Ensayo sobre un México viscoso

(marzo 2007)

Ugo Pipitone

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Un pasado que pesa........ 1
AMLO...................... 5
Oaxaca.................... 11
Arduo optimismo........... 16

Un pasado que pesa

A 2 mil 500 años desde que aquí, en Montealbán (Oaxaca), nació el primer estado del continente que se llamará América, a 500 años de la Conquista, a 200 años de la Independencia, a casi 80 años del comienzo del régimen de la “revolución hecha instituciones” y a seis años de la transición democrática, México sigue siendo un misterio. Cuando tanta parte del pasado se conserva en el presente es inevitable la impresión de una irrealidad suspendida. Un enmarañamiento de tiempos que no deja espacio para uno propio, conciliado con el presente del mundo y capaz de superar lo no-mejor del propio pasado. México es un lugar donde el pasado es más renuente a pasar que en otras partes; digamos una mayor viscosidad del tiempo.

Reflexionando sobre el universo prehispánico, escribe Octavio Paz:

De los olmecas a los aztecas (y son más de dos mil años, añadido), la civilización mesoamericana no ofrece sino variantes del mismo modelo...hubo comienzos y recomienzos, perfeccionamientos y declinaciones, no cambios. Tula repite Teotihuacan y Tenochtitlan a Tula...La civilización mesoamericana no sólo aparece más tarde que las del Viejo Mundo sino que su caminar fue más lento. O más exactamente: fue un constante recomenzar, un marchar en círculos, un levantarse, caer y levantarse para volver a empezar( ).

Ocurre la descabellada idea de extender (con un millón de cautelas) esta visión incluso a los cinco siglos posteriores a la Conquista. Como si una ancestral resistencia al cambio se mezclara con otra exógenamente incorporada. Casi un siglo después de la Independencia, el liberal Porfirio Díaz recibe los tributos anuales (cargados en recuas de mulas) que sus compaisanos caciques le traen de la Mixteca como un antiguo señor mexica o un gran encomendero español.

El universo indígena comunitario se conserva en los tres siglos de la Colonia (y después) a pesar del dramático descenso de la población autóctona; la Independencia mantiene gran parte de las estructuras económicas heredadas de la Colonia; el régimen priísta, que no puede dar un paso sin cacarear su ascendencia revolucionaria, conserva una antigua cultura de patrimonialismo, clientelismo y cacicazgos corporativos y, dulcis in fundo, la transición democrática de los últimos seis años que, encantada en descubrir la fina arquitectura del sistema que garantizó siete décadas de estabilidad, parece desconcertada al descubrir el tamaño del reto del cambio.

Que el pasado no pase nunca del todo es una banalidad en cualquier parte del mundo, ¿qué otra cosa es la larga duración sino el reconocimiento que debajo de las olas hay una masa descomunal de aguas? En México, la larga duración se manifiesta a través de una poderosa memoria selectiva que embellece el pasado (la comunidad indígena como paraíso perdido) y de la presteza con que sucesivos grupos dirigentes incorporan estilos y prácticas de sus antecesores. Se ha terminado por consolidar aquí, alrededor de una exclusión de masas que se renueva en el tiempo, una maraña de privilegios y simulaciones institucionales tan resistente al cambio como cíclicamente recorrida por fermentos revolucionarios incapaces de destrabarla. Nada asombroso que a la conclusión de siete décadas de revolución institucional, México siga siendo una de las sociedades más segmentadas del mundo donde nada es lo que parece ser y ninguna novedad es tan novedosa como se cree.

La Italia fascista intentó construir una continuidad de opereta con la antigua Roma. Sin embargo, demasiadas rupturas y emulsiones con Europa y el mundo se habían dado en los siglos para que esta recuperación de romanidad no fuera más que la trivialidad transparente de un régimen totalitario en busca de mitos legitimadores. En México, es otra historia: la continuidad es mentira y realidad al mismo tiempo. La comunidad indígena que subsiste como autenticidad dramática en su espacio originario, como recreación urbana de varios comportamientos originarios y como mito virginal. Las instituciones que –coloniales, liberales o revolucionarias- son territorio de enriquecimiento privado y baja calidad pública. Y la segmentación social objeto de eterna aflicción oficial entre “discurso florido” y buenos sentimientos.

Desde 1946, Cosío Villegas diagnosticaba el fin de un ciclo revolucionario que, sin embargo, se mantendría en el poder medio siglo más. A propósito de viscosidades.

México viene padeciendo hace ya algunos años una crisis que se agrava día con día; pero como en los casos de enfermedad mortal en una familia, nadie habla del asunto, o lo hace con un optimismo trágicamente irreal. La crisis proviene de que las metas de la Revolución se han agotado, al grado de que el término mismo de revolución carece ya de sentido. Y, como de costumbre, los grupos políticos oficiales continúan obrando por los fines más inmediatos, sin que a ninguno parezca importarle el destino lejano del país( ).

Sesenta años después hay dos novedades. La primera es que el PRI ha sido derrotado en 2000 y 2006 por el PAN, el partido conservador de tradición católica. La segunda es que “los fines más inmediatos” ya no son un rasgo del PRI sino de la virtual totalidad del espectro político mexicano. La transición no ha producido un sentido colectivo de urgencia reformadora. Hasta ahora una transición intransitiva en la que ha ocurrido algo peor al no enfrentar problemas e inercias acumulados, no se les ha reconocido como urgencias nacionales, repitiendo el molde de un “optimismo trágicamente irreal”. La realidad es abolida en nombre de buenos modales que no se rebajan a reconocer vicios innombrables (y ubicuos) como policías secuestradores, jueces venales, lideres sindicales fabulosamente ricos, grandes empresas nacidas del favor presidencial( ) y demás.

Por desgracia los hombres de la revolución se revelaron muy por debajo del tamaño de la empresa que los esperaba y fueron incapaces de encarnar el gusto por la “obra hecha y rematada”. La obra fue más física (carreteras, escuelas, hospitales, etc.) que institucional: un estado eficaz, democrático e internamente consistente. En lugar de esto, un populismo autoritario y un entramado de corporaciones vinculadas al presidente en turno a través del Partido Revolucionario Institucional. La debilidad orgánica del estado disfrazada de fuerza.

Con Fox, México tuvo buena y mala suerte. Buena suerte porque se rompió el vínculo histórico entre presidencia y corporaciones que revolvía en una ambigüedad inextricable justicia social con clientelismo. Mala suerte porque el presidente de la transición resultó ser intelectualmente pobre y políticamente pusilánime frente a la tarea colosal de restaurar lo público en un país gobernado por el mismo partido a lo largo de siete décadas. La herencia ciertamente no era de las más llevaderas. A comienzos del siglo XXI, 10 por ciento de las familias mexicanas más ricas dispone del ingreso equivalente al del 70 por ciento de las familias en el otro extremo. Pero eso, tal vez, no sea lo peor. En su informe de 2005 sobre el país, dice la OCDE:

La calidad de las instituciones es baja, el respeto de la ley es pobre, el sistema judiciario es ampliamente ineficiente y la corrupción es extendida( ).

O sea, lo público como un territorio en ruinas, como una ciudad bombardeada desde adentro por mucho tiempo. Según Transparency Internacional, 43 por ciento de las pequeñas y medianas empresas mexicanas (que representan más de 40 por ciento del PIB) declaran pagar sobornos a funcionarios públicos. Una de cada cinco familias declara haber pagado algún soborno en el último año. Para referencia, una de cada 50 en España. No estamos frente a una patología intolerable sino a un sistema tradicionalmente aceptado y tolerado que, sin embargo, carcome silenciosamente cualquier posible relación seria entre sociedad e instituciones, dificulta la acción colectiva, infla costos y difunde la cultura de la ilegalidad. ¿Es posible combatir la pobreza y la polarización social y activar procesos de crecimiento sostenido con un aparato público en estas condiciones y en un contexto de sólido y mutuo descreimiento entre sociedad e instituciones?

Desde el 2000 había que explicar a la sociedad mexicana el tamaño de la empresa que la esperaba después de décadas de simulaciones solidaristas y autoritarismo; había que crear las condiciones políticas para la reforma. No ocurrió ni una cosa ni la otra. Así que lo peor del pasado sigue envenenando el presente: impunidad de líderes sindicales, gobernadores, políticos y demás que se enriquecen desperdiciando el recurso más dramáticamente escaso, la confianza social en las instituciones. Pero las cosas cambian aunque no sea en el sentido deseable. Frente a un PRI en retroceso (¿irreversible?) y a un PRD (la izquierda realmente existente) en ascenso, faltan a los presidentes del PAN los números parlamentarios requeridos para gobernar la reforma (dejemos a un lado la dudosa voluntad para conducirla). Y al mismo tiempo, ni una coalición reformadora de partidos ni la capacidad de uno solo de ellos para emprender la tarea con sus solas fuerzas.

En la turbulencia sistémica entre la pérdida de coherencia de un antiguo orden y el surgimiento de uno nuevo que no se asoma, registremos dos fenómenos inéditos (AMLO y Oaxaca) en los cuales la añoranza de un pasado mejor parecería ser la inspiración de fondo. Intentemos algunas reflexiones sobre el ahora presidente “legítimo” y sobre una de las regiones más pobres del país que, en estos comienzos de 2007, conserva brasas bajo las cenizas de una rebelión social derrotada.

AMLO

En cada contexto, el acrónimo es consagración. Franklin Delano Roosevelt fue FDR; Andrés Manuel López Obrador es AMLO. En las elecciones del 2 de julio 2006, el PRD obtiene 15 millones de sufragios, más del doble de lo cosechado por el Frente Democrático Nacional de 1988 y por el PRD en 1994 y 2000. La diferencia es AMLO. Cinco años (2000-05) a la cabeza de la Ciudad de México lo han convertido en una figura de primer plano. Es el surgimiento de un carisma que no viene de la fluidez oratoria o de alguna claridad programática sino de iniciativas de alto perfil simbólico y una persistente reprobación moral del “sistema” fuente de múltiples conspiraciones contra su persona, convertida en paladín de los pobres. Por años, como jefe de gobierno del D.F., convoca diariamente a conferencias de prensa a las seis de la mañana (hay que mostrar a la ciudadanía que se trabaja) frente a periodistas que registran una sintaxis creativa, una pavorosa pobreza de ideas y un fervoroso ímpetu renovador donde los grandes ideales (genéricamente especificados) toman el lugar de cualquier programa preciso. El 20 de noviembre 2006 (aniversario de la Revolución), casi cinco meses después de haber perdido las elecciones presidenciales, AMLO es proclamado “presidente legítimo” por un Zócalo unánime. ¿Cómo se ha llegado a esto?

AMLO es una criatura del PRD y a este partido debemos volver la mirada, o sea a la izquierda mexicana actual o, por lo menos, su parte mayoritaria. El partido nace en 1989 como confluencia de dos corrientes. De una parte, priístas descontentos con las políticas de privatización y apertura exterior que reconocen en Cuauhtémoc Cárdenas un ancla simbólica hacia el pasado cuando la “revolución hecha gobierno” aún no era “neoliberal”. De la otra, una fragmentada izquierda antipriísta que nunca pudo o supo presentar una alternativa fuerte al sistema corporativo-presidencial; además de su entrampamiento entre diferentes mitos revolucionarios y una amplia simpatía por Fidel Castro. Para dejar claro el tamaño del retardo.

Las diferentes almas no entran en juego; la unidad del partido se construye sobre la virtual ausencia de debate político y la confusión se establece como condición de unidad: un híbrido de nacionalismo revolucionario, reminiscencias de un marxismo primario y proclividad al liderazgo carismático. Los líderes intelectuales son virtualmente ausentes en un contexto dominado por corrientes. Nadie siente la necesidad de reflexionar críticamente sobre su propio pasado y sobre la necesidad de reconstruir una cultura de izquierda devastada por décadas de populismo autoritario. Más que en el futuro se piensa en un pasado mejorado. Resultado: en las elecciones presidenciales de 1988, 1994 y 2000 el PRD obtiene el mismo número de votos (6 millones) mientras el electorado aumenta en 21 millones. En 2006, las cosas cambian y AMLO ha entrado en escena.

Una biografía lacónica. A los 24 años, en 1977, es delegado del Instituto Nacional Indigenista en Tabasco, su tierra. Cinco años después es presidente del PRI en el estado. En 1988 nace el Frente Democrático Nacional (primer avatar del futuro PRD) que lo lanza como su candidato al gobierno de Tabasco. Después de la derrota (con fraude incuestionable) en las elecciones presidenciales, AMLO es nombrado presidente del PRD tabasqueño, mismo rol que había cubierto antes en el PRI. En 1992-1995 encabeza dos marchas de protesta hacia el D.F. (“Éxodos para la Democracia”) contra sendos fraudes electorales y moviliza 40 mil campesinos y pescadores de La Chontalpa en el bloqueo de los pozos de PEMEX en Tabasco. En la ola del prestigio como luchador social, en 1996 es nombrado presidente nacional del PRD y tres años después será candidato al gobierno del D.F., cargo que obtiene en las elecciones de 2000( ). Desde aquí AMLO comienza a desplazar a Cárdenas como “jefe natural” del partido. Y desde aquí también comienza una telenovela político-policial (digna del sarcasmo de Vázquez Montalbán) que no contaremos en detalle, limitándonos a sus trazos mayores.

Desde fines de los 90 la jefa de gobierno del D.F. (Rosario Robles, que sustituye a Cárdenas, lanzado a su tercera campaña presidencial) forma pareja con un empresario que mantiene amplios negocios con la administración pública local -circunstancialmente bajo su control. Mismo empresario que, con el apoyo de su compañera (entre 2002 y 2003 presidenta nacional del partido), financia campañas electorales recibiendo a cambio obras públicas en la capital (a menudo mal hechas). Es un giro de decenas de millones de dólares en que se roba a nombre del partido y con muy frecuentes derivaciones personales( ). A lo que se añaden las corrientes internas del PRD que establecen (al viejo estilo priísta) relaciones con diversos grupos sociales (taxistas, ambulantes, etc.) repitiendo una historia antigua de liderazgos sociales corruptos y malversación de fondos públicos para financiar redes de clientelas electorales (convertidas en “pueblo” cuando sea necesario).

Sobre ese fondo, salen a relucir videos en los cuales prominentes hombres de AMLO reciben importantes sumas de dinero (en dólares) de Carlos Ahumada, el empresario mencionado. Mismo que se ha encargado de las grabaciones. Se arma el escándalo nacional, del cual en los meses siguientes se aclaran dos aspectos. El primero es que en la promoción mediática de los videos están las manos del ex presidente Salinas y algunos connotados panistas, hermanados en una no santa tarea de bloquear el camino del gobernante del D.F. a una candidatura presidencial que se ve venir. El segundo es la indiferencia olímpica con que AMLO encara públicamente el hecho de que algunos de sus mayores colaboradores (desde su secretario particular) están metidos en peculado, tráfico de influencia, compraventa de favores, etc. Y, cereza sobre el pastel, el tesorero del D.F. que juega en Las Vegas sumas millonarias mal habidas.

La izquierda que ha llegado al gobierno del D.F. para combatir la corrupción endémica (que pesa como un lastre sobre el sentido de lo colectivo y afecta, sobre todo, a los más pobres) repite, con modalidades propias, antiguas prácticas priístas. Espectáculo angustioso de una novedad que lo es bastante menos de lo proclamado y de varios abnegados y honestos militantes de izquierda (que vienen a menudo de décadas de oposición al PRI) convertidos, escalando jerarquías y ampliando contactos, en megalómanos venales y corruptos. La “tradición” pesa más que los principios individuales. En una versión del altiplano, El reino de este mundo de Carpentier.

La encomienda política de las nuevas autoridades locales es censurar al presidente panista que tuvo el atrevimiento de guiar la transición postpriísta a la derecha en lugar de a la izquierda. Como decir: si la victoria contra el viejo régimen no viene de nosotros, no es una verdadera victoria. En lugar de intentar construir las bases permanentes de una gran presión social sobre el gobierno a favor de los cambios profundos requerido por el país, la tarea es tomar distancias del gobierno trabando toda posibilidad de cambios negociados. Hay que mostrar purezas más que ideas. Antes van las banderas, detrás los discursos y en tercer lugar, eventualmente, los programas. Un juego a suma cero en el cual AMLO despliega una indudable destreza. La ocasión inicial, como jefe de gobierno del D.F., será la disputa sobre ... el horario de verano. Cuando finalmente la Suprema Corte de Justicia suspende el decreto capitalino que habría establecido una hora especial para el D.F. (¿primer tiempo libre de México?), el comentario de AMLO es: “Debíamos dejar bien claro, desde el principio, que hay dos proyectos de nación distintos, contrapuestos”. Y uno se pregunta, ¿la hora legal era la mejor forma para dejarlo “bien claro”? ¿No había nada más urgente? En fin, juegos artificiales en lugar de una artillería democrática de presiones sociales y programas específicos para profundizar las reformas.

En su primer cargo como gobernante electo, López Obrador muestra el mayor de sus fallos, que, obviamente, no es su monopolio: la imposibilidad de entender que después de 70 años de partido casi único, México necesita un amplio consenso político sobre las reformas necesarias. Pero en sus palabras, esto sería expresión de “pensamiento único”. Cómo pueda ser “único” el “pensamiento” que corresponde a un consenso que aún no se construye, tampoco está claro. Evidentemente, la lógica partidaria es más poderosa que otra derivada del reconocimiento de la urgencia de obras arquitecturales consensuadas a la conclusión de muchas décadas de partido casi único.

A pesar de las palabras en libertad, como jefe de gobierno de la Ciudad de México, AMLO no toma riesgos con un aparato burocrático poco confiable de 150 mil “servidores” públicos. Por paradójico que pueda parecer, la clave es: administrar sin la administración pública. Y el camino escogido es el de las grandes obras (que se licitan y ya está) y la transferencia directa de recursos a los sectores sociales más desprotegidos. Y además, el "segundo piso". En lugar de emprender el cambio del sistema del transporte público, lo que habría implicado la expansión del Metro y la reforma del sistema concesionado de transporte, se decide a favor de vialidades elevadas que tienen a los ojos de AMLO dos ventajas esenciales. Evitar el riesgo político de enfrentar la jungla de intereses de los transportistas privados (y perder consensos) y ofrecer a la ciudadanía una obra faraónica de seguro impacto para los electores-automovilistas. O sea, se estimula el uso del automóvil privado en una de las ciudades más contaminadas del planeta donde ya existe un dominio casi absoluto de este medio de transporte. Podrían tomarse medidas tan sencillas como limitar la circulación de camiones de carga a las horas nocturnas, pero ¿quién controlaría la delincuencia y la propia policía de noche? La incapacidad para resolver un problema (destrabar nudos corporativo-clientelares) agiganta otros en una cadena interminable que se oculta detrás de lo faraónico. Un gobierno más pensado para los reflectores que para asumir tareas complejas de cambio.

Lleguemos a las elecciones del 2 de julio 2006. La campaña electoral es casi una marcha triunfal para AMLO y su partido que se sienten seguros ganadores con una ventaja, declarada, de 10 puntos sobre el candidato panista. Entre algunos legisladores del partido comienza incluso a abrirse espacio la idea de que seis años de cargo presidencial sin reelección son una camisa de fuerza que requiere reformas constitucionales. Que es lo mismo que tocar la Sancta Sanctorum de una estabilidad de siete décadas. Cuando, desde la madrugada del 3 de julio, se consolidan los indicios de que AMLO, por estrecho margen (0.6%), está quedando atrás del candidato del PAN, parte la denuncia del “fraude”. Un fraude que los observadores internacionales no detectan y que, sin embargo, dada la tradicional desconfianza en las elecciones, se convierte en objeto de movilizaciones de masas destinadas a deslegitimar el presidente electo.

La segunda mitad de 2006 muestra el poder de una protesta que, sin encontrar respuestas institucionales represoras, termina por disolverse como un ciclón que no deja cambios sustantivos sobre la situación previa. Habría que contar aquí la historia del bloqueo del centro de la Ciudad de México por mes y medio, la Convención Democrática Nacional que, reunida una tantum en el Zócalo de la Ciudad de México (un millón de “delegados”), declara a AMLO como “presidente legítimo” el 20 de noviembre y el zafarrancho en el Congreso para impedir a Calderón la ceremonia de toma de protesta el primero de diciembre del año pasado. El simbolismo como política. ¿Cómo asombrarse que uno de los estribillos más difundidos de la cultura política nacional sea: la forma es el fondo? Un juego de sombras chinas. Para Porfirio Muñoz Ledo (ex priísta, fundador del PRD, antiguo diplomático, ex semipanista y ahora ideólogo de AMLO) las elecciones fueron un “pinochetazo incruento” y el historiador Enrique Semo (ex alto funcionario del gobierno defeño de AMLO) redondea comparando AMLO con Gandhi y Mandela. Antes de la CDN, ya quedaba claro para una intelectualidad súbitamente Lopezobradorista, atrapada en el encantamiento de un nuevo caudillo reformador, que, independientemente de los números, AMLO sería el presidente “legítimo” y Calderón el presidente “espurio”.

La idea de los dirigentes del partido (cuyas relaciones con AMLO en el futuro podrían ser menos armoniosas que en el pasado reciente) es sencilla: refundación institucional. Lo que parecería estar más ligado a la desautorización de las autoridades electorales que al estado real de las instituciones públicas en el país. Durante su tránsito por el D.F., AMLO no dio signo alguno como reformador institucional. Más bien lo contrario, como pudo apreciarse por los vínculos de varias corrientes del PRD con grupos sociales convertidos en clientelas en el viejo molde priísta de relación sociedad-estado. Para algunos, y tal vez con razón, el PRD es la verdadera refundación del PRI. Un segundo aire que acelera y atrasa al mismo tiempo.

Ningún observador medianamente objetivo puede dejar de registrar una pavorosa pobreza de proyectos reformadores de parte de esta izquierda y su sublimación en la figura del líder agraviado, que cumple mejor la tarea de transmitir símbolos que ideas. Vendrían ganas de hablar de una izquierda premoderna si no fuera por el detalle que la modernidad tiene 500 años y la izquierda “apenas” 200. Un radicalismo sin radicalidad práctica. AMLO encarna un modelo cultural y político que, en la sustancia, busca restaurar lo que considera lo mejor del régimen derrotado. El halo de nostalgia hacia una edad de oro pasada sacraliza el discurso y lo hace portador de significados múltiples que tocan varias fibras sociales. A un alto costo: la absoluta ambigüedad discursiva y programática. El juego a suma cero es más rentable y corresponde mejor a la tradición. La construcción del ciudadano viene después de la necesidad de clientelas electorales.

Mientras tanto en el país real (por desgracia el país político lo es igualmente) acentúa, gracias al TLCAN, dos marchas, en el norte y en el sur. Y ahí donde las tensiones acumuladas se hacen más agudas y la política se entrega casi fatalmente al juego de suma cero entre partidos, en el sur, la izquierda tiene cierta presencia. En cambio, ahí donde, en el norte, el país avanza reduciendo el peso de la política institucional en su vida, la izquierda es virtualmente inexistente. Donde la sociedad se fortalece, aunque sea ligeramente, frente al poder, la izquierda es ausente. Donde el país avanza la izquierda no arraiga. Veamos la otra cara del espejo, Oaxaca, donde el tiempo corre más lentamente.

Oaxaca

Alrededor de dos milenios y medio atrás el mundo mesoamericano creó sus dos centros mayores: Teotihuacán y Montealbán, el primero en el valle de México, el segundo en los valles centrales de Oaxaca. Estamos en uno de los mayores focos culturales del México prehispánico. Un lugar donde miles de comunidades indígenas, pertenecientes a uno de los 16 grupos lingüísticos que salpican la abrupta orografía del estado, subsisten en la actualidad. Añadamos que cada grupo lingüístico se fragmenta en dialectos a menudo no recíprocamente inteligibles.

Montealbán deja de ser el centro vivo del imperio zapoteca 900 años antes de que España se asome por estos rumbos y el perdido centralismo deja señoríos enfrentados unos a otros y comunidades que refuerzan en los siglos estrechas identidades étnico-aldeanas. Comunalismo (pensando en el panchayat indio), segmentación territorial y continua conflictualidad inter-comunitaria, parecen una triada en acción recíproca a lo largo de siglos. Una fuerza centrípeta concentrada en espacios más estrechos que se refuerza en la Colonia y después. El contexto exterior no tiene la fuerza (ni la voluntad) para desmontar las comunidades como forma de organización local, ni, mucho menos, ofrece oportunidades que, si bien a largo plazo, pudieran ser mejores. Y la comunidad no tiene más remedio que buscar en sí misma la energía para conservar el arraigo a la tierra y la propia unidad frente a los embates externos. Los antiguos tributos a favor de la nobleza zapoteca se convierten en los siglos en una variedad de formas de explotación de parte de criollos y después mestizos. Valle Nacional, en tiempos del orden porfiriano, fue uno de esos lugares donde ser indígena en la propia tierra era como ser un extranjero sin derechos ni defensa humana posible frente a una maquinaria de explotación inmisericorde.

La corte de Felipe II ordena en 1578 la compilación de las que se conocerán como Relaciones geográficas. Un cuerpo de narraciones sobre el entorno físico de los pueblos de la Nueva España, sus climas, vías de comunicación además de costumbres y creencias originarias. Una encuesta con 50 preguntas dirigidas a alcaldes mayores, corregidores y gobernadores de cada provincia que debían redactar los informes correspondientes con la ayuda de los ancianos de la localidad y especialmente de los indígenas. De estas relaciones sobresalen, de la Oaxaca prehispánica, los conflictos intercomunitarios permanentes. Recojamos un testimonio de la zona zapoteca de Chichicapa:

...tenían continuamente guerras con los comarcanos, y así andaban a ‘viva quien vence’. Y los que prendían de una parte u otra los llevaban a los templos, y ahí les sacaban los corazones y los ofrecían a los ídolos, y los demás se comían. Y así, en tiempo de su infidelidad, todo era guerras, que no tenían quietud alguna( ).

Y en la actualidad 570 municipios de un tamaño medio de 160 Km2 y más de 10 mil localidades (comunidades). Siendo la entidad de mayor densidad indígena (37% de la población) de la república, Oaxaca presenta el mayor grado de fragmentación municipal. En efecto, el 3.5% de la población mexicana representa el 23% de todos los municipios de la república.

Sin lirismos fuera de lugar, entre coníferas y palmeras, entre cactus y manglar, Oaxaca es una de las regiones de mayor biodiversidad en el mundo. Una diversidad hace tiempo bajo múltiples embates. Una Cachemira, ésta también abrupta y montañosa, pero sin grandes vetas y en el Trópico del Cáncer.

La revuelta social oaxaqueña (La “Comuna de Oaxaca”, en los titulares de Le Monde) ha sido derrotada en el sentido que su demanda de remoción del gobernador no se ha cumplido. Los maestros de la sección 22 del SNTE (el mayor sindicato latinoamericano y uno de los más lucrativos para sus dirigentes), que han sido gran parte de la APPO (Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca), han obtenido algunos beneficios económicos. Recordemos de paso que para la mayoría de los comuneros, los maestros que se manifestaban en Oaxaca son, en sus propias comunidades, casi una aristocracia indígena.

Aquello que había comenzado como una huelga por razones salariales se convierte pronto en el primer núcleo de una revuelta social que, por cinco meses, en la segunda mitad de 2006, ocupa edificios públicos, emisoras de radio y televisión y establece campamentos y barricadas permanentes alrededor del zócalo de la ciudad de Oaxaca. Además de algunos castigos ejemplares (con golpiza y humillación pública) de un raterillo o un policía incauto maniatados con los ojos vendados y amarrados a un poste en el zócalo. La demanda central es ahora la renuncia del gobernador priísta. En los campamentos de la APPO es fácil encontrar las efigies litúrgicamente ordenadas de Marx, Engels, Lenin y Stalin. Y no queda más que preguntarse de qué retardos sobre la historia del mundo pueda salir esa nostalgia del peor momento de la historia soviética. Esa geografía abrupta es también un tiempo abrupto. El XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, que denunció al stalinismo, ocurrió medio siglo atrás. Aquí, evidentemente, los fantasmas se disuelven más lentamente.

Casi por reflejo, inconcientemente, la pregunta es inevitable: ¿por qué? Señalemos algunos aspectos: la pésima calidad de las instituciones para cumplir una tarea consistente de promoción del desarrollo en un contexto de alta densidad indígena; una cohesión comunitaria que garantiza alguna solidaridad pero poco impulso al bienestar y, finalmente, una multiplicidad de conflictos que siguen líneas étnicas, pero, sobre todo, comunales. De paso: las organizaciones representadas por la APPO son 300 y aunque sea éste un indicador del grado de adhesiones alrededor de la revuelta contra el gobernador priísta, refleja también el grado de fragmentación del movimiento.

El balance de cinco meses de escaramuzas y batallas urbanas es de 20 muertos. Entre ellos un camarógrafo estadunidense asesinado en la calle, presuntamente, por dos agentes municipales de civil. “Pequeña” muestra del estado de las instituciones locales. Ahora, si el pedagogo institucional es el policía que asesina impunemente, el gobernador autocrático-paternal, el juez que vende sentencias, el legislador local que trafica influencias o el cacique con fuertes vínculos políticos, no es asombroso que, del otro lado, no se conteste con una impoluta fe y formas democráticas. Sin embargo, la mezcla de retardos sociales e institucionales no puede más que producir cíclicas explosiones de ira colectiva que, pasado el temporal, casi siempre dejan todo, más o menos, como estaba: marginación, pantomima democrática, baja calidad educativa y algunos progresos en alguna parte que nunca tienen la capacidad para activar una reacción en cadena. ¿Ha sido la pobreza secular que ha creado instituciones ineficaces y con un pobre sentido del estado o, a lo largo de siglos, fueron estas instituciones las que produjeron una sociedad capaz de ira cíclica pero no de cambios profundos en su seno? Tal vez, las dos cosas enredadas en un laberinto de concausas.

Dada su escasa diversidad productiva, Oaxaca es una de las realidades más socialmente simples de México siendo también una de las más diversas por la variedad cultural del pasado indígena y por la acumulación histórica de retardos institucionales y civiles transmitidos en el tiempo. Intentemos medir el peso social actual del retardo y comencemos señalando que, para acentuar tendencias seculares, en la última década, el PIB del estado con relación al total nacional pasa de 1.7 a 1.4%, con una población que representa 3.5% del total. Sólo la mitad de las viviendas disponen aquí de luz, agua y drenaje contra el 80% nacional. La media nacional de analfabetismo de los mayores de 15 años es de 8%, en Oaxaca 19%. Sin embargo, hay en el estado 60 mil maestros (47 mil en educación primaria y secundaria) mayoritariamente en la SNTE.

Según datos de 2006, el 14% de los ocupados mexicanos están en agricultura; 35% en Oaxaca. A escala nacional 36% de la mano de obra activa está empleada en actividades industriales; en Oaxaca 19%. En Comercio y servicios, 59% y 45% respectivamente. El atraso en el atraso. En la sustancia, poca gente en actividades industriales, mucha gente en una agricultura de subsistencia precaria y el tradicional peso de los servicios comerciales. Sobre los cuales, entre paréntesis, se ha construido gran parte de la historia, con licencia sociológica, de la que podría considerarse una “burguesía compradora” oaxaqueña.

Hubo un tiempo en que de aquí se extrajeron importantes riqueza del trabajo indígena. Este tiempo está pasando, el universo campesino ya no es tanto objeto de enriquecimiento ajeno sino de marginación en tierras propias y degradadas donde incluso una agricultura de subsistencia ha dejado de ser posible y aún menos con la emigración masiva de los jóvenes. Fuera de una agricultura de bajo rendimiento y una artesanía cuyas ganancias siguen yendo sobre todo a favor de los intermediarios, las posibilidades de empleo se agotan rápidamente en comercio y turismo y la emigración se vuelve el único camino viable para comunidades que en gran número viven de las remesas de sus emigrantes. De paso, el salario por hora trabajada es aquí de 13 pesos (un euro) contra 18 pesos a escala nacional.

Una sociedad asfixiada en una densa trama de tradiciones comunitarias y amplias redes de clientelas políticas no dispone de muchas rendijas para una presión social organizada y permanente y, menos aún, para una renovación institucional endógena. Es más, nada asombroso que en la actualidad todo esté predispuesto -en los retardos políticos de la oposición y en los reflejos autoritarios del gobierno local- para que, repitiendo el esquema, superada la crisis, todo regrese a ser muy similar a como era y fue entre pobreza difundida e instituciones no creíbles. Si la radicalización de la APPO (más en formas de lucha que en ideas capaces de abrir un futuro distinto) fue una huida hacia delante con una mezcla de mitos comunitarios y patriotismo oaxaqueño, la normalización se anuncia como retorno a una continuidad patológica. Una trama de impotencia institucional y civil que no parece destinada a disolverse pronto y revertir inercias seculares.

El gobernador objeto de la disputa es encarnación de una cultura priísta, que, hace años, acatando los deseos de un presidente del mismo partido, habría aceptado rápidamente las razones de su renuncia para garantizar paz social y estabilidad institucional. Las cosas han cambiado y nos enfrentamos ahora a un Homo priísta libre de jaulas presidenciales y que sabe encarnar el deseo de “orden” de parte de los grupos que cuentan y de una maquinaria priísta local que se resiste a perder tramas sociales construidas en décadas. Un gobernador (Ulises Ruiz), que encarna el síndrome del gobernante que se siente presidente de su estado, sobre todo cuando, como ahora, el presidente de la república pertenece a otro partido. Alguien capaz de hacer tomar por asalto el principal periódico opositor del estado maniobrando siglas sindicales. Parangón insostenible: si México fuera Afganistán, un señor de la guerra. Ulises Ruiz no va a durar; lo preocupante de su caso no reside sólo en el peligro de su permanencia en el cargo sino en un nuevo rito de renovación que no renueva nada.

¿De dónde tiene que venir el primer paso? ¿De las instituciones, de la economía, de la sociedad? Una cosa es confiablemente cierta, no de la acentuación de tradiciones comunitarias de aislamiento, conflicto recíproco y, a lo sumo, digna pobreza. Sin embargo, éste parecería ser el camino escogido por la APPO y, con diferentes modulaciones, por una intelectualidad indígena (abogados, ingenieros, maestros bilingües, etc.) entregada a la causa de reconstruir una vida comunitaria llevadera que, en la realidad, nunca existió ni en tiempos prehispánicos ni después. El universo indígena puede pesar sólo superando sus antiguas separaciones y exigiendo al estado menos equilibrismos clientelares y más servicios y proyectos de desarrollo. En lugar de eso, una versión mesoamericana de añoranza comunitaria. Misiones de Paraguay, Rousseau (y Stalin) en un revoltijo donde, como en el PRD, la confusión es unidad. Parecería que la línea sea prolongar en el tiempo mitos autonomistas que hacen pensar en el “socialismo en una sola comunidad”. Una nueva forma de apostar al aislamiento, a una cultura que hace coincidir capitalismo con saqueo (aunque sea con muchas razones históricas) y al sueño ideológico que una antigua cultura mesoamericana, cristianismo y socialismo se materialicen conjuntamente en tierra oaxaqueña. En comunidades amarradas a la pobreza, al retardo cultural y técnico y a una subsistencia eternamente precaria.

Conciente o inconcientemente, gran parte de la intelectualidad indígena (y no sólo) se ha convencido que el universo indígena contemporáneo puede protagonizar un nuevo comienzo, lo que parece un confuso, trabajoso, dramático e inútil intento de autonomía de la historia del mundo. La resistencia a entender que, por tan incómodo que sea el presente, ya no existe un lugar donde regresar. La respuesta no está en el pasado, y menos si embellecido. Un presente que se obstina a repetir un camino agotado, sin aceptar que las mejores tradiciones tienden a ser aquellas que se conservan en contacto con otras y no en un (supuestamente) virtuoso autonomismo.


Arduo optimismo

Las primeras iniciativas de Felipe Calderón como presidente son ordenar grandes operaciones militares para combatir el narcotráfico en Michoacán y en la ciudad de Tijuana. Se detectan y destruyen cultivos, se arresta uno que otro narcotraficante, se incautan suficientes armas para que sean mostradas en una mesa frente a las cámaras. Todo en su lugar, en apariencia. Pero, sabiendo que partes sustantivas de los aparatos policiales y judiciales de Michoacán y de Tijuana están coludidos con el narcotráfico, uno pierde confianza en acciones militares gigantescas que muestran la determinación del presidente mientras corren el alto riesgo de dejar todo, más o menos, como estaba.

Es más fácil y espectacular poner en campo Ejército y Marina que expulsar centenares de funcionarios corruptos, recorrer judicialmente tramas de encubrimiento y complicidad, evitar que los sustitutos caigan en la viejas prácticas y controlar el consiguiente impacto sobre la criminalidad si los despedidos no fueran a parar a la cárcel. La capacidad para ir al fondo de las cosas, como siempre sin garantías de éxito, sigue siendo escasa. Por seis años, Fox bailó con la realidad un fantasmal minueto y Calderón comienza con una espectacularidad de muy dudosa eficacia en el mediano-largo plazo. Ser optimistas no es siempre fácil.


1. Obras Completas, t.7, Círculos de Lectores-FCE, México 1995, pp. 35 y 112.
2. . Daniel Cosío Villegas, La crisis de México (1946), en “Extremos de América”(1949), FCE, México 2004, p. 13.
3. Un solo caso. En 1990, Carlos Salinas vende Telmex, empresa pública de telefonía. El adquiriente es Carlos Slim que la compra a un precio que los observadores de la época consideran escandaloso: 1760 millones de dólares. Una década y media después, el valor bursátil de la empresa es de 20,000 millones; 40% de la capitalización de la Bolsa de Valores de México y 250 mil empleados. Y México puede lucir entre sus ciudadanos al tercer hombre más rico del planeta.
4. OCDE, Estudios económicos de la OCDE : México , París 2005, p. 20.
5. V. Alejandra Lajous, Amlo: entre la atracción y el temor; una crónica del 2003 al 2005 , Océano, México 2006, pp. 17-27 .
6. Adrián Rueda, El complot: dinero sucio en el partido de la esperanza , Grijalbo, México 2006, pp.159-266.
7. Relaciones geográficas del siglo XVI : Antequera (tomo 1), (Edición de René Acuña), UNAM, México 1984, p. 67.