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Ugo Pipitone

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A diferencia de Bolivia, todo mundo quiere ser presidente en México. Las baterías partidarias están tomando posición en vista de las elecciones presidenciales de 2006 y al interior de los partidos los candidatos a candidato son más locuaces que de costumbre. ¿Una batalla de ideas? Más bien el cíclico retorno de un ritual discursivo y, a lo sumo, buenas intenciones. A falta de propuestas que reconozcan la realidad del país, a falta de las confluencias políticas para abrir un nuevo camino de reformas, gigantescos letreros luminosos que tapan el desierto, o casi.

Un ejemplo viene del probable candidato de la izquierda, Andrés M. López Obrador, que acaba de estrenar su lema: "Aquí viene la alegría". Lo que no sería ni mala ocurrencia si los antecedentes dejaran algún hilo de esperanza. Sin embargo, el nuevo abanderado (ex priísta) de la izquierda, es alguien que, como alcalde de la Ciudad de México, permaneció olímpicamente silencioso frente a graves episodios de corrupción de sus operadores políticos y que, en cambio, hace segundos pisos (para volver más fluido el dominio, ya absoluto, del automóvil sobre la ciudad) mientras la inseguridad es permanente, la policía sigue siendo la corporación menos confiable y la administración pública da muestras cotidianas de ineficiencia y venalidad. Un alcalde que reacciona frente a una maquinaria institucional degradada con obras públicas, es alguien con dos reflejos obvios: no meterse en líos potencialmente peligrosos para su carrera política y trabajar casi exclusivamente para los reflectores. De dónde pueda venir la "alegría" es un misterio.

Hace algunas semanas, un periódico de la ciudad reveló las notas universitarias de los tres más probables candidatos a la presidencia en 2006. AMLO (del PRD) demoró más de una década para obtener su título y con un promedio final menos que mediocre. Para confirmar lo que era obvio. Santiago Creel (del PAN), lo mismo en menos tiempo. El único estudiante decente fue Roberto Madrazo(del PRI) que, circunstancialmente, es el más peligroso de los tres por el retorno anunciado a un antiguo régimen corporativo-presidencial que podría abrir las puertas a un ciclo de aguda inestabilidad social y política. Lo que, guardadas las proporciones, sería como resucitar a Franco, reinstalarlo en el poder y pedirle disculpas.

Para ser presidente en México hay que esgrimir un título universitario y en pocas otras partes del mundo son más evidentes las razones de la inutilidad (además de la dudosa constitucionalidad) de una restricción de este tipo. El problema no es el título universitario, sino la capacidad de las personas para aprender en la marcha y ninguno de los tres probables candidatos ha dado la menor seña que permita mirar al futuro con algún optimismo. El primero sigue siendo un capo-popolo con una visión política que no tolera matices; el segundo, descendiente de una antigua familia de la oligarquía norteña, como secretario de gobernación, nunca entendió la necesidad de construir amplios consensos políticos; el tercero, es el jefe de una añeja maquinaria corporativa que busca recuperar el poder perdido. La caballada está flaca, decía un cacique revolucionario-institucional guerrerense. 

Cuando se piensa en México como en un país en desarrollo se supone implícitamente que la mayor distancia a colmar sea económica. No es así. En la política está en realidad el rezago más importante, el obstáculo primario en dar forma a energías sociales existentes y en dar credibilidad a instituciones ni creíbles ni confiables. Cualquier exportador que tenga que pasar por las aduanas mexicanas sabe de lo que estoy hablando, así como cada ciudadano que observa cotidianamente el policía de la esquina recibir dinero del micro por estacionarse donde no debe. Con consiguientes formidables embotellamientos. México vive en un régimen democrático, no cabe duda, pero de una muy baja calidad democrática.

No es que los candidatos al interior de cada partido constituyan una masa indiferenciada de ineptitud, pero ciertamente la condescendencia de la clase política consigo misma no premia la selección de los mejores, salvo por accidente. Y tampoco es cuestión de derecha, izquierda o centro; la baja calidad de la política es transideológica por estos rumbos. Decir eso presta el flanco a la crítica de populismo conservador o, como se diría en Italia, de "qualunquismo". Pero ¿qué decir cuando el sistema de partidos se parece a un  pantano que anula casi cualquier iniciativa de reforma mientras se entretiene en una histérica menudencia electoral en el momento mismo de una transición que prometía liberar nuevas energías y dar nuevas formas a un país construido por décadas alrededor de un partido?

El Partido Revolucionario Institucional gobernó México por siete décadas y deja como legado uno de los países con peor distribución del ingreso del mundo y cincuenta (¡50!) millones de pobres, casi la mitad de la población. El PRD (una costilla más ideológicamente "radical" del PRI) gobierna la Ciudad de México desde hace quince años y, en la actualidad, sigue siendo ésta una de las ciudades más inseguras del mundo y con una administración pública entre las más corruptas del país según inacabables encuestas. El PAN lleva cinco años de gobierno nacional (desde 2001) y es muy poco lo que pueda decirse de él, salvo que comparte con los otros dos partidos mayores el mismo sosiego, la misma falta de urgencia para sacar el país de una situación de escaso crecimiento y baja calidad institucional.   

Ninguno de estos partidos, con sus propias fuerzas, tiene la capacidad para guiar el país en alguna dirección hacia donde valga la pena ir. Nadie está dispuesto a asumir que el único camino viable es una profunda reforma del estado y un gran compromiso interpartidario capaz de definir espacios negociados para las necesarias reformas. Cuando los partidos no son más que maquinarias electorales sin capacidad para procesar proyectualmente las demandas y presiones sociales, en lugar que factores de desarrollo, se vuelven eficaces instrumentos para su bloqueo. Y esta parecería ser la situación de México. No ha fracasado aquí  un partido (la excepción del PRI es, naturalmente, muy conspicua) sino una clase política, dirigente o no. Un grupo dirigente (en los partidos y en el estado) que goza de salarios, prebendas y subsidios varios con pocos parangones mundiales. Un grupo que no se siente colectivamente amenazado y que no parecería sentir la incomodidad del presente (más allá, obviamente, de las cataratas de palabras), ni por razones personales ni de ética de grupo. 

En cualquier parte del mundo donde se hayan activado procesos exitosos de salida del atraso, ha habido clases dirigentes que percibían la urgencia del crecimiento (y de los cambios necesarios para hacerlo posible) como su principal fuente de legitimación social. En México no ha sido así y por lo que se ve tampoco lo será en el futuro inmediato. La presión social, cuando existe, viene de los mismos partidos que la usan para mostrar su capacidad de control sobre distintos grupos sociales y para refrendar nexos corporativos. Una escasa  percepción partidaria de la urgencia de importantes reformas. La normalidad ha sido aceptada por todos y de ahí en adelante ya sólo queda el interminable concurso oratorio.

La norma priísta por la cual el presidente tenía una mayoría (virtualmente automática) en el Congreso se ha roto y aún están lejos de diseñarse las nuevas reglas constitucionales. Hemos pasado de una situación en que los gobiernos eran eficaces (en conservarse, con los medios conocidos, a sí mismos) a otra en que a un gobierno sin real voluntad de cambio corresponde una oposición decidida a bloquearlo en casi cualquiera de sus tímidas iniciativas.La conflictualidad política, como un trompo que se mueve sin moverse. 

Viene a la mente La verdadera historia de A Q (1921) de Lu Xun. El protagonista de la novela presenta una característica sobresaliente: "A Q tenía una excelente opinión de sí mismo". Así que podía ocurrirle cualquier desgracia sin que tuviera la menor capacidad para entender sus razones. A Q es la imagen transfigurada de una China que se resiste al cambio en nombre de un pasado mitizado; una clase dirigente que, por no aceptar el cambio, entregará el país a la guerra civil, al caos, la invasión japonesa y lo que vendría después. La clase dirigente mexicana se parece a A Q, ella también tiene una excelente opinión de sí misma. Por desgracia nuestra.

Estamos instalados en la normalidad democrática, lo cual sería envidiable si no fuera que la normalidad política mexicana está construida sobre decenas de millones de pobres, una maquinaria del estado que tiene huecos por todos lados y un narcotráfico que avanza.        

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