatro décadas a condición de que el país produzca su mayor esfuerzo para poner en campo todas sus fuerzas (y, en primer lugar, el trabajo) y todo su potencial de reforma en las instituciones y en sus relaciones con la sociedad. Se trataba (se trata) de construir el sistema de acuerdos políticos capaz de apoyar transexenalmente las acciones requeridas para un nuevo ciclo de crecimiento y de reforma. ¿Se intentó algo similar? Ni la sombra. Como si el tiempo fuera una variable irrelevante; como si el mayor bienestar fuera la consecuencia inevitable de las buenas intenciones del gobernante. Ninguna voluntad seria de iniciar una profunda reforma del Estado mexicano, como si la virtud de la presidencia redimiera, por la fuerza del ejemplo, décadas (¿o siglos?) de patrimonialismo y de débil control social de las instituciones. Transición o no, seguimos dando vueltas en círculo.