Las tres puertas

reflexión introductoria sobre el desarrollo

Ugo Pipitone

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Miremos, desde México, a América Latina en la perspectiva del desarrollo. ¿Qué han logrado, en el último medio siglo, desde el punto de vista de su calidad como sociedades, enteros países que nos hemos acostumbrado a llamar (consoladoramente) en vía de desarrollo? ¿Cuáles nuevos problemas han surgido en el presente rompiendo añejos equilibrios y alterando antiguas jerarquías de urgencias? ¿Qué estructuras y qué nuevas tensiones se han creado (o se están creando) entre antiguos problemas irresueltos y nuevos retos de terapia incierta? Por el lado de los problemas antiguos e irresueltos están sobre todo dos: la mala calidad del Estado y una agricultura arcaica; las dos fuentes más generosas de atraso sobre los tiempos del mundo; dos bombas con múltiples estallidos en el tiempo que siempre producen desastres; dos factores entrópicos que descomponen silenciosamente cualquier intento de salida del atraso que no sea capaz de anularlos. Del lado de los nuevos retos, mencionemos también dos: la explosión demográfica y una urbanización caótica que contamina, desertifica y obliga a un uso escasamente productivo de los, ya escasos, recursos disponibles. Una urbanización cuyos éxitos avanzan arrolladoramente mientras las crisis rurales expulsan ininterrumpidamente millones de individuos para los cuales incluso la miseria urbana es mejor que el desastre social o ecológico de donde provienen.

América Latina es la expresión mundial más alta de la trabazón orgánica entre modernidad y arcaísmo y, en ese sentido, sigue siendo un Occidente anómalo; un gran espacio hemisférico en que desigualdad, fragilidad macroeconómica, conflictualidad social e inestabilidad política parecerían ser rasgos casi-definitorios de una región donde esos mismos (y otros) rasgos se combinan en diferentes proporciones en cada país específico.

Si se mira la región a vuelo de pájaro, la historia del siglo apenas concluido parecería dividirse en dos grandes corrientes de modernización que recorren la región entera, si bien con modalidades y tiempos específicos en cada nación. Una primera corriente que podríamos llamar de modernización oligárquica, basada en exportaciones agropecuarias, y una segunda, de industrialización sustitutiva. En cada uno de esos ciclos estratégicos, el desarrollo fue visto como consecuencia virtualmente inevitable de políticas económicas dotadas de seguras capacidades regeneradoras de economías y sociedades. Científicos, políticos e ideólogos varios formaron, en cada uno de los dos tiempos, espacios culturales de convergencia alrededor de las distintas promesas de modernización.

Empero, certezas y entusiasmos originarios se malograron con el paso del tiempo. La modernización oligárquica naufragó entre graves crisis políticas y revoluciones ( ); la industrialización sustitutiva mostró sus límites dinámicos desde los años setenta y se hundió a partir de la siguiente década bajo la carga de un descomunal endeudamiento exterior asociado a la escasa generación interna de ahorros. No obstante los éxitos iniciales, el futuro imaginado se descompuso en el camino. En América Latina, la reflexión sobre las fallidas promesas de desarrollo del siglo XX sigue estando por debajo de las expectativas y de las necesidades de comprensión de las fallas del terreno que pisamos. Los frentes para entender obstáculos pasados y presentes son, obviamente, muchos: de la falta de audacia política de las clases dirigentes a la escasa capacidad para leer las señales del presente, de las redes de intereses que terminaron por atrapar la política en sus círculos a las inercias culturales de enteras sociedades, de la incapacidad para construir instituciones eficaces y socialmente legitimadas a circunstancias externas adversas de diverso tipo. La mezcla es obviamente distinta en cada país. El subdesarrollo tiene muchos padres.

En un escenario regional en que prevalecen las sombras sobre las luces, no es posible dejar de registrar los avances ocurridos en el curso del último medio siglo. Veamos rápidamente algunos datos. Entre 1950 y 2000 la esperanza de vida al nacer pasa de 52 a 72 años en México, de 63 a 73 años en Argentina, de 51 a 67 años en Brasil ( ). En el mismo periodo, el analfabetismo de la población mayor de 15 años pasa de 43 a 9 por ciento en México, de 14 a 3 por ciento en Argentina y de 51 a 16 por ciento en Brasil ( ). Pero, no obstante esta corriente secular que permite avances importantes en varias áreas, es evidente que América Latina pierde en el último medio siglo el tren del crecimiento económico frente a la mayor novedad histórica de la segunda mitad del siglo: Asia oriental. Los datos disponibles no dejan lugar a dudas. Si nos limitamos al período 1965-2000 y usamos como indicador la velocidad media de crecimiento del PIB per capita, mientras en América Latina se registra un avance de 1.7 por ciento en el período, la tasa media anual correspondiente a Asia oriental es de 5.4 por ciento. Tres veces más.

Los avances latinoamericanos, además de ser exiguos comparativamente con Asia oriental, ocurrieron con olvidos sectoriales (la agricultura, en primer lugar), conservación de áreas de atraso crónico, alta disparidad en la distribución del ingreso, urbanización caótica, desempleo casi-crónico, corrupción institucional y agudas tensiones sociales, que llevaron varios países a recorrer la Via crucis de distintos regímenes autoritarios o semiautoritarios.

En las últimas dos décadas, con el entierro de las estrategias de industrialización sustitutiva, se inaugura una nueva corriente de política económica cuyos críticos denominan neoliberalismo. Más allá de las etiquetas, tenemos aquí una nueva orientación estratégica organizada entre tres ejes: la apertura exterior de las economías, la reducción de la importancia del Estado como factor de impulso al desarrollo y el mayor peso asignado al aporte externo de capitales. He ahí las nuevas llaves para abrir la puerta que no terminó por abrirse del todo en los ciclos históricos anteriores. La idea que alimenta ese nuevo comienzo es que la integración internacional de las economías regionales terminará por forzar su integración social interna. La nueva estrategia ciertamente no adolece ni de encantos ni, como siempre, del entusiasmo de legiones de defensores en universidades, periódicos, revistas especializadas y todo aquello que forma la atmósfera cultural de nuestros días.

El mayor punto de fuerza de la nueva estrategia es el reconocimiento de la centralidad que el comercio exterior (y, en general, la apertura hacia el exterior) adquiere en un contexto de aceleración de las interdependencias globales. En un ciclo histórico dominado por la innovación tecnológica, la mayor circulación de capitales y conocimientos entre países y regiones del mundo, quedar aislados del contexto internacional sería un evidente acto de autolesionismo. Y sin embargo, no es fácil desde la experiencia latinoamericana compartir los entusiasmos sobre el seguro poder regenerador de la nueva orientación estratégica. Venimos de una historia en que demasiadas certezas iniciales se descompusieron en la marcha. La modernización oligárquica dejó atrás de sí residuos estorbosos de patrimonialismo, haciendas productoras de modernidad exterior y arcaísmo social interno, cultura pre-ciudadana y montañas de miseria. Por su parte, la industrialización sustitutiva dejó sus propios escombros en forma de maquinarias burocráticas sobredimensionadas, empresas públicas altamente subsidiadas, corrupción administrativa y una generosa variedad de formas de paternalismo autoritario. Así que, mientras América Latina aún no se libera de los problemas dejados por las dos oleadas previas de pasión estratégica, surge la posibilidad de que las nuevas certezas -sobre todo en la medida en que se encierren en su propia perfección teórica- conduzcan a una nueva acumulación de residuos indeseables que podrían estorbar la marcha hacia un desarrollo.

El entusiasmo liberalizador creó en varios países de América Latina las condiciones de desastres bancarios cuyo rescate implica hoy una grave carga sobre el gasto público. Y, por cierto, como en el caso del cataclismo de los Save & Loans en los Estados Unidos reaganianos, muchos países de América Latina se enfrentan al problema de las graves deficiencias de los sistemas de vigilancia pública sobre el sistema financiero. Manifestación marginal (y de altísimo costo) de una más general deficiencia de calidad en las instituciones públicas. Heredamos escombros de los anteriores ciclos estratégicos y la combinación entre estos problemas irresueltos y la nueva orientación de política económica, crea la necesidad de modulaciones nacionales que van más allá de los recetarios canónicos derivados de abstracciones teóricas más o menos acertadas.

En el momento en que se inaugura un nuevo ciclo estratégico que abarca varias regiones en desarrollo, es inevitable (o, por lo menos, aconsejable) revisar la historia del pasado reciente en lo que concierne a las experiencias frustradas de desarrollo. ¿Cuáles problemas irresueltos en las anteriores oleadas de modernización permanecen en el terreno en los inicios de esa nueva oleada de estrategias de desarrollo? ¿Cuáles razones hay para suponer que esos problemas podrán ser enfrentados hoy con mayores posibilidades de éxito que en el pasado?

Estos son los temas de reflexión de este dossier. Y los autores los tratan haciendo referencia a la India (David Washbrook) a algunos países de América Latina (Rosemary Thorp) y a la comparación entre Asia oriental y Africa (Pierre Nöel Giraud). Un amplio universo de experiencias que deja una estela de enseñanzas, a veces, comprendidas y, a veces, no.

Lo que es (o debería ser) evidente es que no existen estrategias de desarrollo que puedan ser exitosas independientemente de las circunstancias (oportunidades y vínculos) tanto nacionales como globales. Razonar en términos de modelos correctos independientes de la geografía y del tiempo expresa una cuestionable y recurrente tentación neo-platónica. No obstante las certezas estratégicas del presente, América Latina sigue sin encontrar un rumbo de crecimiento acelerado que permita imaginar una salida del atraso en plazos no bíblicos. Si nos limitamos a los años 90, es suficiente mencionar que mientras Asia oriental registra un crecimiento medio anual del PIB de 7.4 por ciento, América Latina se detiene en 3.4 por ciento. Son muchas en el presente las tentaciones ideológicas que, alrededor de liberalización, globalismo, etcétera, tienden a crear un canon que prescinde tanto de las experiencias históricas concretas de éxitos y fracasos, como de la consideración de circunstancias específicas que requieren en cada país decisiones no siempre y necesariamente necesariamente correspondientes al criterio liberal dominante.

Si pensamos en las dos mayores experiencias de salida del atraso en el último siglo y medio, o sea, Escandinavia en la segunda mitad del siglo XIX y Asia oriental en la segunda mitad del siglo XX, hay tres aspectos comunes sobre los que es oportuno detenerse. Primero: Del atraso se sale rápidamente o no se sale. Donde "rápidamente", significa un plazo histórico de dos o (al máximo) tres generaciones. El subdesarrollo es un castillo que se toma por asalto; por sitio, no cae. Pensando en Escandinavia y en Asia oriental, se tiene la impresión que la ruptura de las inercias del subdesarrollo requirió ahí una alta concentración de energías en el tiempo para vencer la fuerza gravitatoria de una fisiología política y económica con la capacidad para reproducirse y conservar sus factores de fragmentación interna. Segundo: No existen casos de desarrollo sostenido en el largo plazo que se hayan dado mientras se conservaban estructuras agrarias arcaicos y poco eficientes. La agricultura no es un problema de genérica solidaridad social, es una clave ineludible para la integración regional, la generación de ahorros, el desarrollo de cultura empresarial, etcétera. Tercero: Democracia o autoritarismo pueden ser claves políticas igualmente exitosas de salida del atraso. Lo primero nos remite a Escandinavia y lo segundo a la Asia oriental. Pero ninguna de estas fórmulas puede ser exitosa si está construida alrededor de instituciones de baja calidad y baja legitimación social. Más allá de la naturaleza del régimen político, la "calidad" del Estado, de cualquier manera se defina, es factor esencial para cualquier intento serio de salida del atraso.

Y habrá que reconocer que, independientemente de sus avances en distintos terrenos, América Latina sigue sin construir fórmulas de crecimiento acelerado, sin reformas agrarias capaces de producir mayor productividad y mayor bienestar y sin instituciones pública eficaces y socialmente legitimadas. Y hasta que no se encuentren las llaves de estas tres puertas, cualquier intento de salida del atraso estará destinado, más allá de sus posibles éxitos de corto plazo, a un desengaño de largo plazo.

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