1. Una victoria esperada-inesperada
Guardando proporciones
y contextos, es más o menos como si William Randolph Hearst hubiera
inaugurado el siglo pasado con su llegada a la Casa Blanca. Acercándonos en
el tiempo, aquello que no ocurrió en Estados Unidos con Ross Perot en 1992 y
96 ocurre ahora en Italia con Silvio Berlusconi: un magnate al poder. Y de
pronto resulta inevitable recordar lo que decía Christopher Lasch: cuando la
riqueza habla todo mundo está obligado a escuchar y de ahí nace la necesidad
democrática de controlar su poder. Entregárselo por completo parecería estar
lejos, en cualquier latitud, de ser lo más sensato que un pueblo pueda
hacer. La riqueza al poder supone poner a prueba la solidez democrática de
un país. ¿No es bastante preponderante el peso de la riqueza en la vida
cotidiana en estos tiempos de competencia global? Italia tiene el honor, no
del todo claro, de anticipar los tiempos o de restaurar un pasado lejano.
Los signos son confusos y no resulta simple entender si estamos ante el
anuncio de un futuro posible o ante el persistente residuo de tiempos
que no terminan de irse. ¿Razón de orgullo o de vergüenza? Tratemos de
entender.
Berlusconi y clases medias que a veces confunden los impuestos con el
Anticristo, post y neofascistas, separatistas encubiertos, católicos
nostálgicos de la antigua Democrazia Cristiana y modernizadores
ultraliberales de varia denominación (que consideran América, o sea, Estados
Unidos como evangelio del único camino posible), ganaron las elecciones. Y
en la cresta de una ola conservador-modernizadora que recorre distintas
piezas de ese traje de Arlequín que es Italia, un magnate televisivo se
convierte en primer ministro de una de las grandes economías mundiales. Se
cierra una historia y comienza otra. Ha ocurrido en el país -y quien no le
vea no ve algo importante- una fractura en el tiempo que podrá producir
efectos positivos o desastrosos, pero que ciertamente no repetirá el pasado.
Por lo menos, no el reciente. Uno de esos momentos cargados de lo nuevo;
aunque no necesariamente de lo bueno o lo necesario.
Queda la tarea de entender. Tarea esencial para evitar que una
victoria electoral esté tentada de convertirse en remedo moderno de un
Segundo Imperio inevitablemente encabezado por otro pequeño Napoleón. Otra
alianza de capitalistas de asalto, bodegueros nacionalistas y especuladores
cosmopolitas, para la cual ya no dispondríamos de la pluma de Marx para
revelar triquiñuelas, egos inflados, miserias colectivas y privadas. Para
que sea posible la alternancia futura, la izquierda necesita "re-leer" el
país (su anatomía y fisiología cambiantes) y los posibles futuros que pueden
vislumbrarse a partir de un presente complejo. A final de cuentas, hacer
política supone buscar lo mejor posible: ni lo mejor (en abstracto) que
condena a la marginalidad virtuosa, ni lo posible (en concreto) que amarra a
un realismo asfixiante.
Buscando sentidos a la historia (que si los tiene, los envuelve para
nuestro desconcierto en ropajes tornadizos), tal vez era este el costo
necesario que Italia tenía que pagar para que su cultura laica y progresista
acelerara su renovación cultural, sus formas partidarias y encontrara
mejores ideas para gobernar el cambio. Cambio que, por cierto, en Europa o
será europeo, si me es permitida una perogrullada que tal vez no lo sea, o
implicará el retorno al bien abonado camino de los nacionalismos. Y
entonces, las insanias electorales de este o aquel país podrían volver a ser
tan frecuentes como en ese pasado que Europa, colectivamente, quiere ahora
superar.
2. Italia: la anomalía persistente.
Antes, una unificación nacional tardía, después el fascismo seguido por
medio siglo de gobiernos democristianos (con una duración media inferior al
año) y más tarde "manos limpias": en cuyo oleaje judiciario desaparecen
Democracia Cristiana y Partido Socialista. Y ahora un magnate televisivo al
gobierno. Y antes de eso -para no olvidar nada importante- el principal
partido comunista de Occidente, que supo dar algún espacio a los
intelectuales y alimentó un debate interno ciertamente más vivo que
monsergas y rituales soviéticos. Viene la tentación de pensar que así como
se habla de excepcionalismo (desde Toqueville hasta Seymour Martin Lipset)
para describir la historia política de Estados Unidos, tal vez no sería del
todo descabellado hablar de execpcionalismo italiano en el contexto de
Europa occidental. Una proclividad a la anomalía que, en distintas formas,
persiste en el tiempo. Massimo D'Alema (el político ciertamente más notable
de la izquierda italiana) algunos años atrás titulaba un libro suyo con una
aspiración: "Un paese normale".
Digamos también que la anomalía italiana no es sólo la desviación frente
a algún canon virtuoso, es también un factor de creación: de realidades y
enigmas. Si miramos al pasado, la anormalidad propone temas de no fácil
comprensión. ¿Cómo fue posible que en casi medio siglo de
inestabilidad política (que no institucional) el país haya experimentado las
tasas de crecimiento que lo han convertido en una gran economía mundial?
Recorriendo un atlas histórico moderno no es fácil toparse con casos
similares. Buscando arquetipos, habría que regresar hasta esa baja Edad
Media en que -entre Amalfi, Génova, Florencia, Pisa, Venecia, Milán, Brescia,
Como, etcétera- nace el capitalismo, el comercio de larga distancia y las
autonomías municipales en medio de un casi permanente caos político. Y sin
embargo, al interior de las murallas urbanas, entre conflictos
interminables, la modernidad da sus primeros pasos.
Igualmente difícil entender cómo haya sido posible la conservación de una
sociedad democrática con instituciones cuyas esquirlas enloquecidas (y el
adjetivo podría ser objeto de controversia) trabajaron por años al interior
de una "strategia della tensione" con variados, y sangrientos, ejemplos de
terrorismo de Estado. A lo que hay que añadir una "questione meridionale"
que lleva siglo y medio sin encontrar una respuesta satisfactoria de parte
de los gobiernos unitarios. Acercándonos en el tiempo, nos encontramos con
una delincuencia organizada (mafia, cosa nostra, ndrangheta, camorra,
etcétera) cuyo peso económico y complicidades políticas no tienen parangón
en ningún país democrático. Y, a últimas fechas, los niveles de desempleo
más altos, y persistentes, de Europa occidental. Por el lado de las
anomalías positivas, el asombroso dinamismo de pequeñas y medianas empresas
que desde hace un par de décadas, sobre todo en el norte y nordeste del
país, crean empleos y operan con eficacia y capacidad innovativa en el mar
revuelto de la globalización.
Todo país, como una identidad múltiple en construcción, es, casi por
definición, una incógnita. Un continuo crear y destruir equilibrios entre
consenso y conflicto. Pero Italia parece en ocasiones la madre de todas las
incógnitas, el rompecabezas más complejo: un lugar donde los equilibrios son
más frágiles, donde el peso del pasado (de las tareas irresueltas que
provienen del pasado) es mayor y donde el futuro es, por consiguiente, menos
deducible a partir del presente. De ahí esa impresión de sucesivos nuevos
comienzos, de frustraciones colectivas que periódicamente crean las
condiciones de nuevas iluminaciones para una cuadratura del círculo que, sin
embargo, sigue esperando en algún lugar escondido. Una "cuadratura" que
supone en Italia dos dificultades enormes: una social-territorial y la otra
política. De una parte, repitámoslo, una cuestión meridional irresuelta que
alimenta atraso, delincuencia, desempleo e instituciones plegadizas a la
corrupción y a los vientos locales, a veces económicos, a veces criminales y
a veces las dos cosas juntas. De la otra, una política cuya fragmentación
partidaria obliga a equilibrios siempre precarios que no terminan de cuajar
bases firmes de gobernabilidad.
Italia tiene que enfrentar todos los retos del resto de Europa cargando,
sin embargo, problemas históricamente irresueltos. Un país, entonces, que
necesita hacer un esfuerzo mayor que sus vecinos simplemente para no perder
el contacto con ellos. Y ahora le toca el turno a Berlusconi, un magnate
televisivo cuyas fortunas sigue perdiéndose en las nieblas de la corrupción
política italiana, con una cultura de manuales de superación personal,
psicología de promotor de ventas y una monstruosa capacidad organizativa
detrás de una sonrisa inoxidable. ¿Podrá ese nuevo duque Valentino de
maquiavélica memoria, en versión de tycoon mediático, cicatrizar las heridas
de la questione meridionale y de un Estado recorrido por la inestabilidad
política y por episodios no infrecuentes de uso privado (personal o
partidario) de los recursos públicos? Y además ¿podrá acercarse a alguna
solución de estos problemas históricos manteniendo vínculos estrechos con la
Unión Europea?
Es difícil olvidar lo que decía Braudel: hay momentos en que el barco
está atascado y por brillante que sea el capitán queda poco por hacer. Y hay
momentos en que, con los vientos soplando en la justa dirección, el barco
navega ligero incluso con un capitán bisoño. Banalicemos: hay momentos en
que, independientemente de las fronteras, los vientos (llamémoslos
pudorosamente condiciones externas) son más importantes que ideas y
proyectos de los gobernantes nacionales. Dicho de otra manera: todo puede
suceder, incluso que el tránsito de Berlusconi por la vida italiana no
produzca desastres y enfrentamientos ruinosos y, por el contrario,
contribuya a reanimar potencialidades económicas y sociales escondidas o
adormiladas. También es posible que la historia se repita: progreso en medio
de agudos conflictos sociales. Como quiera que el futuro se defina a sí
mismo, no parece del todo fuera de lugar cierta trepidación frente a las
perspectivas del viaje quinquenal que Italia se apresta a emprender. Lo que
es apenas un persistente instinto de autodefensa: recordatorio tenaz de que
lo peor es siempre posible. Sobre todo cuando se anuncia con tanto
estrépito.
2. Los "secretos" de una victoria.
La historia es como Epimeteo: una forma para entender después. Cuando, en
general, ya sólo queda el conocimiento como consuelo de la derrota. Las
elecciones italianas acaban de realizarse y es temprano para entender con
detalle lo que ha ocurrido. Aún tratando de evitar formas laicas de
misticismo, estamos forzados a reconocer que los pueblos somos nuestros
propios dioses: caprichosos en ocasiones y casi siempre incomprensibles.
Digamos "secretos" no en el sentido que este escribiente los conozca, sino
en el sentido de la embarazosa mezcolanza de datos sociológicos, más o
menos, conocidos y de humores colectivos que lo son mucho menos. ¿Cuáles
peldaños terminaron por formar esa escalera que lleva un magnate mediático
al gobierno de Italia? Penetremos en ese territorio de señales ambiguas e
intentemos hacerlo con cierta dosis de humildad: pocas veces las cosas son
tan claras como parecen. Los factores son muchos y los pesos son variables:
ninguna sociedad es una maquinaria compuesta por piezas cuyos
comportamientos sean siempre racionalmente deducibles.
Primer peldaño. Probablemente sea la novedad. O sea, el propio Cavaliere.
Alguien que decide entrar a la política (scendere in politica) en edad
madura y con algunos miles de millones de dólares de respaldo. En un momento
de crisis del sistema de partidos -que, a comienzo de los noventa, destruye
en pocos meses la vieja DC, un partido socialista que llevaba un siglo de
vida y varios partidos y partiditos menores- Berlusconi se convierte en polo
de atención de una cultura conservadora que ve caer a su alrededor sus
referentes partidarios tradicionales. En los momentos en que el antiguo
Partido Comunista Italiano se convierte en Partido dei Democratici di
Sinistra, el riesgo es que los excomunistas se consoliden como el principal
partido político italiano. Berlusconi scende in politica creando su propio
partido, Forza Italia: el grito de aliento de los tifosi a su equipo
nacional de fútbol. Testimonio lingüístico de una nueva cultura que mira más
a la eficacia mercadotécnica que a las raíces culturales. Tenemos aquí
antiguos reflejos de anticomunismo más o menos cavernario santificados por
la caída del muro de Berlín; una desconfianza arraigada hacia el Estado y un
rechazo de los políticos tradicionales que (como se descubre con mani pulite)
estaban recorridos por bandas de forajidos en traje Armani. Berlusconi es lo
nuevo, aquello que promete una marcha acelerada hacia el futuro sin el
estorbo de los equilibrismos partidarios del pasado. La nueva forza del
destino. El hombre sin ataduras, salvo, naturalmente, sus millones. Que, sin
embargo, más que una impedimento, parecen una promesa de trickle down,
además de ser confirmación de virtud personal.
Segundo peldaño. La trivialización de la política. De pronto, la ligereza
sentenciosa de los discursos políticos de cantina es sublimada en un
lenguaje mesiánico-ideológico. Una sinergia inmejorable: una trama
lingüística que reduce la complejidad a una insubstancialidad grandilocuente
de seguro efecto emotivo. Progreso significa reducir impuestos, privatizar
funciones públicas (en la sanidad, en la escuela, etcétera), liberar
energías congeladas en asfixiantes vínculos de solidaridad social, abrir
espacios a un espíritu empresarial redentor de una política corrupta e
ineficiente. Es todo tan sencillo que nadie entiende como no se les había
ocurrido antes a los italianos. Y debajo de la ideología, el tono
constructor de quien considera la política un mal necesario: encanto de un
nunca superado positivismo en que progreso es sinónimo de mucha
administración y poca política. Déjenme trabajar y ya verán los resultados.
Tercer peldaño. Es el encanto de una propuesta sencilla en que la
sociedad italiana es reducida a una empresa que requiere orden y disciplina
como cualquier empresa que se respete. Siguiendo inconscientemente las
corrientes del pensamiento económico contemporáneo, para Berlusconi lo macro
es un micro grandote. No hay nada (o casi) en la sociedad que no sea
extensión de la lógica que domina la organización de una empresa particular.
Aquí y allá es lo mismo; con la diferencia que aquí, en la empresa, todo
funciona bien (si no fuera por el Estado que...), mientras allá, en la
sociedad, es una terrible confusión que sólo el espíritu empresarial puede
redimir. Discurso exitoso en una sociedad vapuleada por crisis de los
partidos tradicionales, desempleo de larga duración, delincuencia,
inseguridad ciudadana, inmigración e impuestos ciertamente no bajos. Gracias
a Berlusconi y a sus aliados, lo complejo se vuelve simple: con regular más
estrictamente los flujos migratorios (una especie de xenofobia soft),
endurecer las penas contra los delitos, reducir los impuestos, liberalizar
el mercado del trabajo y mandar a la banca los políticos profesionales (que
para Berlusconi son los de centro-izquierda; los que lo apoyan, obviamente,
no tienen pasado ni culpa), todo terminará por arreglarse.
Cuarto peldaño. Llamémosla enajenación televisiva. La televisión como
evangelio de una modernidad construida entre telenovelas, concursos de
premios y, obviamente, montañas de fútbol y soft-porno entre otras infinitas
delicias mediáticas. Me permitiría aquí una hipótesis que no puedo demostrar
pero que me parece plausible: que los electores de derecha sean más
teleadictos que los de izquierda. Obviamente, si la televisión es una
enfermedad es una enfermedad transideológica (ese moderno asesino de Cristo
-dice Norman Mailer), pero hay en la derecha italiana una mayor convergencia
entre el individualismo ramplón-televisivo y una política en que los
individuos son (casi) todo y las colectividades no mucho más que un estorbo
a la marcha del progreso. Pueblo se vuelve palabra impronunciablemente
jacobina; espectador o público (para no decir audience) es lo moderno.
Anuncio de un progreso sin conflictos. El mensaje es obvio: no molestar al
conductor.
3. Italia: un problema europeo
Inútil decir que el antecedente de un magnate al poder es
inquietante. Y las razones de preocupación europea son (o deberían ser)
varias. Mencionemos algunas.
Primera: que llegue al gobierno de una de las mayores economías de
la región alguien que arrastra un largo contencioso judiciario -de la
evasión de impuestos al maquillaje de estados financieros, de la corrupción
de jueces al posible lavado de dinero- difícilmente puede considerarse una
aportación italiana a la construcción de instituciones europeas
transparentes.
Segunda: el problema del conflicto de intereses entre un gobernante y un
hombre de negocios con empresas que van de la editoría a la televisión, de
los seguros al fútbol y a las empresas inmobiliarias. Mientras el propio
interesado no resuelva a fondo el conflicto entre negocios y gobierno
fusionados en una sola persona (que deberá tomar decisiones políticas
capaces de afectar sus propios intereses económicos) se establecerá un
peligroso antecedente a escala europea.
Tercera: el tono de cruzada ideológica contra la izquierda italiana vista
como amenaza comunista, retrotrae el debate político a los tiempos más
oscuros de la guerra fría, abriendo riesgos potenciales de un antagonismo
capaz de poner en estado de tensión la solidez de las instituciones.
Cuarta: el problema regional. Berlusconi es aliado de una Lega Nord cuyo
autonomismo padano (si bien desdibujado a últimas fechas para volver
electoralmente presentable a Umberto Bossi, líder de acero de la Lega)
constituye una seria amenaza a la solidaridad fiscal entre regiones ricas y
regiones pobres del país, para no hablar de las posibles derivas en clave de
autonomismos para-étnicos que podrían amenazar la solidez y cohesión de las
instituciones nacionales.
Quinta: el problema fiscal que anuncia la posible incompatibilidad entre
reducciones de la carga tributaria y grandes obras públicas anunciadas en la
campaña electoral del Polo delle Libertà. Frente a un centro-izquierda que
en los últimos años emprendió el saneamiento de las finanzas públicas,
redujo la inflación y llevó Italia a la moneda única, está un centro-derecha
que podría experimentar tentaciones populistas.
¿Cómo garantizar la respetabilidad regional de un gobernante que carga
esta cantidad de problemas? Es evidente que en su propia construcción Europa
no requiere ni el retorno de tonos de guerra fría, ni gobernantes con largas
colas judiciarias, ni magnates televisivos convertidos en hombres de la
providencia. Pocos días antes de las elecciones del 13 de mayo, importantes
publicaciones conservadoras europeas (The Economist y El mundo entre otras)
mostraron señales de desconcierto frente a la posible victoria de Berlusconi.
Y sería escatimar méritos dejar de señalar que la pieza periodística de The
Economist merece un lugar en la memoria como ejemplo de acucioso periodismo
de investigación que deja los hechos hablar por sí solos. Aunque el
editorial del mismo número (28 abril 2001) llegara a una conclusión
contundente: "Como nuestras propias investigaciones dejan claro, el Sr.
Berlusconi no está capacitado para gobernar país alguno, menos aún una de
las democracias más ricas del mundo". El evidente embarazo en muchos
ambientes de la Unión Europea frente al primer ministro Berlusconi parece
sugerir la siguiente hipótesis: The Economist hizo explícito lo que, en una
u otra forma, está en la cabeza de todos. Y no pudiendo la derecha italiana
acusar a la prestigiosa revista inglesa de simpatías comunistas, algunos de
sus voceros desempolvaron lo peor de su bagaje ideológico: la evocación de
fantasmas nacionalistas agraviados; alguien en Europa nos quiere débiles.
Poco faltó para resucitar la "perfida Albione" de mussoliniana memoria. Lo
que nos obliga a recordar la idea de Savater acerca del nacionalismo: ese
nosotros convertido en "hinchazón retórica" de un yo agresivo y rapaz. Lo
que, huelga decir, resulta por lo menos inquietante en el momento histórico
en que la Unión Europea se proyecta al mundo como su primera posibilidad de
democracia postnacional, como nos recuerda Jürgen Habermas.
La riqueza que hace política es peligrosa siempre (la historia de Estados
Unidos entre fines del siglo XIX y comienzo del XX, tiene aquí, con la
figura de Theodore Roosevelt, un valor emblemático), y, obviamente, más
cuando su formación está salpicada de corrupción, evasión de impuestos y
demás florilegios de dudoso espíritu ciudadano. El otro riesgo es más sutil:
un poder-rico supone la posibilidad de eclosión de un espíritu
neorenacentista en que la seducción cortesana podría prevalecer sobre la
función pública. ¿Cómo olvidar el palacio real descrito por Benito Pérez
Galdós en La de Bringas? Ese universo, con rasgos de corte de los milagros,
en que funcionarios públicos y servidores privados convivían en una cercanía
física que era confusión de funciones. Y ni mencionemos las referencias más
antiguas, como el papel desastroso de los eunucos (servidores privados
convertidos en funcionarios imperiales) durante la dinastía Ming.
4. Tareas complejas.
Si la democracia es un festín, el convidado Italia llega tarde e,
inevitablemente, mal: cargando una administración pública de calidad
desigual, un sistema político fragmentado en una multiplicidad de capillas
atadas a sus exclusivas tradiciones culturales, inestabilidad de los
gobiernos, una corrupción política más o menos endémica y tentaciones
latentes (hasta ayer controladas) a convertir el gobernante en hombre
fuerte. Es con esta carga que Italia está obligada a enfrentar los problemas
comunes al resto de los países europeos: ¿cuáles nuevos equilibrios entre
eficiencia productiva y solidaridad?, ¿cómo combatir el desempleo?, ¿cómo
metabolizar las diferencias étnico-culturales derivadas del aporte
migratorio extracomunitario?, ¿cuáles nuevas arquitecturas institucionales
para vincular entre sí administraciones locales, gobiernos nacionales y
gobierno regional europeo? Ninguna respuesta a estas preguntas nos remite a
un recetario conocido. Construir Europa significa vivir al filo de una
continua invención que pone en estado de tensión estructuras políticas y
formas culturales establecidas.
Frente a las dimensiones (inevitablemente) epocales de estos retos, es
dudoso que el fervor ideológico de Berlusconi pueda constituir un aporte
positivo. De cualquier manera, el futuro lo dirá. Pero una cosa es evidente:
la victoria del Polo delle Libertà pone la cultura laica y progresista
italiana en la necesidad de revisar críticamente su propio pasado, encontrar
nuevas formas sociales de hacer política y renovar su patrimonio de ideas. Y
en este terreno hay por lo menos dos puntos críticos, aunque sean de
naturaleza muy distinta. Rifondazione comunista y el "problema" sindical.
Desde la izquierda italiana se prospecta una difícil batalla cultural
contra una persistencia de comunismo cuyo peso electoral (aunque debilitado)
constituye un factor de fragilidad de la izquierda misma. La (¿neurótica?)
afirmación de la propia individualidad política de parte de los nostálgicos
del comunismo que no fue, ha significado en las elecciones del 13 de mayo
que este partido obtuviera cuatro senadores al costo de varias decenas que
una izquierda menos fragmentada habría obtenido. Tenía razón Nanni Moretti
en Cannes, declarando que no entendía por qué Berlusconi agradecía tanto a
los italianos por su victoria electoral, cuando bien podría concentrar sus
agradecimientos en una sola persona: Fausto Bertinotti, líder de
Rifondazione Comunista. Un partido cuya cultura política está dominada por
la idea de un post-capitalismo casi a portada de mano. O sea, la incapacidad
ideológica de leer un presente histórico dominado por interdependencias
globales que obligan a la tarea de regular los espíritus animales del
capitalismo más que anticipar en frío una nueva forma de organización
social. La desvinculación respecto al presente significa, en este
caso, un razonamiento persistentemente anclado a una lógica de suma cero y a
reivindicaciones que se parecen, volvamos a Pérez Galdós, a la Tristana que,
en su entusiasmo juvenil, declara: "...no quiero sino cosas infinitas,
entérate..., todo infinito, infinitísimo, o nada". A la izquierda italiana
le espera una dura confrontación entre sus diferentes almas para ser un
fuerte factor de democracia y solidaridad y una propuesta alternativa de
gobierno al que ahora se estrena.
El problema sindical tiene otras características. Estamos aquí frente a
una gigantesca masa de desempleo juvenil (concentrada primordialmente en el
sur del país) y al desarrollo de nuevas formas de trabajo independiente,
part-time, etcétera que, inevitablemente, ponen en estado de tensión
estructuras y cultura sindical vinculadas a una centralidad obrera que en
las últimas décadas se ha desdibujado frente al nacimiento de nuevas figuras
profesionales y a una nueva, más compleja y variada, fisiología del mundo
del trabajo. En este contexto, el sindicato corre el riesgo de quedar
circunscrito a un universo obrero-industrial introduciendo elementos de
rigidez que, en la defensa de intereses sacrosantos, refuerzan sin embargo
las distancias entre un mundo del trabajo tutelado por el Estado y un
universo en expansión de formas de trabajo que quedan al margen de la tutela
tanto sindical como institucional. Los temas aquí son complejos y arduos y
anuncian decisiones difíciles. Como el Polo delle Libertà ha insistido
durante la campaña electoral, Italia es el menor receptor de inversión
extranjera directa entre las mayores economías europeas. Y es altamente
probable que esta circunstancia esté vinculada también a normas laborales y
prácticas sindicales que corresponden a un ciclo histórico diferente. Tres
ejemplos: las normas sobre despidos, los altos costos de seguridad social
aparejados a la creación de un puesto de trabajo y contratos de trabajo que
establecen la homologación de los salarios independientemente de las
diferentes condiciones entre el sur y el norte del país. Para evitar que la
acción sindical termine por convertirse en un obstáculo a la generación de
empleos, resulta inevitable la apertura de un debate político que busque
puntos más altos de equilibrio entre la necesidad de defender los derechos
de los trabajadores empleados con la necesidad, igualmente importante, de no
obstaculizar los procesos de creación de nuevos empleos. Lo único que Italia
no necesita es una guerra entre pobres. La cuadratura del circulo, aquí
también, está muy lejos de ser sencilla.
Brujas y Gante en el siglo XV y Venecia en el siglo XVI tenían
corporaciones profesionales entre las más aguerridas de Europa. Y en parte
por ello, enfrentaban costos tan elevados que terminaron por acelerar sus
respectivas decadencias en el marco de una competencia inglesa y holandesa
con rasgos no muy distintos de la que proviene en la actualidad de Estados
Unidos y Asia oriental. La defensa de intereses legítimos no puede ni debe
encerrarse en una lógica que podría volverse corporativa y, desde ahí,
indefendible en un contexto de crecientes interdependencias globales. El
sindicalismo y, en general, la izquierda italiana se enfrentan a opciones
difíciles que consisten en encontrar nuevas fórmulas de solidaridad en un
contexto de globalización que, en nombre de la productividad, tiende a
barrer todo espacio de derechos colectivos adquiridos. La defensa de los
derechos del trabajo requiere nuevos esquemas de acción sindical y nuevas
formas de do ut des (que rompan una lógica de suma cero) entre el universo
del trabajo y el de empresas que requieren competir para generar más empleos
y conservar los existentes. La defensa de los derechos laborales no puede
conducirse de la misma manera en tiempos históricos distintos. John Maynard
Keynes decía: cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. Dos cosas
deberían ser evidentes: la primera es que el desempleo y las nuevas formas
de trabajo requieren una acción sindical distinta respecto a los tiempos no
lejanos de un fordismo con mercados nacionales menos abiertos que en la
actualidad y con una cultura de un trabajo de por vida. La segunda es que
sería una forma grave de autolesionismo dejar a la derecha italiana la
capacidad de representar las exigencias del mundo de los trabajadores sin
trabajo. Con posibilidades de un populismo conservador en clave
antisindical.
5. Una conclusión exogámica.
Que el punto de partida sea el complejo de Edipo de freudiana memoria
(los hermanos que después de asesinar al patriarca renuncian a las
relaciones sexuales con las mujeres de la tribu) o que sea la necesidad de
romper el aislamiento y fortalecer las posibilidades de sobrevivencia
colectiva (como diría Leslie White), el resultado es el mismo: la exogamia
como una especie de Big Bang -que a veces se adormila y otras se acelera-
que empuja la humanidad a procesar (y convivir con) diferencias mayores
respecto a la tranquilizadora y tibia homogeneidad comunitaria. Después de
una larga Edad Moderna en que el Estado nacional fue nuestro límite
exogámico (al interior del cual éramos capaces, con distintos grado de
eficacia, de procesar diferencias), Europa se encuentra ahora frente a un
nuevo salto exogámico. Un nuevo impulso hacia identidades colectivas de
mayor amplitud.
¿Qué significa esto? Significa algo sencillo: la obligación de cada país
europeo de llevar a la construcción regional lo mejor de sí mismo: aquello
que pueda contribuir a la construcción de la primera democracia postnacional
del mundo. Me permito dudar que Berlusconi represente hoy lo mejor de
aquello con que Italia pueda contribuir a la construcción europea. Aunque,
hay que reconocer, probablemente no sea lo peor. Pero ni la xenofobia light
que persiste en el fondo del discurso conservador italiano, ni la
fascinación ideológica hacia Estados Unidos, constituyen aportes en la
dirección correcta.
Cualquier cosa que sea la Europa del futuro, no será América. Que
Berlusconi y sus aliados tengan dificultades a entenderlo es sólo una de las
expresiones de un europeísmo vacilante que no termina de entender lo
esencial: la construcción de una Europa posnacional supone una empresa
históricamente original en la búsqueda de una nueva síntesis entre capacidad
competitiva y solidaridad social. Si la empresa europea se contentara con
imitar las fórmulas políticas y económicas americanas trasvasándolas del
terreno nacional al terreno regional, las motivaciones ideales de la propia
construcción europea se perderían en el camino. Europa no necesita ni los
tonos de cruzada ideológica de Berlusconi, ni un descamino empresarial de la
política, ni magnates televisivos que tienden a considerar a los ciudadanos
como "público", ni ideologías que convierten el mercado en una especie de
Deus ex machina de progreso y bienestar.
Sólo nos queda esperar que los actuales vientos conservadores de la
política italiana no hagan demasiado daño a Europa y (de paso) a Italia. El
problema italiano no consiste en que los conservadores hayan llegado al
poder, sino que un magnate televisivo con una larga cola judiciaria lo haya
hecho. Por desgracia, no todos los conservadores europeos son como Helmut
Khol. Para tener una idea de la gravedad de la situación italiana, será
suficiente decir que hubo varios momentos en los últimos años en que incluso
Gianfranco Fini (líder de los postfascistas italianos) parecía tener rasgos
de hombre de Estado frente a un Berlusconi con aires de predicador
televisivo.
Una nota positiva: no obstante sus promesas de new beginning, ni Reagan
en Estados Unidos ni la señora Thatcher en Gran Bretaña pudieron desmontar
las, más o menos fuertes, redes del Estado social de sus países. Así que
cabe la posibilidad que Berlusconi haga menos daño de lo que su campaña
electoral anuncia. De cualquier manera, por las dudas, que Dios nos agarre
confesados.
Arriba
Aperturas Chinas
Grúas chinas
Modernidad Insostenible
La obsolescencia sintomática
Entre el desaliento,
Persone, idee, cose d'Italia
La angustia ante la muerte
Las tres puertas
Siete claves
Agricultura: el eslabón perdido
Berlusconi: la riqueza del poder
Siete argumentos (sin una teoría)
Ensayo sobre Democracia,