Aperturas Chinas

(junio 2006)

Ugo Pipitone

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Abstract
Since 500 BC, with Monte Albán, Oaxaca was the first set for the rise of a state level of social organization in Mesoamerica. And five hundred years before, San José Mogote was the first Oaxacan chiefdom, the most ancient archaeological trace of a post-egalitarian society. In this geographical context of seasonally semi-arid lands and intensive agriculture we find indications of an early war-sacrifice complex: a social physiology that persisted for almost three millennia of Mesoamerican history. The most frequent words in this essay are: pristine civilizations, Mesoamerica, surplus limitation, Stone Age, human sacrifice, tributes, Zapotecan (and Mixtecan) nobility, polygyny, submission. This essay aims to establish an argument in the junction between the anomalous length of human sacrifice and the technological blockade in the Stone age.

Resumen
Este ensayo trata de la Oaxaca que desde el siglo VI aC, con Monte Albán, crea la que será probablemente la primera organización de tipo estatal en Mesoamérica. Pocos kilómetros al norte de la antigua ciudad, cinco siglos antes, había nacido en San José Mogote la primera organización postigualitaria junto con obras monumentales, sacerdotes y aldeas sujetas. Aquí encontramos los primeros indicios de un complejo guerra-sacrificios humanos que, hecho histórico sin comparaciones, se mantendrá a lo largo de casi tres milenios. Se reflexiona aquí alrededor de civilizaciones prístinas, el peso aplastante de la nobleza indígena, la poliginia, el cruce de control social vertical y horizontal, el bloqueo tecnológico mesoamericano, los tributos y el sacrificio humano en el universo zapoteca y mixteca. Y se intenta construir un argumento alrededor de la relación entre la anómala duración (e intensidad) del sacrificio humano y la Edad de la piedra.

 

 

2,500 años atrás Oaxaca fue uno de los primeros casos mesoamericanos, si no es que el primero, de construcción estatal o, como se decía una vez, de tránsito de la barbarie a la civilización. ¿Cómo describir este proceso -sus aportes de arquitectura social, su desarrollo y ruina- soslayando el contexto mesoamericano al que pertenece? Sería como razonar sobre Ur, Mohenjo Daro o Erlitou sin mencionar Mesopotamia, el valle del Indo o el río Amarillo en los comienzos de la dinastía Shang. Pero, apenas establecida esta primera necesidad expositiva (contextualizar Oaxaca en Mesoamérica) surge otra.

Mesoamérica es uno de los seis espacios mundiales en los cuales la emergencia del estado ocurre en forma prístina, sin interferencias externas que pudieran afectar sus rasgos iniciales. Los casos comparables en la historia mundial son las civilizaciones de Mesopotamia, Egipto, el valle del Indo, el norte de China y los Andes centrales. Así que, antes de discutir la personalidad de Oaxaca en el contexto mesoamericano, tendremos que hacer algunas rápidas observaciones sobre Mesoamérica en el contexto de las civilizaciones prístinas. ¿Cuáles son sus rasgos propios frente a civilizaciones que comparten con ella la condición de primera estatualidad?

Comencemos así este acercamiento a la Oaxaca prehispánica, con dos capítulos introductorios sobre civilizaciones prístinas y Mesoamérica.

Entre civilizaciones prístinas

Ha terminado por imponerse entre antropólogos e historiadores una taxonomía evolutiva que, en los límites de cualquier clasificación, expresa diferentes grados secuenciales de complejidad social: bandas, tribus, señoríos y estados. Entendamos como complejidad la variedad de fragmentos que componen un sistema, su grado de especialización y su recíproca trabazón jerárquica.

Las bandas son el límite de organización social alcanzado por pueblos nómadas con división del trabajo de acuerdo al sexo o a la edad, liderazgo no hereditario y exogamia regional. Las tribus corresponden al largo proceso de asentamiento en el territorio después del Pleistoceno de sociedades aldeanas igualitarias en las cuales la segmentación social refleja la existencia de linajes con diferentes símbolos totémicos y primeras organizaciones exclusivas de los hombres. Los señoríos indican el nacimiento de jerarquías primitivas que se transmiten generacionalmente articulándose alrededor de jefes que derivan su legitimidad de algún ancestro divinizado o de una función de médium entre la comunidad y sus dioses. Con el estado, finalmente, se llega a una sociedad estratificada con claras divisiones entre nobleza y “pueblo”, el monopolio de la violencia institucional, la aparición de una elite de tiempo completo dedicada a los oficios del culto, una arquitectura monumental que revela una alta complejidad respecto a la comunidad aldeana y una igualmente elevada capacidad de organización social en la erección de los símbolos monumentales de la propia identidad.

Dos anotaciones al margen. La primera es que la ordenación de bandas, tribus, señoríos y estado, más que corresponder a algún principio filosófico universal, está basada en la observación de recorridos evolutivos concretos pensados al interior de un solo criterio: la mayor o menor complejidad social. Huelga decir que cualquier historia concreta podría enjuiciar este esquema. La historia es siempre un dolor de cabeza para cualquier figuración ordenadora. Pero, naturalmente, la brújula es esencial siempre y cuando uno se acuerde otear el horizonte para reconocer escollos y demás imprevistos no señalados en los mapas. La segunda observación es que gran parte de la historia universal ocurre al interior de estructuras colectivas que no alcanzaron la organización estatal. ¿Por qué en algunos espacios sí y en otros no? ¿Existió, un primum mobile capaz de desencadenar rutas evolutivas conducentes al estado, en los casos en que esto ocurrió sin contagio exterior? Demografía, disponibilidad de recursos, guerras, equilibrios sociales más o menos abiertos al cambio, liderazgos, etcétera. Pero los mismos átomos forman diferentes moléculas, diferentes mecanismos.

Lo cual es tan obvio como decir que ninguna civilización es una respuesta ‘racional’ a su contexto ambiental determinado sino, siempre, una construcción cultural arbitraria, producto de desarrollos no deducibles estrictamente ni de las condiciones previas ni del contexto. Leslie White decía que la cultura es un velo entre el hombre y la naturaleza, el cristal a través del cual la realidad es observada y vivida y no un epifenómeno colateral a procesos materiales supuestamente construidos sobre una racionalidad uniforme e invisible. Dice Marshall Sahlins:

El interés práctico del hombre en la producción está construido simbólicamente...las fuerzas materiales toman sus formas bajo la tutela de la cultura...La economía, como locus institucional dominante, produce no sólo objetos para el sujeto, sino sujetos para el objeto( ).

Así como un idioma no es un simple listado de significados unívocos, sino un equilibrio valorativo en que cada palabra adquiere sentidos que corresponden a sus relaciones con las demás, una civilización es la construcción de símbolos y sentidos no racionalmente deducibles que operan como piezas irreversibles frente a otras no maduradas. Una máscara que se confunde con el rostro o, mejor dicho, que da al rostro rasgos anteriormente inexistentes.

Todo sistema es un entramado de compatibilidades entre subsistemas cuyas variables pueden oscilar entre rangos determinados. Si aumenta la complejidad social (cualquiera que sea la fuente del nuevo impulso) es probable que las oscilaciones excedan los márgenes de tolerancia sistémica. En una situación de este tipo quedan en la sustancia dos posibilidades: la activación de anticuerpos políticos que anulen o contengan la nueva diferencia o la construcción de elementos de regulación más complejos respecto a la situación previa. La aceleración de la complejidad (donde ocurra) ocurre entre crisis y cambios evolutivos( ). Un tema, como veremos, cargado de facetas originales en el caso mesoamericano.

Las obras monumentales son el testimonio arqueológico más elocuente de la complejidad alcanzada en el orden estatal. A comienzos del III milenio aC, una de las plataformas del sistema templo-palacio en la ciudad sumeria de Uruk, en la ribera derecha del Éufrates, requirió mil 500 adultos al trabajo durante cinco años, razonando en términos de medias estadísticas. Pero aún pensando en tiempos mucho más dilatados, tenemos un enorme dispendio de trabajo que indica varios cambios, ya ocurridos o en proceso de maduración. El primero es la disponibilidad de un importante excedente productivo suficiente para mantener al margen de la producción de alimentos una parte significativa de la población adulta total. No parecería ser una casualidad que las tres civilizaciones más antiguas (en Sumeria, Egipto y valle del Indo) se desarrollen en ambientes subtropicales con elevados rendimientos potenciales de la agricultura y altas concentraciones de población. El segundo cambio es el elevado grado de centralización operativa que permite inferir el agotamiento del precedente horizonte igualitario. Han surgido o está surgiendo elites capaces de organizar lo colectivo por líneas verticales. El tercero cambio es visible en la profusión de simbología religiosa que indica la construcción de un “centro del mundo”( ), una cumplida disyunción entre creador y creación, con lo que ello comporta: la superación de milenarias creencias mágicas basadas en una identidad fundamental entre todas las cosas. La religión confirma las jerarquías existentes, adquiere el derecho de pensar a nombre de toda la colectividad y es una de las primeras formas de emancipación de tiempo pleno de las tareas comunes de la subsistencia. “El primero en aparecer es el sacerdote” decía Adams, con el tono de una fatalidad universal( ), común a Viejo y Nuevo Mundos.

Los grandes templos alrededor de los cuales se erigen las viviendas y palacios de una nueva aristocracia, en Mesopotamia como en Egipto o en China, son también espacios de experimentación de nuevas tecnologías por artesanos de tiempo completo( ) sostenidos con los excedentes de cereales, herramientas y materia prima (capital, se diría milenios después) almacenados en los templos para las necesidades de las nuevas elites. Registremos de paso la elusividad de importantes depósitos centrales en el universo mesoamericano tanto formativo como clásico, lo que podría explicarse por la mayor vitalidad de los mercados locales, por la menor capacidad realmente centralizadora de las elites mesoamericanas o, incluso, por una menor disponibilidad de excedentes almacenables.

Las obras monumentales indican en piedra el deterioro de los tradicionales instrumentos de la democracia comunitario -aldeana. La vida comunitaria persiste, ciertamente más en Mesoamérica (y quizá en China) que en las otras experiencias prístinas, pero esto no significa que su peso no se reduzca frente a nuevas jerarquías y nuevos poderes.

Las diferencias sociales que surgen de cuerpos secularmente igualitarios probablemente activaron fuertes factores compensadores de unidad para vencer las resistencias al cambio. La guerra jugó sin duda un papel de encumbramiento de poderes hereditarios así como la religión, con su complejo ceremonial, sus nuevas funciones especializadas y su vínculo profesional con el más allá. Sin embargo, las dificultades de comprensión parecen insuperables frente -en palabras de Mircea Eliade- al “hombre religioso arcaico” y -en palabras de Clifford Geertz- a aquellos “penetrantes y duraderos estados anímicos”( ) que se construyen alrededor de diversas formas de religiosidad.

Mesoamérica en sí misma

Entre los desiertos del norte y la vegetación tropical del sureste de México, Guatemala, Honduras y El Salvador se desarrolla -desde los primeros asentamientos aldeanos (1900-1500 aC) hasta los aztecas- una civilización mesoamericana que por tres milenios será una continuum sin perturbaciones externas, una coherencia cultural de largo plazo, una consonancia de formas de vida, tecnologías, espiritualidad y organización social. Más que de una unidad –estamos en un territorio que en el curso del tiempo fue alumbrado por diferentes luces- tendríamos que hablar de una corriente engrosada en el tiempo por el aporte de diferentes culturas, por la emulación y el contagio entre elites, por el comercio y la guerra. Contigüidad y ósmosis seculares.

Vivimos mucho tiempo en el capitalismo antes de inventar la palabra (y la idea) de capitalismo y, en tiempos más recientes, ocurrió lo mismo con la palabra globalización. El bautismo ocurre naturalmente después del nacimiento de la criatura, a veces siglos después. Mesoamérica también es una palabra que aparece tardíamente para indicar algo que estaba ahí sin ser nombrado, o sea sin ser estudiado en forma unitaria. El autor y la fecha, en este caso, son claros: Paul Kirchhoff, 1943. En ese año el filósofo y antropólogo alemán publica en Acta Americana, “Mesoamérica: sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales”. Mesoamérica ha nacido y la delimitación geográfica contribuye a una mirada indivisa de estos pueblos que se comunicaban a través de 16 diferentes familias lingüísticas (con idiomas de la misma familia no recíprocamente inteligibles) y que vivieron en este espacio recorriendo íntegro el camino milenario que va de los cazadores-recolectores a las primeras formaciones estatales de Monte Albán y Teotihuacán.

Entre 2,500 y 1,200 aC están fechados los primeros indicios cerámicos. La cerámica es naturalmente un lujo no imaginable en la vida de bandas nómadas que siguen las rutas migratorias de los animales y los frutos estacionales de diversas microrregiones. Algunos grupos comienzan a asentarse inicialmente en campamentos estacionales de diversas bandas y con el paso de las generaciones, en forma permanente. Refiriéndose a las aldeas del valle de Tehuacán, desde 1,500 aC, MacNeish estima que 40 por ciento de la alimentación provenía entonces del cultivo y el resto, en parte iguales, de la recolección y la caza( ). Este valle -donde se encuentran las pruebas más antiguas de domesticación de varias plantas, entre ellas el maíz- está ubicado en el centro de un triángulo cuyos vértices serán las culturas del altiplano de México (Cuicuilco, Teotihuacán, etc.), los valles centrales de Oaxaca, espacio de la cultura zapoteca, y la costa del Golfo, donde florecerá la que conocemos como cultura “olmeca”.

En este mapa se indican, en primer lugar, los límites gruesos, al noroeste y al sureste, de Mesoamérica, en segundo lugar, la subdivisión interna entre Norte, Occidente, Centro, Costa del Golfo, Oaxaca y Sureste, y, finalmente, la ubicación de algunas de las ciudades que en diferentes períodos fueron centros de obras monumentales y estructuras sociales complejas.

En el valle de Tehuacán no hay testimonios monumentales pero, a partir de ahí, el tiempo se acelera con los indicios más antiguos de actividad agrícola. Sin embargo, es asombroso en el caso mesoamericano la larga duración de, tal vez, cuatro milenios entre los inicios de la selección y “domesticación” de las primeras plantas (calabaza, chayote, frijol, maíz entre el valle de Tehuacán y los valles centrales de Oaxaca, alrededor de 5-7 mil aC ( )) y la aparición de las primeras aldeas más o menos permanentes. En el cercano Oriente y en Egipto, el tránsito fue considerablemente más corto.

Como referencia aproximada al espacio-tiempo mesoamericano, considérese la cronología esquemática que aparece a continuación.

CRONOLOGÍA MESOAMERICANA
2500 1200 400 aC dC 200 650 900 1200

PRECLÁSICO CLÁSICO POSTCLÁSICO
Temprano Medio Tardío Temprano Tardío Temprano Tardío
Golfo Olmecas
Tajín
Oaxaca S. José Mogote
Monte Albán
Sureste El Mirador Mayas Maya del Norte
Kalakmul [Tikal] Chichen Itza
Kaminaljuyu

Centro Chalcatzingo Cacaxtla
Teotihuacán Teotenango Tula
Cuicuilco Xochicalco Mexicas

Dos observaciones. 1. No hemos considerado aquí el Norte y el Occidente porque mientras el primero nunca pasó de un estadio de desarrollo propio de tribus nómadas, el segundo apenas llega en el postclásico a la formación de señoríos independientes. 2. La periodización tradicional tal vez requiera un nuevo ciclo de reflexión de parte de los especialistas. No resulta fácilmente comprensible la fecha tan diferida para el inicio del “clásico”. Si este período ha de coincidir con el surgimiento de ciudades que son centro de organizaciones estatales, recordemos que Monte Albán ya tiene ciertamente estas características entre 100 aC y 200 dC y que Teotihuacán es una ciudad de 20-40 mil habitantes entre 300 aC y 100 aC y que las grandes pirámides ya están construidas para 150 dC.

Aunque no exista consenso sobre el tema, con cierta dosis de incertidumbre podemos decir que a lo largo de los tres milenios subsecuentes a los primeros brotes de vida aldeana, sólo en los valles centrales de Oaxaca, en el altiplano de México y, más tardíamente, en las tierras bajas del Sureste (en el espacio maya) se establecieron verdaderos estados( ). Alrededor de estos actores, hay que añadir (antes) los pujantes señoríos de San Lorenzo en el Golfo, San José Mogote en Oaxaca, Chalcatzingo en el valle de Morelos y El Mirador en el Petén y (después) el renacimiento maya en el norte de la península de Yucatán, El Tajín, Tula hasta llegar a los aztecas. Entre estos protagonistas, y varias otras culturas, se entreteje la historia mesoamericana. Ciudades son fundadas hasta alcanzar altos grados de complejidad y después son abandonadas, destruidas por conflictos internos, agresiones externas o desplome de algún culto con un alto poder de cohesión social. Una civilización que se construye, como todas, entre rivalidades dinásticas, comercio y guerras. Una civilización, o sea comportamientos repetidos.

¿Cuáles son los comportamientos repetidos de la historia mesoamericana? ¿Aquellos que, entre caídas y nuevos comienzos, vemos perpetuarse con una consistencia casi fisiológica? Centremos la atención en cuatro aspectos: aguda segmentación social, guerra, tributo y sacrificio humano. Pasan los milenios pero este “complejo” de cuatro aspectos entrelazados se mantiene, con pocas variantes, sustancialmente igual a sí mismo. Es lo que percibe Octavio Paz:

De los olmecas a los aztecas la civilización mesoamericana no ofrece sino variantes del mismo modelo...hubo comienzos y recomienzos, perfeccionamientos y declinaciones, no cambios. En el Viejo Mundo el continuo trasiego de bienes y técnicas, dioses e ideas, lenguas y estilos produjo transformaciones inmensas; en Mesoamérica las inmigraciones aportaron sangre fresca, no ideas nuevas: Tula repite a Teotihuacan y Tenochtitlan a Tula( ).

Y ésta, en efecto, es la sensación que experimenta quien se acerca a la historia mesoamericana: una reincidencia que se parece a una transposición del tiempo divino –el año de 260 días y los ciclos de 52 años- del cielo a la tierra, del mito a la historia, como una imposibilidad colectiva para salir de la piel cultural originaria.

Octavio Paz -quizá el poeta más notable y ciertamente el mayor pensador mexicano del siglo XX- considera China y Mesoamérica como civilizaciones tardías y de “trote lento”. Naturalmente tiene razón: en China y Mesoamérica no sólo la organización estatal aparece tarde respecto a Mesopotamia y Egipto sino que el aislamiento secular da a estas civilizaciones una autorreferencialidad que tendrá en Mesoamérica un alto tenor de religiosidad compulsiva. Lo que, apuntemos al margen, no ocurrirá en una China “moralista” que construye desde los Han (en tiempos teotihuacanos), un poder imperial unificado. Lo que nunca ocurrirá en Mesoamérica.

Establezcamos marcas en el tiempo para precisar el significado de aparición tardía y trote lento. Las primeras aldeas agrícolas aparecen alrededor de 8 mil años aC entre Anatolia, los montes Zagros y Palestina. Jericó, en el valle del Jordán, se vuelve asentamiento permanente entre 10 y 8 mil años aC y lo seguirá siendo por 8 mil años. Katal Huyuk, en el sexto milenio aC tiene una población de 6 mil almas, en la misma fase en que aparece aquí una metalurgia del plomo( ). Los primeros asentamientos rurales se establecen en Mesoamérica alrededor de mil 500 aC. La cerámica de la cultura Halaf (5500-4700 aC) se extiende de Irán al Mediterráneo, tres milenios antes de la primera cerámica olmeca. El bronce se asoma aquí alrededor de 3 mil años aC (en el mismo período en que comienza a aplicarse la rueda a los primeros carros rudimentarios); aparecerá mil trescientos años después en China y en Mesoamérica nunca.

Pero hay otra clase de “retardos” que es más difícil fechar e incluso definir. Y otra vez China y Mesoamérica comparten un importante rasgo común: el freno a la individuación. Un tema sobre el cual tendremos que regresar, baste por el momento señalar que nada similar al Código de Hammurabi ocurrió en los dos espacios citados. Nada que revelara el reconocimiento de derechos individuales frente a una estrecha dependencia comunitaria y al poder virtualmente ilimitado de la elite. En el siglo XX aC el rey babilonio produce una nueva versión de la cultura sumeria acentuando la laicidad -que consiste en sustituir a los antiguos funcionarios sacerdotales con magistrados y oficiales nombrados por él mismo( )- y la legalidad a través de normas que, entre otras cosas, definen con detalles un derecho a la propiedad privada que tenía ciertamente raíces más antiguas. En Mesoamérica y China el individuo se disuelve en un angosto solidarismo comunitario y en una absoluta sumisión jerárquica. Las exigencias de un nosotros cargado de ritualidad sagrada –y difícilmente podría exagerarse la importancia del sacrificio humano con su poder catártico e integrador- son tan invasivas que el yo resulta impensable en este contexto.

El paso lento de Mesoamérica está asociado además a una peculiar disponibilidad de recursos. Con el final del Pleistoceno, el calentamiento de la atmósfera y la desaparición de los grandes pastizales, desaparecen caballo, mamut y antílope, entre otros. Sin ganado mayor no hay arado. Esto explica en buena medida la mayor capacidad del Viejo Mundo para generar excedentes: la diferencia entre el arado jalado por bueyes y la coa, para simplificar. Por otra parte, ¿de qué habría servido la rueda en Mesoamérica sin grandes mamíferos capaces de trabajo?

De un lado, extendidas cuencas fluviales y disponibilidad de grandes animales para trabajo-transporte-alimentación además de la domesticación de cereales y leguminosas y la cría de cabras y ovejas. Del otro lado, en el Nuevo Mundo, con una tecnología fundamentalmente bloqueada en la Edad de piedra, territorios más fragmentados por la orografía, ausencia de animales de trabajo (con la exclusión de los pequeños camélidos de los Andes) y menor disponibilidad de proteínas( ). A un menor potencial para generar excedentes corresponde una ampliación más lenta de necesidades individuales y colectivas y un menor impulso de diferenciación social. He ahí otra raíz del secular “trote lento”. La ausencia de grandes mamíferos, de metalurgia (con la excepción tardía de los tarascos en el “Occidente” y los mixtecos en el oriente de Oaxaca) para usos militares y agrícolas y de rueda constituye un silencioso y persistente bloqueo material de larga duración alrededor de un presente viscoso. De ahí la sensación de déjà vu, de una insistencia sobre bases estructurales con pocas opciones evolutivas.

Sin embargo, aún en los estrechos límites de la Edad de piedra, Mesoamérica construye una civilización de alta complejidad social y una cultura ciertamente sofisticada. Con razón se ha sostenido que si alguna comparación tiene que hacerse es con la Edad del bronce del Viejo Mundo( ). Limitémonos a una observación: ninguna ciudad sumeria o del valle del Indo llegó nunca a las dimensiones (120 mil habitantes) de Teotihuacan. Una hipótesis: en el Viejo Mundo, la complejidad social tuvo en el cambio tecnológico (cobre, bronce y hierro) un impulso mayor; en Mesoamérica se llegó a altos niveles de complejidad sin este impulso que, evidentemente, tuvo que ser sustituido por otros. La religión será aquí determinante en fijar, junto con la guerra, un ritmo metabólico propiamente mesoamericano.

Lentitud evolutiva y repetición en nuevos formatos de pautas sociales y simbólicas similares no significa sosiego, armonía ni paz, como a veces ha ocurrido en las visiones de historiadores, arqueólogos y antropólogos deseosos de presentar el universo indígena con una imagen de hermandad arcaica rota por la aparición brutal (que ciertamente lo fue) de los españoles. El nacionalismo necesita a menudo idealizar pasados ejemplares y el encanto del paraíso perdido sigue siendo una tentación más que religiosa.

Desde hace décadas, un tema que periódicamente reenciende el debate entre especialistas es el del núcleo inicial desde donde pueda mirarse la sucesiva historia mesoamericana como una corriente que ahí establece sus rasgos iniciales. ¿Estamos frente a una cultura madre (como pensaban Alfonso Caso e Ignacio Bernal) o frente a centros más o menos simultáneos?

Proveniente tal vez del valle de Tehuacán, el maíz llega a tierras del Golfo alrededor de 1500 aC y las primeras señas de monumentalidad (con la estela de deducciones sobre complejidad social y centralización del poder) las encontramos en San Lorenzo desde 1200 aC. Señalemos que, en el mismo período, en San José Mogote, en los valles centrales de Oaxaca, se muestran grandes basamentos para construcciones públicas. La monumentalidad consiste en San Lorenzo sobre todo en las enormes cabezas “olmecas” que llegan a medir 340 centímetros de alto y cuyas rocas de basalto tuvieron que ser transportadas por río y por tierra desde los cerros de los Tuxtlas a 70 kilómetros de distancia; empresa que requirió el trabajo de centenares, tal vez miles, de hombres sustraídos a la producción de alimentos. Con una mezcla asombrosa de dignidad, energía y esencialidad de líneas, las cabezas, inscritas en un rectángulo de proporciones áureas, muestran rasgos que hace décadas se decían “etíopes”( ).

Entre los ríos Papaloapan y Grijalva, después de San Lorenzo, destruida en 900 aC (¿por quién?, ¿por qué?), aparecerán otros centros importantes como La Venta (ocupada entre 1000 y 600 aC), Tres Zapotes, Las Limas, etc. Alrededor de 400 aC parece concluirse el recorrido “olmeca” iniciado ocho siglos antes. ¿Qué dejó a la historia mesoamericana? Antes que nada la seña más antigua (o entre las más antiguas) del nacimiento de una sociedad post-igualitaria sobre la base de señoríos separados y en conflicto entre sí. Volvamos a Bernal.

En el caso de los ‘olmecas’, solamente una aristocracia obsesionada por una religión ya fosilizada, hambrienta de autoglorificación y dueña de fuentes ilimitadas de trabajo humano, pudo llevar a cabo la talla y erección de tan enormes monumentos( ).

Aquí se encuentran los primeros indicios del calendario sagrado y estelas esculpidas en que soberanos y dioses se entrecruzan en una recíproca legitimación. Adams vuelve a tener razón: el primero en aparecer es el sacerdote. A la hora de la consolidación de segmentaciones sociales heredadas, la magia se vuelve religión: unificación simbólica de un mundo social que se fractura. Tal vez una sociedad en que autoridades civiles y religiosas coincidían en las mismas personas en un punto intermedio entre sociedad igualitaria y estado( ).

Como quiera que sea, se ha establecido un primer divorcio entre elites y campesinos. Para estos últimos el principal cambio consiste en que se añaden a las aportaciones comunitarias, los nuevos tributos para mantener una elite de sacerdotes-gobernantes entregados a la administración ritual del tiempo y, por consiguiente, del vínculo entre pueblo y dioses. Con razón Monaghan sostiene que el calendario es una clase de constitución en las sociedades complejas( ); carta de fundación y organización ritualizada de la vida. De aquí viene tal vez la milenaria lectura mesoamericana del destino al nacer en días faustos o infaustos. Recientes excavaciones en San Andrés (a cinco kilómetros de La Venta) parecerían confirmar que el calendario mesoamericano de 260 días nació aquí por lo menos en sus formas incipientes. En San Andrés se encontró un sello cilíndrico, fechado al radiocarbono en 650 aC, donde aparecen, además, indicios de una posible escritura jeroglífica( ). En Las Limas, otra vez cerca de La Venta, se han encontrado imágenes que han sido interpretadas como serpiente emplumada( ).
A través de motivos cerámicos, estilos lapidarios y una “nueva propuesta” de diferenciación social, la influencia olmeca se extiende en toda dirección. Al occidente, hacia el altiplano de México, con presencias tan ostensibles como la de Chalcatzingo, donde encontramos una lapidaria de motivos olmecas, signos de pájaro-serpiente, representaciones de quetzales que no existían in loco e indicios de sacrificios humanos. Pudo haber habido alianzas de comercio y matrimoniales entre olmecas y otras elites en fase formativa( ). Sin embargo, el “modelo” olmeca pudo extenderse más allá de su área originaria porque en distintos espacios encontró gérmenes preexistentes que iban en una dirección similar. Los olmecas son aceleradores de cambios que están ocurriendo en varios espacios mesoamericanos a consecuencia de la sedentarización aldeana. Con toda probabilidad, el contacto no sólo aceleró el cambio en otras culturas sino que legitimó elites locales en proceso inicial de consolidación. Al oriente, hacia la futura cultura maya encontramos presencia olmeca hasta la costa del Pacífico de Guatemala en sitios como La

Blanca y Abaj Takalik ( ). Desde La Venta (900-400 aC), hay manifestaciones de intensa interacción con los señoríos mayas. Entre los cuales el signo “ajaw” (jefe o rey) parecería provenir de la tradición olmeca( ). Y también hacia el sur, hacia Oaxaca, aunque aquí los tiempos se confundan y las líneas de las influencias se entrecrucen.

Monte Albán en Oaxaca, El Mirador, Calakmul y Tikal en las tierras bajas mayas y Teotihuacan en el altiplano serán los futuros protagonistas principales de un horizonte común que nace en el pre-clásico tardío para llegar, casi mil años después, al cumplimiento del clásico temprano, cuando, por razones que siguen siendo sustancialmente desconocidas, estas grandes culturas experimentan el abandono de sus mayores centros que, sin embargo, rebrotarán localmente con algunos rasgos originales.
Una característica común del nuevo ciclo (en que se apagan las grandes luces del pasado y se prenden nuevas luces locales) es la mayor presión militarista y el uso más sistemático del sacrificio humano vinculado a la guerra que produce, justamente, gente para sacrificar y, de paso, tributos de parte de los pueblos sometidos. Comienza un nuevo recorrido en el cual a los grandes centros del pasado se sustituyen centros regionales de cierto peso en El Tajín, en los señoríos mixtecos de la sierra en Oaxaca, en los mayas del norte. Hasta llegar al altiplano de México, donde las semillas de Teotihuacan -que se disuelve en el VII siglo dC- germinan nuevamente en la Cacaxtla y Xochicalco que muestran señas de influencia maya( ), hasta la Tula guerrera que acelera los ritmos del vínculo guerra-sacrificio-tributos, que será llevado a su máxima expresión por los aztecas en el acto final de la historia mesoamericana. Al margen: los vientos globalizadores deben haber sido fuertes, si una tribu nómada del norte se convierte, en menos de dos siglos, en el mayor poderío político de la historia mesoamericana.

Los signos gruesos que hemos delineado hasta aquí dejan obviamente una estela de incógnitas. ¿Eran señoríos o estados los organismos políticos que se asentaron en importantes centros ceremoniales del golfo y de la cultura maya del Petén? ¿La presencia teotihuacana en tierras mayas entre los siglos IV y VI fue “cultural” o militar? ¿Fue portadora (en el camino de regreso del altiplano a la costa) de una primitiva religiosidad olmeca absorbida siglos antes y ahora reelaborada? ¿Qué peso tuvieron en la decadencia y despoblamiento de centros anteriormente poderosos los conflictos internos? ¿Qué clase de conflictos? Dada la falta de representaciones personales ¿los gobernantes de Teotihuacan eran sacerdotes, guerreros o una mezcla de corporaciones sacerdotales y guerreras tan poderosas como celosas en evitar la propia personalización( )?

A la conclusión de este rápido recorrido mesoamericano, hay rasgos pertinaces en tres milenios de construcción cultural y social, sobre los cuales tal vez valga la pena detenerse un instante.

In primis está la impresión de ausencia de individuos. Volvamos a Octavio Paz.

Ese equilibrio (entre sociedad e individuo) se lograba a través de la absorción del hombre por el Estado-Iglesia... En todas la obras que conocemos de los antiguos indios no alienta ningún rasgo personal; el artista lo sacrificaba todo –y en primer lugar a sí mismo- a una concepción estética que no era suya sino de la ciudad. El estilo no es el hombre: el estilo es la sociedad. Y quizá la fuerza extraordinaria de la escultura precortesiana brote de ese rigor despiadado del artista para consigo mismo, de su absoluta sumisión al genio de su pueblo y de su decisión implacable de servir a sus dioses( ).

¿“Realismo socialista” ante litteram? Levi-Strauss cuenta que, entre los penan del Borneo, el allanamiento del individuo se muestra como un sistema de asignación del nombre propio que, apenas asignado, desaparece con la muerte del primer ascendiente. El individuo se presenta aquí, dice el estudioso francés, como un “número de espera” para ocupar un lugar simbólicamente asignado en la estructura global( ). Al margen: en el mundo mesoamericano el nombre se asigna comúnmente en función del día de nacimiento.

En segundo lugar, no es posible dejar de registrar cómo la guerra, en tanto que obligación sagrada para capturar prisioneros destinados al sacrificio (era más honroso capturar el enemigo en batalla que matarlo), sea una constante mesoamericana que experimenta una nueva vehemencia (un verdadero paroxismo) entre clásico y postclásico. En Mesoamérica no es tan sorprendente la aparición del sacrificio humano (común a muchos pueblos desde fases muy tempranas de asentamiento aldeano), sino su persistencia en el tiempo y su centralidad como factor de regulación social.

En tercer lugar, dadas las dificultades de transporte en un mundo sin caballos ni bueyes, el comercio, si bien jugó un papel importante, fue sobre todo movimiento sobre el territorio de bienes de lujo para las elites más que para las mayorías aldeanas (con una excepción parcial relativa a la obsidiana) bloqueada en ritmos y estilos de vida que probablemente no cambiaron en forma dramática a lo largo de milenios( ). Una historia de turbulencia crónica sobre una dimensión comunitario-aldeana amarrada a sí misma entre los vientos que recurrentemente la sacuden.

Oaxaca: de San José Mogote a los señoríos mixtecos pasando por Monte Albán

Oaxaca es un raro caso de ocupación continua del territorio desde fin de la era glacial; un camino ininterrumpido que va de los cazadores-recolectores a los señoríos preclásicos, al estado de Monte Albán, hasta llegar a los señoríos mixtecos y zapotecos del postclásico que combaten entre sí mientras se enfrentan, o subyacen, desde el siglo XIV, a la penetración mexica. Cuando Pedro de Alvarado llega a esta tierra en 1521, el esplendor del Monte Albán zapoteca se ha eclipsado desde hace al menos 700 años. Pero antes de recorrer esta historia, establezcamos coordenadas geográficas y cronológicas.

El cambio climático ocurre alrededor de 8,000 aC, la temperatura aumenta, se establece un régimen de lluvias de verano y se desarrolla una vegetación que permite a los ancestrales cazadores-recolectores reducir sus grandes rutas previas de desplazamiento: un primer y lejano (aunque nómada) asentamiento en un espacio regional. Veamos este espacio que será por siglos territorio de importantes culturas.

La parte sombreada delimita los valles centrales de Oaxaca, escenario de la construcción estatal zapoteca. A continuación, el mapa de estos valles en sus tres brazos a partir de los límites de las montañas que los rodean. En este mapa hemos indicado algunos de los sitios que en diferentes períodos adquirieron especial importancia.


En la tortuosa y peñascosa geografía oaxaqueña, los valles centrales (95x25 kilómetros a mil 500 metros de altitud), constituyen el mayor espacio plano en las tierras altas del sur de México. Alrededor, las montañas se extienden por 200 kilómetros en cualquier dirección. El río Atoyac cruza el área de norte a sur con el aporte del río Salado que va de este a oeste (grosso modo de Mitla a Monte Albán). Las lluvias son irregulares (cerca de 550 mm. al año) y entre las laderas de las elevaciones cercanas, pobladas de pinos, robles y madroños, descansa una llanura semiárida que, sin embargo, a la vera de los ríos dispone de terrenos húmedos prácticamente todo el año. Sin considerar la variedad de vegetación espontánea de magueyes, nopales, mezquites, capulines, etcétera. En el fondo del valle la calidad de los terrenos es desigual (dependiendo de mantos freáticos y aguas de desbordamiento) y huelga decir que los primeros asentamientos se ubicaron en los terrenos que garantizaban mayor humedad durante el año cerca del río Atoyac y de sus afluentes.

Antes de 5 mil aC el idioma común a las bandas que se cruzan en el espacio oaxaqueño ha sido llamado protomangue por los etnolingüistas. Sin embargo, entre 3 mil y mil 500 aC, el zapoteca, el mixteco y los otros idiomas oaxaqueños se separan del tronco común como en un movimiento mitósico que refleja las fuerzas que tienden a la sedentarización. Se estima que la calabaza güira, ligero recipiente para agua en el cíclico y eterno recorrer el territorio, fue domesticada alrededor de 7 mil aC. Las bandas comienzan a establecerse estacionalmente en lugares donde la vegetación alimenticia espontánea es más abundante. La calabaza güira es un lejano antepasado de la agricultura que vendría después; probablemente el primer descubrimiento -que tarda milenios en madurar en otros similares- de que una semilla es más que una semilla.

Para 2 mil aC, en la frontera entre arcaico y formativo, hay registro arqueológico de campamentos provisionales en los que se reúnen varias familias en tiempos de abundancia y no es muy arduo imaginar fiestas estacionales, amoríos y acoplamientos, intercambio de experiencias e información sobre propiedades de las plantas y elaboración de símbolos comunes. Esos campamentos comienzan a estabilizarse, a dejar de ser estacionales, a volverse aldeas. ¿Qué ocurre? Las semillas esparcidas alrededor de los campamentos permiten (y obligan, para cuidar la cosecha) quedarse más tiempo( ). Y se establece así una dependencia no programada de las plantas domesticadas, de las cuales el maíz es el más notable ejemplo de cambio morfológico inducido. Mientras la mazorca aumenta su tamaño y reduce la dureza de la vaina que encierra el grano, o sea, mientras aumenta su productividad alimentaria, se refuerzan las razones para quedarse en lugar de marcharse. Aparece la cerámica: de aquí en adelante los alimentos podrán ser cocinados lo que no era posible en recipientes obtenidos de las calabazas. En paréntesis: el comal tendrá que esperar un milenio y medio todavía antes de aparecer en las primeras fases de Monte Albán. Y siendo que ningún pasado queda nunca definitivamente enterrado, el cazador sobrevivirá siglos después del asentamiento agrícola. Las viejas habilidades podían hacer la diferencia en tiempos de sequía.

Restos arqueológicos de inscripciones y residuos cerámicos dan algunas pistas sobre las creencias de estos pueblos nómadas que se van asentando en el territorio. Mientras comienza una nueva vida, el patrimonio heredado de creencias acumuladas en un abismalmente lejano pasado nómada tiene que ser vigoroso.

El hombre otomangue no es más que una de muchas criaturas animadas en el mundo, y había muchas otras evidentemente más poderosas que él ( ).

El rayo parece haber sido -entre las otras fuerzas (vientos, terremotos, nubes)- la potencia sobrenatural dominante para los zapotecas. El “fuego que cae antes de tronar” es un símbolo poderoso de aquello que no tiene preaviso, que espanta y puede cambiar la vida en un momento. Supremo simbolismo de la precariedad de la existencia. El rayo (Cocijo), interpretado como “ira del cielo”, parecería sugerir aquí también una especie de pecado originario que requiere alguna expiación. Lo que tal vez resulte más evidente pensando en las representaciones del Terremoto (Xoo), “ira de la Tierra”, como una máscara (de rasgos curiosamente similares a las cabezas olmecas en lo ancho de la cara y en la forma de los labios) con una hendidura en la cabeza( ). La hendidura (de donde sale el maíz y el mismo hombre) es una herida en la Tierra que requiere ser compensada. No es fácil resistirse a la tentación de ver en Cocijo, como serpiente de fuego, un antecedente antiguo de Quetzalcóatl, serpiente emplumada, del altiplano de México. El toro alado mesopotámico tiene su versión mesoamericana: una criatura igualmente adherida a la tierra y sin embargo capaz de volar. Síntesis de dos mundos.

Antes de seguir veamos la periodización de Oaxaca antes de la creación de Monte Alban en 500 aC.

Cronología de los valles

8000-2000 aC: Arcaico
2000-1500: Complejo Espiridión
1500-1150: Tierras Largas
1150-850: San José
850-700: Guadalupe (subvalle de Etla)
700-500 aC: Rosario

Desde fin de Tierras Largas hay varios indicios de incremento demográfico en los valles centrales donde, aparentemente, la población había oscilado por siglos entre 300 y 700 individuos. En este período hay 19 asentamientos en los valles, la mayoría de los cuales en el subvalle de Etla donde la tierra es más fértil y permite dos cosechas anuales. El poblado de San José Mogote existe desde hace algunos siglos y tiene alrededor de 300 habitantes. Los asentamientos se duplican en la fase San José y llegarán a 518 para cuando Monte Albán comience a dar los primeros pasos. Sedentarismo, agricultura, cerámica, comida cocinada, mayor supervivencia de los recién nacidos despliegan un evidente atractivo hacia las bandas nómadas ancestrales. Las aldeas oscilan entre 50 y 100 personas y las casas son similares entre sí: de 4 por 6 metros, separadas unas de otras de entre 20 y 40 metros y con varios pozos troncocónicos alrededor para el almacenamiento de granos( ). Las sepulturas no indican distinciones sociales y todas las familias comen venado, que siglos después quedará como alimento exclusivo de la primera nobleza indígena( ).

El nuevo modo de vida sedentario supone un reto inédito: regular el conflicto entre familias, por el aprovechamiento de las corrientes de agua, etcétera. Reunidas establemente en un mismo espacio, las bandas ya no pueden resolver sus conflictos dándose la media vuelta y siguiendo cada una su propio camino. Se han formado patrimonios (vivienda y cultivos) que no pueden ser abandonados fácilmente. La cercanía impone la construcción de una ingeniería de convivencia. Mientras crece la capacidad para producir excedentes almacenables, crecen también las necesidades de regulación real y simbólica de la vida. El igualitarismo arcaico de las primeras aldeas está a punto de enfrentar su reto mayor. ¿Serán compatibles igualitarismo y sedentarismo? A esta pregunta responde, negativamente, San José Mogote.

Comencemos con decir que aunque el período San José abarque los tres siglos entre 1150 a 850 aC, en realidad San José Mogote será por ocho-nueve siglos la aldea dominante en el subvalle de Etla y ciertamente el señorío más importante de los valles centrales en lo que canónicamente llamamos Preclásico medio. San José Mogote en el subvalle de Etla, San Lorenzo en la costa del Golfo y Chalcatzingo en el valle de Amatzinac (en el oriente de Morelos) parecerían teatros de una naciente sociedad sedentaria y socialmente segmentada que comienza a definir ritos y otras prácticas colectivas, piezas de una renovada identidad cultural capaz de convivir con (y justificar) la fragmentación social incipiente.

Kent Flannery y Joyce Marcus dirigieron desde comienzos de los años 70 las excavaciones en San José Mogote( ). Lo que, además de una masa notable de material, observaciones e inferencias arqueológicas, ha dejado un pequeño y hermoso museo de sitio comunitario en el actual poblado, en las afueras hacia el norte de la actual ciudad de Oaxaca. Uno de los signos más antiguos –núcleo inicial de diferenciación social- es aquí lo que los dos arqueólogos llaman Casa de los Hombres: una pequeña construcción con pisos y paredes blanqueadas sobre una amplia plataforma rectangular y acceso a través de escalones incorporados a la plataforma. Recientes estudios al radiocarbono de una de esas casas (estructura 15) indican una fecha entre 1630 y 1440 aC( ), lo que alarga tiempos que se creían más recientes. Considerando las reducidas dimensiones de estas estructuras, los autores piensan tratarse de un lugar de reunión para “ordenes fraternas”, “iniciados”: líderes en su etapa formativa.

Alrededor de mil 400 aC San José Mogote es un centro rodeado por una media docena de pequeñas aldeas y tiene entre 150 y 200 habitantes. Casi un milenio después, al final de la fase Rosario, en su momento de mayor poder, hospeda mil 400 habitantes y tiene sujetas a sí una veintena de aldeas( ). Cerca del año mil aC, parece operante una diarquía (una división de la ciudad en dos barrios) como forma para separar linajes, definir roles simbólicos distintos en la común ritualidad aldeana y administrar conflictos. Refiriéndose a este período, Richard Blanton habla, de “moiety opposition”( ), una forma de conflictualidad ritualizada y de gobierno dual más que un señorío con un jefe único reconocido. Las elites hereditarias aún no llegan o apenas se encuentran en una fase incipiente.

En este período, el pre-clásico medio, el comercio de larga distancia comienza a manifestarse en Mesoamérica con productos como la obsidiana, la cerámica, el jade, la magnetita (en forma de espejo), etcétera. Y la diferenciación social es arqueológicamente percibida a través de la distinta disponibilidad, de parte de las familias, de bienes importados de las áreas más distantes. Inútil subrayar la importancia de los entierros como indicadores de diferencias sociales. El prestigio viene del poder disponer de objetos “importados”, utilitarios o simbólicos. La diferencia que viene de afuera y otorga prestigio. Aparecen edificios públicos de dimensiones inéditas; San José Mogote recorre las fases iniciales de una “modernización” arcaica bajo un empuje constructivo de líderes que, entre los velos del tiempo, parecen mostrar dos características: su propia legitimación a través de las obras públicas y el inicio de la sujeción de las aldeas cercanas a un poder central creciente que exige trabajo aldeano para estas misma obras. Segmentación social interna y sujeción de las aldeas aledañas se muestran como pautas interconectadas.

La nueva elite emerge de siglos en que las Casas de los Hombres ejercieron un poder creciente respecto a las antiguas tradiciones comunitarias sobre base de linajes y ritualización de orgullos totémicos exclusivos. Asamblea de ancianos, guerreros, sacerdotes y, tal vez, familias que convierten su éxito económico en prestigio social (y la riqueza casi siempre tiene un derecho privilegiado a la voz), se entretuvieron por siglos construyendo entre sí equilibrios inéditos en medio de conflictos y contagios recíprocos que sólo podemos imaginar.

Es posible que la riqueza diferencial en una comunidad de campesinos -donde antigüedad de asentamiento significa disponibilidad de mejores tierras- haya incrustado segmentaciones hereditarias mientras riqueza y prestigio social entraban a un ciclo de retroalimentación. Mucho antes de la reforma protestante, la riqueza podría haber funcionado aquí como confirmación de la gracia divina, imponiendo así sus hombres como vehículo privilegiado entre la comunidad y los dioses que, con rayos y terremotos, mostraban cierta proclividad a la iracundia. Los intermediarios se vuelven esenciales en el momento que algunos lanzan su candidatura al cumplimiento de este papel. El antiguo brujo, curandero y observador de las estrellas está destinado a incrementar su status, su prestigio y probablemente su poder. De ahí y de contactos interelitarios vienen las primeras formas de calendario, símbolo supremo de un poder que mide el tiempo y lo llena de un sentido cíclico.

Fortuna, habilidad en la guerra, relaciones prestigiosas con alguna comunidad lejana o capacidad para mostrar como el nuevo poder represente un signo de la benevolencia de fuerzas sobrenaturales, el hecho concreto es que surgen “grandes hombres” que necesitan símbolos arquitectónicos cada vez más impactantes de su poder hacia dentro y hacia fuera de la comunidad. Grandes hombres que, frente a una mayor disponibilidad de excedentes agrícolas (recordemos la fertilidad natural del subvalle de Etla), se ofrecen para convertirlos en obras públicas a través de su capacidad carismática para construir voluntades colectivas alrededor de la propia persona( ). Sumemos a lo anterior el orgullo comunitario asociado a rivalidad y celos con comunidades cercanas. Probablemente fue éste el anzuelo con el cual los nuevos líderes llevaron sus aldeas a empresas a la conclusión de las cuales serían más desiguales que antes, pero con nuevos símbolos de orgullo comunitario. Las obras públicas serán el máximo símbolo de dignidad local y, al mismo tiempo, para su propia construcción, una necesidad de control sobre aldeas circundantes. El control de la elite de San José Mogote sobre las aldeas de su área de influencia ocurrió probablemente a través de alianzas matrimoniales entre mujeres de la propia nobleza y miembros de las familias más prominentes de las comunidades subordinadas. Esta exogamia de los primeros señores (jefes) tiene que haber sido una forma para obtener tributos (bienes y trabajo) sin violentar en forma demasiado directa la relativa autonomía aldeana.

En la fase Guadalupe (850-700 aC), hay señales de ulterior diferenciación social y desde la sucesiva fase Rosario (700-500) puede decirse que se ha formado en todo el subvalle de Etla un gran señorío con un jefe supremo en San José Mogote. Alrededor de la ciudad aumentan los asentamientos y se jerarquizan en tres grados de tamaño: la propia metrópolis (SJM), aldeas intermedias y pequeños villorrios más o menos dispersos( ). San José Mogote es diez veces más grande que la segunda aldea y a su alrededor (en un radio de 8 Km.) había 12-14 comunidades donde vivían más de mil personas: prueba irrefutable de la atracción ejercida en tándem por la ciudad y las buenas tierras del valle de Etla. En el subvalle de Tlacolula, se desarrolla el señorío de Dainzú, en cuyo alrededor, como en San José Mogote, se construye una rejilla de asentamientos subordinados de menor jerarquía.

En Rosario se tienen indicios de sacrificios humanos en Huitzo, en el extremo norte del subvalle de Etla y en el propio San José Mogote (Monumento 3). La guerra parecería haberse convertido en una actividad vez más importante mientras los señoríos consolidan sus “áreas de influencia” y chocan en sus zonas periféricas. En este período, podemos suponer, se consolida una tradición zapoteca de ataques, quemas de templos y captura de enemigos para el sacrificio. Un “modelo”, como hemos visto, que caracterizará gran parte de la historia mesoamericana por lo menos de ahí en adelante. El glifo 1 Temblor de San José Mogote se encuentra en una estela que refigura un sacrificio humano. Aparecen también indicios del calendario adivinatorio de 260 días.

Alrededor de 500 aC las luces mayores correspondientes a varios señoríos (San Lorenzo, La Venta y Chalcatzingo) se han apagado en diversos escenarios mesoamericanos y San José Mogote, después de haber llegado a un máximo de poder regional, experimenta también una súbita declinación. La ciudad es abandonada y sólo será repoblada mucho después sin alcanzar ni asomo del antiguo protagonismo. La decadencia es el preludio de un nuevo ciclo que hará de Monte Albán la primera ciudad capaz de ejercer el control político sobre los tres ramos de los valles centrales y sus diferentes señoríos.

En los inicios de los años 30, Alfonso Caso emprende las excavaciones en Monte Albán y gran parte de lo que sabemos hoy viene de ahí y de las investigaciones sucesivas desarrolladas en los valles centrales y en el resto de Oaxaca. Caso, Ignacio Bernal y Jorge Acosta fueron los primeros a considerar Monte Albán, cuyos antiguos edificios reaparecen a la luz, como una de las ciudades más antiguas (si no la más antigua) de Mesoamérica. Desde entonces el interés arqueológico se extiende a diversos sitios de Oaxaca; Bernal da el ejemplo con sus excavaciones en Yagul y Mitla (además de Tlatilco (Guerrero) en la huella ‘olmeca’). ¿De dónde había nacido ese coloso urbano? San José Mogote nunca rebasó los dos mil habitantes y de pronto aparece una ciudad que en sus primeros tiempos ya tenía 5 mil residentes. Veamos la secuencia cronológica elaborada por Caso y sus colaboradores.

Cronología de Monte Albán

Postclásico
1521-1300 Monte Albán V tardío
1300-1000 Monte Albán V temprano
Clásico
750-1000 Monte Albán IV
500-750 Monte Albán IIIb
200-500 Monte Albán IIIa
Formativo
100aC-200dC Monte Albán II
300aC-100aC Monte Albán Ic
500aC-300aC Monte Albán Ia

Con esta ciudad no se cumple un lento y predecible camino evolutivo, sino que se instaura una brusca discontinuidad en el tiempo. Ha ocurrido un cambio de escala que produce varias novedades: 1. La ciudad se instala en el peor lugar posible desde el punto de vista de la disponibilidad de agua y de cultivos, en la cima de una colina de 400 metros de altitud; 2. Y se ubica en la zona de conjunción de los valles que por siglos había quedado virtualmente deshabitada como un área neutra entre los señoríos de los subvalles; 3. Además de nacer gigantesca, alrededor del trazo de un imponente centro ceremonial, la ciudad revela una conjunción de fuerzas en que es posible que hayan participado diferentes señoríos de los valles que, probablemente, perdían cuotas mayores de su capacidad de autogobierno cuanto más crecía Monte Albán. Se ha levantado la apuesta sobre lo sagrado como clave de prestigio y de poder. Los señoríos previos a Monte Albán tenían, como se ha dicho, redes locales de aldeas y villorrios sometidos, y con el paso del tiempo Monte Albán absorbe bajo su control estas redes locales, convirtiéndose en un señorío de señoríos, en un Estado, que ejercerá el dominio sobre los valles por un milenio.

La decisión de ocupar Monte Albán fue súbita y realizada en poco tiempo, quizá como respuesta a alguna crisis o a la aparición de un liderazgo prestigioso. El primer asentamiento ocurre transfiriendo población de otras aldeas y en ese sentido el repentino abandono de San José Mogote se volvería comprensible. La ciudad no presenta los rasgos de ordenación planificada de Teotihuacán o de Tikal( ), pero la gran explanada en la cumbre de la colina será uno de los mayores centros religiosos de Mesoamérica. La ciudad profana (si es que queda espacio para lo profano en un universo en que lo sagrado requiere una arquitectura cada vez más monumental) se forma a las orillas, en las laderas donde se labran terrazas para cultivo y habitación.

¿Fue Monte Albán el producto de una decisión de San José Mogote o un acuerdo entre las elites de diversos señoríos( )? Difícil formular respuestas contundentes. Lo único seguro es la audacia y la confianza en sí misma de una elite que decide fundar una ciudad desprovista de la capacidad para alimentarse a sí misma y que necesita, desde sus inicios, el aporte cotidiano de varios centros intermedios y aldeas. Audacia y confianza en el poder emergente para asegurar una esencial red de suministros -a través de tributos y mercados- con el correspondiente sistema de control político. No parecería tener una alta probabilidad de acierto la hipótesis de que Monte Albán fue establecida en la cumbre de una alta colina por razones defensivas: no es fácil imaginar serias amenazas externas en el siglo VI aC sobre los valles de Oaxaca. A los mixtecos aún les faltaba un siglo para erigir sus primeros centros ceremoniales. El universo olmeca había concluido su recorrido histórico y no es fácil imaginar amenazas del Petén o del altiplano mexicano en esta época.

A pesar de la monumentalidad sagrada de Monte Albán persisten varios centros ceremoniales en los valles centrales indicando diversos niveles de control político territorial bajo el Coquí de Monte Albán( ). Es posible que la copresencia de un centro poderoso y distintos polos locales correspondiera a algún equilibrio federativo con diversas jerarquías y autonomías negociadas. Sin embargo, esta hipótesis tiene que tomar en cuenta el hecho que mientras Monte Albán recorre sus primeros pasos como nuevo poder en los valles, la geografía de los asentamientos se modifica en forma profunda y sin precedentes a su alrededor.

Entre 500 y 300 aC se estima en los valles la presencia de 261 comunidades y tres cuartas partes de ellas (incluida Monte Albán) eran nuevas. Una redistribución inaudita de la población regional que se asienta sobre todo alrededor de la gran ciudad. ¿Son necesarias más señas para dejarnos suponer la tremenda capacidad de acción política de un liderazgo tal vez portador de una misión mística con amplio poder de atracción regional? La creación de la gran ciudad activa un proceso de reconcentración como nunca había ocurrido anteriormente. Entre 300 y 100 aC había alrededor de ella 744 comunidades, seis de las cuales con entre mil y dos mil habitantes( ). Lo que tal vez explique las razones por las que la población de Monte Albán registre un prolongado estancamiento (de 17 a 15 mil habitantes) entre 200 aC y 300 dC. De cualquier manera la escala ha cambiado: si hacia el fin de la hegemonía local de San José Mogote, la población de los Valles de Oaxaca puede ser estimada en 4 mil almas, en el segundo siglo dC, en plena hegemonía de Monte Albán, la población ha llegado a 50 mil y llegará a 115 mil en Monte Albán IIIa (200-500 dC). Un dramático salto hacia delante que difícilmente pudo haberse dado sin probables aportes de poblaciones externas a los valles.

En este contexto de revolución demográfica, creación y relocalización de aldeas, Monte Albán adquiere los rasgos inconfundibles de un estado, “ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella”( ). Sin embargo, el poder para ser estado necesita cumplir algunos otros “requisitos” además de ponerse por encima de la sociedad. Según los criterios contemporáneos de la etnohistoria, debe realizarse un sistema de asentamientos con cuatro niveles jerárquicos, incluido el centro metropolitano; deben existir palacios reales o templos especializados y, finalmente, proyecciones militares sobre el territorio. Como es obvio estamos frente a criterios ex post y positivos en lugar que ex ante y normativos. Y estos criterios parecerían cumplirse alrededor de 300 aC para convertir a Monte Albán en un estado, tal vez el primero de Mesoamérica( ). De paso: a diferencia del despotismo oriental de Wittfogel para el cual las grandes obras de riego son la experiencia formativa estatal, en el caso de Monte Albán, el estado no surge de la administración de imponentes obras hidráulicas. Aquí los canales de riesgo se desarrollaron en obras de pequeñas dimensiones vinculadas a los afluentes menores del Atoyac a los pies de las elevaciones circundantes( ). Reflexionemos sobre dos aspectos: la fragmentación social en Monte Albán y la transformación de los antiguos (¿esporádicos?) sacrificios humanos en una ideología de estado.

Asombra la ausencia de un palacio real en Monte Albán. En su lugar encontramos pruebas arqueológicas de residencias de elite similares entre sí. Si esta ausencia no esconde sutilezas moleculares inimaginadas, parecería que el Coquí (máximo gobernante hereditario zapoteca) fuera más un primus (poderoso) inter pares (corporativamente poderosos) que un monarca de poder irrestricto. De no ser así quedarían vestigios arqueológicos del ensalzamiento del monarca. Estamos frente a una elite sin rostro( ). En el período tardío de Monte Alban, se han distinguido 57 residencias elaboradas frente a 2899 simples. Considerando que las familias nobles son más numerosas, estamos hablando de una aristocracia que no llegaba a 5 por ciento de los residentes. Un abismo originario al cual el sacrificio humano debía otorgar el dramatismo necesario para anular cualquier voluntad de cuestionar segmentaciones o privilegios incorporados al culto.

Al primer período de la ciudad pertenece el edificio de los “danzantes” que en realidad es una galería de más de trescientos piedras labradas que representan igual número de sacrificados. El estilo iconográfico es el del Monumento 3 de San José Mogote. Pero aquí hay una novedad: los borbotones de sangre en forma de volutas no nacen ya sólo del pecho abierto para la extracción del corazón sino también de los genitales. Tortura y sacrificio forman parte del mismo rito. Estas son las imágenes que los visitantes contemporáneos veían expuestas con orgullo- en el Edificio L de Monte Albán ( )- y algunas de ellas debían ser pisadas subiendo la escalinata. A pocos pasos se encuentra el Edificio J (construido en Monte Albán II) que ilustra las conquistas de la ciudad en cuarenta lugares diferentes, con la cabeza invertida, y los ojos cerrados, de sus previos gobernantes. Cuyas viudas, probablemente, tuvieron que casarse con el nuevo representante local del Coquí.

La mística monumentalidad de la plaza (270x125 metros, con espacio para más de 15 mil personas), que sólo deja abierta la mirada hacia el cielo, está salpicada por la exposición de una potencia que hace de la crueldad una virtud cívica oficiada, naturalmente, por los sacerdotes, a nombre de todos. “Un despliegue pavoroso de propaganda militar” según Marcus y Flannery( ). En efecto, la intención de tanta exhibición de poder debía ser la de convertir una antigua tradición de sacrificio humano en un nuevo orgullo estatal, un factor de cohesión hacia adentro y estremecimiento hacia los enemigos. Dice Blanton:

En la mitología nativa de Oaxaca la agricultura fue entregada a los hombres a través de un pacto continuamente renovado: la tierra provee la lluvia y en cambio espera recibir sacrificios. Sugerimos que como parte de su estrategia de construcción estatal, la elite gobernante se apropió de los símbolos antiguos del pacto para convertirlos en parte de la ideología del estado de Monte Albán( ).

Una práctica arcaica recibe un nuevo baño de purificación cívica, como símbolo combatiente durante los siglos en que la ciudad unificará el valle bajo su dominio a través de una mezcla de alianzas matrimoniales y guerras. Sin embargo, quedan (muchas) preguntas sin respuestas satisfactorias. ¿Qué abismos sociales requerían una exhibición tan espeluznante para sancionar su legitimidad? ¿Cuántas pulsiones de violencia colectiva necesitaban ser canalizadas al sacrificio y a la captura de enemigos en guerra? ¿Qué estados psicológicos individuales y colectivos podían derivarse de esa apología del poder como crueldad sistemática contra los vecinos? ¿Qué respeto religioso del poder, qué temores ancestrales y ancestrales incertidumbres se incuban ahí?

En los primeros siglos de nuestra era es evidente una influencia teotihuacana en Monte Albán que se muestra con la aparición de Quetzalcóatl y Tláloc (dios de la lluvia) en el panteón zapoteca y con la delgada, anaranjada, cerámica ceremonial que proviene del altiplano de México. Observa Whitecotton:

El intercambio y la emulación de otras elites no hacen sino aumentar el prestigio de todas. Quizá más que ninguna otra cosa, la presencia de nuevos rasgos de elite en el periodo II (100 aC-200 dC) expresa la creciente separación entre la elite y los individuos ordinarios( ).

Desde fines de Monte Albán IIIb, la ciudad, que ha alcanzado 24 mil habitantes (un quinto de Teotihuacan), pierde la capacidad para mantener unidos sus antiguos dominios en los valles, mientras ciudades antiguamente sometidas (como Zaachila o Cuilapan) se perfilan como nuevos poderes locales. Elites regionales que habían vivido siglos en la sombra de un poder incuestionable, comienzan a ponerle límites.

El período clásico de Monte Albán termina y, junto con él, el poder que la ciudad había ejercido sobre gran parte de Oaxaca, desde el norte de la Cañada de Cuicatlán (en la frontera con el valle de Tehuacán) hasta el sur, de Tututepec a Miahuatlán y más al oriente. ¿Cansancio senil de un viejo “imperio” que despierta a su alrededor, por contagio inter-elitario, energías cada vez menos controlables? ¿Fragilidad de una alta concentración de población en un área con limitada disponibilidad de tierras de buena calidad? ¿Menor disciplina social frente a las demandas para más monumentos, guerras y símbolos de poder? ¿Vientos regionales adversos que producen un efecto dominó desde la caída de Teotihuacán? ¿Alguna versión zapoteca del 1848 parisino y europeo, mezcla de rebeldía social y surgimiento de nuevas ambiciones señoriales? Cualesquiera que haya sido la razón o la combinación de ellas (ningún Suetonio tenemos aquí que nos cuente las locuras de esta decadencia), el hecho es que la ciudad es progresivamente abandonada, aunque nunca del todo, y para Monte Albán IV ha dejado de ser la entidad política dominante mientras los valles se vuelven territorio de nuevos señoríos. Comienza, canónicamente, el postclásico.

Mucho antes, desde el III siglo dC, habían nacido ciudades como Zaachila, Jalieza, Lambityeco, Yagul, Mitla, etcétera, algunas de las cuales alcanzaban miles de habitantes ocupando un segundo nivel en la jerarquía de los asentamientos de los valles. Varias de estas ciudades –Jalieza, Dainzú y Zaachila- reaparecen en el postclásico como centros independientes de poder. La primera, que convivió con el último tramo de la hegemonía de Monte Albán, está situada en una zona estratégica desde el punto de vista defensivo y llegará a 13 mil habitantes cuando Monte Albán tenía 16 mil. Lo que parece reforzar la hipótesis de una decadencia de Monte Albán asociada a la creciente autonomía de centros regionales capaces de reforzar sus alianzas locales y desafiar la antigua metrópolis.

En el vacío de poder dejado por la implosión del coloso, la guerra se vuelve una constante para consolidar áreas de tributación e influencia alrededor de los mayores centros urbanos. Los coquí son ahora regionales. Y en la turbulencia de un mundo que redefine sus fronteras y se abre a nuevas ambiciones, familias de la nobleza mixteca, en las montañas al occidente de los valles centrales, son incorporadas a la vida zapoteca a través de alianzas matrimoniales. Los mixtecos entran a los valles y aunque hoy no se hable mixteco en la zona, permanecieron allí tres o cuatro siglos, dando lugar a un sistema de convivencia y dominio sobre la cultura zapoteca del cual las noticias disponibles son apenas pocas fichas en un mosaico que sigue en gran parte desconocido. Una presencia inicialmente amistosa que se convertiría después en una beligerancia concluida -en los últimos actos de historia mesoamericana- con la aparición de los mexicas en los valles centrales.

Así que, acercándonos a la conclusión de este apartado, nos topamos con uno de los problemas mayores: la Mixteca, su gente y cultura. ¿Dónde está el problema? En la variedad de influencias externas que se cruzan con el mundo mixteco y en su propia fragmentación política secular. Los mixtecos nunca tendrán su propio Monte Albán y no es asombroso que la espléndida tumba 7 en la antigua ciudad, descubierta por Caso en 1932 –y que corresponde a un período tardío en que la ciudad estaba semiabandonada-, fuera un reconocimiento póstumo mixteco a una antigua gloria inalcanzada( ).

La escasez de recursos en la serranía impidió a los mixtecos el despliegue arquitectónico zapoteca, pero no les impidió alcanzar niveles muy altos de destreza y elegancia en la cerámica y en la orfebrería aparecida aquí en el siglo X dC, con un milenio y medio de retardo respecto a las primeras manifestaciones andinas. Además de la variedad de influencias externas que se cruzan sobre la Mixteca y las vicisitudes de una fragmentación beligerante (que nunca permitió un estado mixteco), una de las dificultad mayores ha sido indicada por Ronald Spores, quien dirigió las excavaciones en el valle de Nochixtlán, en la Mixteca alta: en la actualidad se conocen superficialmente mil 500 sitios, 25 han sido excavados y estudiados sobre un total de 4 mil sitios, cuya mayoría no es conocida ni superficialmente( ). Así que pocas cosas pueden ser dichas desde el presente sobre la materia sin aceptar un elevado rango de error.

La Mixteca alta, probable asiento original de esta cultura, es una cadena de elevaciones superiores a 1500 metros de altitud, con pocos y pequeños valles donde la agricultura pueda ofrecer altos rendimientos. La primera ocupación parecería haber ocurrido alrededor de 2 mil años aC. Hay aldeas anteriores a 400 aC con indicios de influencia olmeca. Pero aquí el desarrollo es inevitablemente más lento que en los valles centrales, tan próximos y tan lejanos al mismo tiempo.

Con la decadencia de Monte Albán, la turbulencia en los valles centrales parece contagiar a la Mixteca, donde surgen nuevos centro urbanos como Coixtlahuaca, Tlaxiaco, Yanhuitlán, cuyas dinastías serán descritas después en los códice mixtecos( ) pintados sobre pieles de venado dobladas en forma de biombo( ). Pero ¿quiénes son esos mixtecos que muestran una vitalidad inédita? Según Caso se trata de prófugos teotihuacanos de Puebla que buscan refugio en la mixteca y se mezclan con la población local( ). Ignacio Bernal dice:

Parecieran haber existido varios centros de cultura mixteca: uno en la Mixteca propiamente dicha, en las montañas del este de Oaxaca; otro en los estados de Puebla y Tlaxcala, con extensiones dentro de Morelos, el sur de Guerrero, y el valle de México (área Chalco-Xochimilco), y otra extensión en el centro y en el sur de Veracruz, en donde antiguamente se hablaba mixteco. Estas áreas constituyen realmente una sola, con ciertas diferencias originadas, quizás, por la acumulación de culturas más antiguas en el área más cosmopolita de Puebla-Tlaxcala, cuyo centro fue la venerables ciudad de Cholula, gran centro civilizador( ).

También según Paddock, el sujeto mixteco incluye otros grupos lingüísticos (chocho-popolocas, mazatecos, chinantecos, etc.): un conjunto multinacional que bautiza tetlamixteco( ). Una cultura Pueblo-Mixteca (por su estilo cerámico) bajo influencia de la no lejana Cholula. El dato permanente, para repetir el molde, parecería ser la guerra que, entre otras razones, es favorecida por la distribución discontinua de los señoríos mixtecos en distintas altitudes (hacia Guerrero y Puebla y hacia la costa)( ). En el siglo XI, el intento de 8 Venado Garra de Tigre, señor de Tilantongo, para unificar los señoríos a partir de la Mixteca alta será tan exitoso como efímero.

Son estos mixtecos los que entran en los valles centrales quizá desde el siglo XII e inocultablemente a fines del siglo XIII a través de una alianza matrimonial entre la zapoteca Zaachila y nobles mixtecos, lo que permitió fundar una colonia mixteca en Cuilapan, como nos dicen testimonios de viejos indígenas recogidos en la Relaciones geográficas del siglo XVI. Posteriormente, los mixtecos avecindados derrotaron a la nobleza de Zaachila forzándola al exilio en Tehuantepec. Destruido el mayor señorío zapoteca, parecería que los mixtecos hayan extendido su poder en los valles centrales, dejando su sello (el sello tetlamixteco) en varios centros ceremoniales de los valles.

El último acto es la penetración mexica que busca una línea de comercio hacia el Soconusco, además de los tributos de los señoríos mixtecos y zapotecas en el camino. Cocijoeza, señor zapoteca de Tehuantepec, obtiene el apoyo militar mixteco (mismos que habían expulsado a sus antecesores de Zaachila) para enfrentar una amenaza mexica que finalmente derrota. Ahuízotl, tlatoani azteca, ofrece a su hija como esposa del señor zapoteca. Mientras tanto varios señoríos mixtecos y zapotecas seguían pagando tributos a sus nuevos y lejanos señores aztecas.

Algunas observaciones finales sobre la organización social mixteca y el singular papel de la poliginia en ella. La organización de la vida colectiva mixteca es -y difícilmente podría haber sido de otra manera- una reelaboración entre dos influencias mayores: Monte Albán, de un lado, y el altiplano de México, vía Puebla-Tlaxcala, del otro. Para profundizar en la obviedad, la Mixteca es Mesoamérica: un fragmento, ciertamente, pero contiguo y compatible con aquellos otros que forman un mosaico ordenado de diferencias coaligadas.

Tenemos aquí la consabida y aplastante diferencia entre una nobleza que parecería representar cerca del 3 por ciento de la población y que repite la pauta de exclusiones de vestido y alimentación además de una extrema ceremonialidad social. Por tan pequeño que sea el señoríos, en la cúspide está el señor (Yya) hereditario y sus parientes inmediatos, viene después lo que podríamos llamar una nobleza de segundo orden, los principales, siguen los miembros del siqui (el calpulli mixteco), o sea los hombre libres con posesión colectiva de la tierra y obligaciones comunes hacia el señor y, finalmente, los siervos y esclavos (que, para no dejar dudas, son llamados mano-pie). Siguiendo con palabras que indican funciones en la tradición mixteca, el señor es “ojo y rostro”, es aquél que “cuida el asiento de los antiguos”, es “cabeza del pueblo” y “quien aplaca el pueblo”( ).

Como entre los zapotecas, los comerciantes son plebeyos no elegibles ni para cargos importantes ni para matrimonios con la nobleza( ). El señor enviaba sus representantes, pertenecientes al segundo rango de la elite, a las diferentes comunidades tributarias. Ni la nobleza ni los sacerdotes tenían cargas tributarias hacia su señor( ). El poder del Yya es aplastante, sin embargo no se puede dejar de subrayar el siqui, sus ancestrales tradiciones comunitarias y sus órganos de autogobierno no siempre protagónicos pero siempre presentes. En este universo vive la gran mayoría del pueblo y con él tiene que construir el Yya una relación de sujeción negociada. Es más que probable que la guerra patriótica permanente -por la mezcla virtuoso-profana de prisioneros para sacrificar y tributos para recolectar, con consiguiente aflojamiento de la presión sobre el siqui- haya sido un factor determinante en los consensos alrededor de las elites gobernantes.

Una observación final sobre la poliginia. En la sociedad mixteca (como en la zapoteca) los señores sólo podían casarse con descendientes de señores de otras comunidades. Lo que deja entrever la complejidad shakespeareana de nexos familiares entre primos, tíos y abuelos pertenecientes en guerra crónica consigo mismo. La poliginia es una forma a través de la cual se establecen puentes informales en una sociedad altamente segmentada. Los principales entregaban como amantes sus hijas adolescentes al rey pero siendo que los hijos serían ilegítimos las mujeres eran devueltas embarazadas a sus padres para que les consiguieran un esposo de su rango. Y lo mismo sucedía con las hijas del pueblo honradas de haber sido embarazadas por algunos de los principales antes de regresar en los rangos.

Este sistema debió facilitar a los estamentos dominantes la obtención de la lealtad y la sumisión de los supuestos parientes de calidad social inferior( ).

Debió facilitar la formación de un sistema de intercambio de favores, de clientelas y canales informales de acceso a la benevolencia de los de arriba además del circuito subterráneo de información en los dos sentidos. Sin considerar lo obvio: la extraordinaria resistencia de los señores mixtecos a perder sus dominios y la certeza de encontrar siempre seguidores en el pueblo.

Sacrificio y Edad de piedra

Concluyamos tratando de sacar las sumas. ¿Sumas de qué con qué? Complejidad es heterogeneidad y las sociedades mesoamericanas alcanzaron altos niveles de complejidad a pesar de sus limitaciones técnico-ambientales. ¿Cómo orientarse en el mare magnum sin algún observatorio privilegiado? Naturalmente el costo es siempre alto: fragmentos quedan fuera cuya introducción en el escenario podría cuestionar su consistencia lógica o su supuesta adherencia con los hechos históricos. Sin embargo, naturalmente, no hay opciones.

Difícilmente puede soslayarse una de las insistencias mesoamericanas más conspicuas: el complejo Guerra-Sacrificio del que comenzamos a hablar varias páginas atrás( ). Una historia antigua que viene, por lo menos, desde San José Mogote, donde, sin embargo, el sacrificio podía todavía estar ligado a un mito agrícola de intercambio vital con la tierra, hasta Teotihuacan y Tenochtitlan, donde es parte de un culto de estado al sol que necesita sangre humana para vencer cada noche su batalla contra las tinieblas. La víctima puede ser despeñada de la saliente de un cerro, como en la Mixteca, se le puede arrancar el corazón en vida, como en Teotihuacan o ser flechada como en el Tajín, con un ubicuo florilegio de torturas sobre las cuales no nos detendremos, pero es casi siempre el mismo: un prisionero de guerra. Esta combinación estrecha entre sacrificio y guerra es lo que necesita ser explicado en su papel social y en su asombrosa persistencia a lo largo de toda una civilización. En Oaxaca se reproduce un molde mesoamericano que, en parte, sale de ahí.

El sacrificio humano cumple diversas tareas simbólicas.

El sacrificio puede dirigirse a generar un beneficio tangible como una victoria en la guerra, eludir una hambruna, una buena cosecha, el nacimiento de un niño saludable, la recuperación después de una enfermedad...( ).

En Mesoamérica necesitamos estrechar el espacio. Sacrificio humano, como aquí trataremos de entenderlo, no es ni un acto de venganza ritual (como el asesinato de Políxena sobre la tumba de Aquiles), ni un espectáculo gladiatorio, ni el sacrificio de acompañamiento de viudas y sirvientes a la muerte de un rey que no quiere ir solo al más allá, ni un acto para conjurar un peligro inminente en un momento de aprensión o de histeria colectiva. Tampoco puede considerarse sacrificio humano la barbarie secular de la Inquisición que pone sacramentos alrededor de la arbitrariedad y el prejuicio. Aunque la diferencia para las víctimas de distintas formas de brutalidad humana pudiera no ser relevante, hay un surco entre dar muerte como castigo por un delito (real o imaginado) y hacerlo en cumplimiento de un dictado divino.

La historia está salpicada, en el lejano origen de muchas culturas, por sacrificios humanos. La singularidad mesoamericana no está en el hecho en sí, sino en las dimensiones que adquirió aquí y en una duración milenaria que contrasta ostensiblemente con otros recorridos culturales. Desde los tiempos clásicos de Atenas el sacrificio es visto con embarazo, como algo vergonzoso (quizá como el incesto) que sólo a los mitos (y a los dramaturgos que los reelaboran) es permitido tratar. Los anales registran el sacrificio de una persona en Atenas en el siglo VII aC. En Roma, donde nunca fue frecuente, es prohibido por ley en 97 aC. El sacrificio de acompañamiento desaparece en China desde la dinastía Ming y se sustituyen a las víctimas en carne y hueso con figurillas de barro ( ). Dice Octavio Paz:

La crueldad de muchas de esas ceremonias ha provocado la reprobación de muchos. Actitudes explicables pero que no ayudan a la comprensión; es como condenar a un terremoto o azotar a un río que se desborda( ).

Metáfora descaminada: ni los terremotos ni los ríos desbordados son fenómenos culturales; el sacrificio humano sí lo es. Y si es cierto que la repugnancia no ayuda a entender, tampoco ayuda el considerar la historia como una fuerza de la naturaleza. La naturaleza no sirve para explicar esa frontera sutil, quizá indefinible pero no por eso menos real entre un universo en que el sacrificio humano es percibido como una antigua brutalidad cuyo recuerdo produce malestar y otro en que este malestar aún vive adormilado en capas profunda del inconsciente sin poderse permitir la liberación de la repugnancia. Entre una cultura, por así decir, de otredad amortiguada, y otra de otredad tan absoluta que el asesinato ritual del prójimo no parezca tal, sino sacrificio del “otro”, un individuo tan psicológicamente lejano que la privación de su vida no me duela. ¿Cuándo ocurre en la historia de varias culturas ese salto invisible de una condición psicológica a la otra? Lo relevante aquí es que, por lo que se sabe, ese “salto” no ocurre en la historia mesoamericana.

¿Cuál es el origen del sacrificio humano? Levi-Strauss limita la búsqueda a sociedades asentadas establemente en un territorio. El argumento es: totemismo y sacrificio son incompatibles. El totemismo de las tribus nómadas supone una correspondencia entre todas las cosas y no una separación entre dios y hombre. El sacrificio nace de esta separación, o sea, de la religión( ). Inevitable la tentación de una lectura conjunta de dos fenómenos coetáneos: ¿no habrá sido la religión el factor central encargado de la re-construcción simbólica de la unidad frente a sociedades que se fragmentan?

En distintos momentos y con distintos protagonistas intelectuales, se idealizó un supuesto pacifismo de los mayas, teotihuacanos y otras culturas mesoamericanas. Salvo descubrir que no fue así. En Teotihuacan hubo sacrificios masivos durante la construcción de las pirámides del sol y de la luna( ) y sin embargo no hay en la ciudad signos iconográficos que indiquen sacrificios humanos. ¿Autocensura? ¿Vergüenza removida? ¿Un indicio del “salto” que mencionamos apenas arriba? Entre las explicaciones de la caída de Teotihuacan está justamente la posibilidad de un profundo conflicto religioso en que Quetzalcóatl afirma su aversión al sacrificio humano frente a una casta guerrera que de ahí trae su principal legitimación.

Lo que el mito nos cuenta es que el conflicto (re)nace en Tula cuando el príncipe tolteca Ce Acatl se convierte en rey de Tula asumiendo el nombre de Topiltzin Quetzalcóatl y se abre el conflicto con otro dignatario de la ciudad que asume el nombre del dios de la guerra Tezcatlipoca( ). El conflicto concluirá, como sabemos, con la derrota de Quetzalcóatl y su exilio. Y Tula se convertirá en una nueva aguerrida reedición del antiguo complejo guerra-sacrificio. De ahí en adelante, señalan Lamberg-Karlovsy y Sabloff: “El militarismo y el sacrificio conquistaron el orden del día”( ). Estados jóvenes que necesitan construir el consenso alrededor de nuevos guías guerreros, ambiciosos y capaces de reavivar al mismo tiempo entusiasmo expansionista y furor religioso.

Entre estos vaivenes una cosa es cierta: la profunda religiosidad del pueblo que queda testimoniada por la multiplicidad de misioneros en tiempos de la conquista. En los Coloquios cristianos de 1524, los sabios mexicas puestos frente a los doce franciscanos, y en medio del fervor catequista de estos últimos, alcanzan a decir: “Nuestros progenitores decían que ellos, los dioses, son por quien se vive”( ). Y se muere. Recordemos la hecatombe que alimentaba durablemente esta religiosidad: se calcula que entre 1415 y 1519, se cumplieron en el altiplano de México más de 500 sacrificios anuales( ).

Laurette Sejourné escribe:

El relato de las innumerables fiestas que se celebraban todo el año no es más que una serie de atrocidades y, como es natural, los adoratorios de los templos parecían verdaderas carnicerías...El pensamiento religioso de los aztecas no era más que un arma política en mano de déspotas inexorables( ).

Sin embargo, la misma autora que ve un vínculo tan fuerte entre muerte ritual y legitimación social de la elite, no puede evitar “mejorar” el cuadro sosteniendo que con los aztecas estamos frente a “una tradición antigua traicionada”. La verdad es más sencilla: los pueblos nahuas, llegados al valle en los siglos X y XI, acentúan (acogen con el entusiasmo del neófito) un complejo guerra-sacrificio que consideran una característica de pueblos sedentarios más avanzados.

Las Relaciones geográficas con las cuales, a fines del siglo XVI, la corte de Felipe II decide encuestar a la Nueva España, son un inacabado recuento de parte de los indígenas consultados, sobrevividos a conquista y epidemias subsiguientes, de un crónico estado de guerra estrechamente vinculado a la necesidad de conseguir prisioneros y, de paso, tributos, entre ellos, individuos sacrificables. El presbítero Pedro Franco de la catedral de Antequera, la antigua ciudad de Oaxaca, es encargado de cumplir la tarea de su competencia y recoger el testimonio de ancianos indígenas sobre la vida antes de la llegada de los españoles. A propósito del pueblo de Chichicapa “y su partido” Franco escribe: “tenían continuamente guerras con los comarcanos, y así andaban a ‘viva quien vence’( ). Y sigue, refiriéndose a Miahuatlán:

Y siempre tenían guerras con los pueblos de Coatlán y Ocelotepeque, pueblos cercanos con quien parten términos, hasta que llegaron los mexicas que llevaron paz... (Acerca de los esclavos) Algunos sacrificaban y les habrían con unas navajas de teta a teta, y le sacaban el corazón ... y la carne se juntaban todos y la comían, y hacían fiestas y boda della y ansí, en cada pueblo tenían su orden, e ídolos diferentes a quien adoraban... Y como siempre andaban en guerra, andaban prevenidos porque, en topándose por los caminos, el que vencía al otro, con la cuerda de su propio arco le ataban los genitales y lo traían al pueblo y así, eran tenidos en mucho los valientes.

Por su parte, el cronista encargado del pueblo de Guatulco y su partido, “en la costa de la mar hacia el poniente”, registra:

En tiempo de su gentilidad eran sujetos a los señores de Tututepec y le solían tributar oro en polvo y mantas...y algunas veces, solían sacrificar algunos hombres que prendían en la guerra y otros esclavos que compraban para ello( ).

Una fisiología social que convierte al vecino en “otro” refleja obviamente una disponibilidad psicológica a tolerar la crueldad en su contra y la anestesia moral consiguiente. Homologación cultural y conflicto crónico.

La religión exige sangre, la sangre exige guerra y la guerra se vuelve ritualización humana de un mito cosmológico. Sin embargo, planteadas así las cosas, parece que todo se mueva al interior de una tradición religiosa que impone a los individuos una adherencia absoluta a roles establecidos. La religión vista como un universo que se explica a sí mismo y cuya narrativa tiene en sí misma las claves de su realidad. Parecería que a veces sea suficiente mencionar el sacrificio de los dioses en Teotihuacán para crear el sol y la luna para que, a partir de la idea de la responsabilidad individual hacia los dioses, los comportamientos colectivos y sus engranajes psicológicos queden explicados. Obviamente, no es así. Hagamos a un lado el monstruoso problema de pensar en la peculiaridad psicológica mesoamericana que crea y es creada por sus propios mitos. Lo que aquí nos interesa es la repetición, la insistencia milenaria alrededor del complejo guerra-sacrificio. Formulemos dos hipótesis.

La primera es que si el sacrificio humano es una declaración de irreducible otredad de esclavos, prisioneros de guerra u otras víctimas (niños y mujeres), estamos probablemente frente al indicio de una segregación interna a la sociedad mesoamericana. La frecuencia obsesiva de ritos y ceremonias que terminan con el sacrificio humano se parece a una confirmación ritual de distancias abismales que de otra manera, tal vez, no serían tolerables. El dramatismo del sacrificio sanciona la eternidad de un presente fuera de la historia. Otra vez Octavio Paz: las pirámides son “tiempo petrificado” o, como diría Levi-Strauss: la “diacronía domada”. La repetición es consagración y, en este caso, consagración dramática.

¿Qué se consagra además de los dioses? El surco entre elite y pueblo común. Si al final de este camino encontramos sumisión y un alto sentido de lo ineluctable, no nos topamos con un dato natural, sino con una condición psicológica culturalmente construida a lo largo de siglos y sellada por el terror. ¿Quién puede sonreír mientras alguien grita de dolor, víctima del sacrificio? Una sociedad que construye tempranamente un molde del cual ya no podrá salir; la religión y el localismo agresivo hacia los vecinos fueron instrumentos exitosos para su persistencia. El complejo guerra-sacrificio aparece así como una especie de proyección exterior para obtener seres sacrificables y evitar una de las posibilidades: pagar menos sangre a los dioses o acudir con mayor frecuencia a los miembros de la comunidad. La guerra como forma para cumplir un dictado y reducir a los mínimos términos el sacrificio comunitario. El celo religioso es celo guerrero.

La segunda hipótesis es que el no poder salir de la Edad de piedra supuso una limitación de largo plazo del excedente potencial y de una mayor complejidad social que pudiera haber cuarteado las barreras de una sociedad fundamentalmente dual. El bloqueo milenario alrededor de una edad tecnológica de la piedra restringió drásticamente la posibilidad de abrir una brecha en el tiempo sagrado cíclico y sus pulsiones recurrentes.

Pongamos algo de carne alrededor de estos dos esqueletos hermenéuticos que pretenden explorar las razones de la larga duración del complejo guerra-sacrificio. Hagamos algunas observaciones alrededor de cada una de las hipótesis mencionadas, comenzando con la primera acerca de la segmentación social mesoamericana.

Es muy probable que la mayoría de los mesoamericanistas pertenecientes a las varias especialidades científicas, piense hoy que, a pesar de sus complejos equilibrios entre prestigio, status, riqueza y poder, la sociedad mesoamericana haya sido, sobre todo en sus realidades estatales, una sociedad dual con dos carriles establecidos desde el nacimiento. Aunque pueda haber diferencias no irrelevantes al interior de cada uno de los dos estamentos, su frontera es neta. La nobleza no parece haber llegado a más de 2-4 por ciento de la población( ). En Teotihuacan como entre los aztecas, los mayas y los zapotecas existe una nobleza de primero y de segundo rango, donde la primera es la que está más vinculada por parentesco o funciones al rey, mientras la segunda está constituida por aquellos que, como ha sido dicho, deben ser aplacados con puestos honoríficos, militares o de representantes del señor o del rey en alguna provincia tributaria( ). Del otro lado, sobre todo en el comercio se crean concentraciones de riqueza a las cuales puede corresponder prestigio pero ni status ni, menos aún, poder. Tal vez en ninguna parte la corporación de los comerciantes fue tan fuerte como en Tenochtitlan y, sin embargo, Sahagún nos informa que cuando algún pochteca se hacía demasiado visible, el rey lo mandaba matar.

¿Fue suficiente el dramatismo sagrado del sacrificio para sancionar a lo largo de los siglos una segmentación social tajante y aparentemente indiscutible? Tal vez no. Es aquí donde interviene la secular tradición comunitaria que, en forma distinta respecto a la división vertical de la sociedad, crea gobernabilidad con la anulación del individuo en las estrechas redes horizontales de una solidaridad aldeana colectivamente tributaria del señor. Y, como hemos dicho, sin guerra con los vecinos muchos señoríos se habrían enfrentado a la opción entre una menor devoción o más sacrificios comunitarios. La solidaridad supone aquí, casi fisiológicamente, la guerra.

Una sociedad abrumada por partida doble: por una nobleza, que es instrumento de comunicación con los dioses, y por una comunidad que se afirma a través de una ritualidad de festejos y recurrencias destinadas a fortalecer el espíritu colectivista y el orgullo de pertenencia. Lamberg-Karlovsky y Sabloff se preguntan si la sociedad azteca (que repite moldes fundamentales de la tradición mesoamericana) era un despotismo estratificado o una democracia tribal( ). La singularidad mesoamericana parecería haber sido justamente ésta: fue las dos cosas al mismo tiempo. Una profunda división vertical que convive con estrictos mecanismos aldeanos de integración horizontal( ). Traducido a un pasado reciente: presidencialismo más corporaciones.

La constante es la anulación del individuo en una responsabilidad colectiva abrumadora. Cosas interesantes dice Duverger acerca de la sociedad azteca, sobre las razones de la intolerancia hacia la embriaguez (fuera de las ocasiones consagradas) y sobre el tonalpouhqui, sacerdote adivino de los destinos.

La reprobación de la embriaguez en el mundo náhuatl se debe en gran parte al temor de los dirigentes a ver resurgir fermentos de individuación...El universo moral mexicano desconfía naturalmente de los ebrios que pecan, ante todo, porque se hacen notar( ).

La borrachera entrega cada uno a sus pulsiones y da público espectáculo del aflojamiento de la autocensura y del conformismo compulsivo. El borracho es un individuo en su forma más angulosa: es él que no encaja. Sobre la adivinación, escribe el mismo autor:

Bajo capa de un juego de influencias cuyas reglas sólo conoce el adivino, ¿no puede verse una planificación autoritaria, una maquinación de la casta dirigente para institucionalizar el conformismo y dominar así la dinámica social?

Es posible que las palabras planificación y maquinación expresen un grado excesivo de conciencia de clase, una excesiva separación anímica entre los creadores de una cultura y su propia creación, pero la idea sigue siendo sugerente.

Sin embargo, dice León Portilla, que ha escrito textos fundamentales sobre la cultura náhuatl, al final de un viejo y excelente libro:

En la tensión de los polos extremos, individuo y sociedad, la cultura de Anáhuac halló un justo equilibrio( ).

Evidentemente, el nacionalismo proyectado hacia el pasado no siempre es buen consejero. ¿De qué individuo puede hablarse seriamente en una sociedad mesoamericana cortada verticalmente por dioses (literalmente) sedientos de sangre e integrada horizontalmente por estrechos nexos de recíproca dependencia? ¿Cómo podía ser “justo” un equilibrio construido sobre la ausencia de uno de los dos términos?

En lo que concierne a la segunda hipótesis relativa a los vínculos sociales de la Edad de piedra, limitémonos a algunos comentarios. La fundición de cobre y oro llega a Mesoamérica muy tardíamente, en el siglo X de nuestra era( ) y, con la excepción de los tarascos que harán armas de cobre, quedará limitada fundamentalmente a objetos ornamentales como en la Mixteca. Mientras que, en las otras civilizaciones prístinas y sobre todo en Mesopotamia, la construcción estatal ocurre en la ola de un cambio tecnológico que tiene en la fundición (del cobre antes y el bronce después) y en la rueda sus puntas de lanza, el entero recorrido histórico mesoamericano está tecnológicamente enclaustrado en la Edad de piedra y en la inexistencia de la rueda incluso en alfarería. Estamos frente a un cuerpo tecnológico que no produce en su seno diferencias críticas capaces de activar otras.

Las ventajas de los metales son muchas sobre la piedra. En lo que concierne a la herramienta, los instrumentos metálicos son más ligeros y de hoja más delgada, mantienen el filo más tiempo y son más fáciles de reafilar. Aunque la obsidiana tenga un filo muy agudo se trata evidentemente de un material que se vuelve más frágil cuanto más delgada sea la hoja. Las herramientas metálicas tienen, además, otras dos ventajas esenciales: son más durables y permiten mucho mayor variedad de formas en hachas, cinceles, taladros, sierras, etc.( ). Otra superioridad crítica está en las armas; es aquí donde es mucho menos probable que un arma de bronce se quiebre durante el combate, como ocurre a menudo con las de piedra, además de la mayor ligereza. Dice Gordon Childe: “la superioridad de las armas de cobre sobre las de piedra o hueso fue casi tan decisiva como la de las armas de fuego sobre arco y flechas”( ).

Estos saltos de desigualdad respecto al escenario técnico previo no se dan en Mesoamérica ni en el terreno productivo (excluyendo obviamente la domesticación del maíz y otras plantas) ni en el de la tecnología de guerra. Ninguna asimetría fundamental puede desencadenar aquí cambios irreversibles; en este contexto, de límites estructurales a la productividad, se refuerza el papel del tributo (o sea, la violencia sobre el vecino) y su incrustación en el tiempo. Palerm toca un punto nodal cuando sostiene: “A menor tecnología, mayor organización compulsoria”( ). Tenemos aquí un vínculo tecnológico que limita fuertemente en el largo plazo la capacidad para producir excedente y la mayor complejidad social que de ahí podría derivarse. El desarrollo tecnológico no explica las formas de la complejidad social que alimenta, pero su ausencia indica limitaciones persistentes a una mayor complejidad social.
El complejo guerra-sacrificio no sería cabalmente comprensible si no añadiéramos los componentes alrededor de los cuales hemos razonado aquí: la confirmación sagrada de una aguda separación entre estamentos sociales y la limitación tecnológica que refuerza la pulsión del poder político a “financiar” su esplendor a través de tributos asociados a la guerra.

¿Qué pudo significar la conservación milenaria de este complejo en el comportamiento de los seres humanos que lo experimentaron, como suele decirse, en propia piel? Digámoslo en forma agreste: la sumisión. Tiene ciertamente razón Nigel Davies cuando sostiene que el sacrificio humano genera “unidad, purificación y renovación”, pero la tiene a condición de recordar que genera también pavor y angustia que no por removida y enterrada en las capas más profunda del inconsciente, debe haber dejado de condicionar estados anímicos y comportamientos colectivos. Sahagún nos informa que la asistencia a las ceremonias de sacrificio era obligatoria así como lo era la presencia de los padres de la víctima. Digamos sumisión para indicar un estado psicológico poderoso de aceptación de un orden sagrado que, en efecto, se conservará por un tiempo inimaginablemente prolongado. Reconstruir analíticamente la psicología del Homo religiosus mesoamericano es tarea que está más allá de las fuerzas de quien escribe, pero sumisión no parece una mala opción para indicar una condición anímica de horror sagrado frente al sacrificio humano y al recordatorio obsesivo de la propia prescindibilidad. Una sumisión deslumbrada frente al poder de los dioses.

 

 

 

 

 

 

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