México, fin de año

Ugo Pipitone

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Se acerca la Navidad  a tierras mexicanas y vuelve el ping pong estacional de las noticias, a cual más sorprendente, sobre aguinaldos y compensaciones varias que diputados federales y locales, gobernadores y demás mandarines políticos se asignan cada fin de año. Hace algunas semanas, Tláhuac encarnó un pequeño Waterloo institucional. Ahora, otro. Es el escenario acostumbrado de una feria pueblerina en que la política se premia a sí misma (por méritos que ella, evidentemente, conoce) aprovechando la transigencia irónica del respetable y sus escasas expectativas sobre la política.

(Paréntesis) La fuente mayor del populismo es la desconfianza en la política, en bloque. Cuando ningún partido se salva del descrédito social, el terreno está abonado para el líder que encarnará el retorno a formas providenciales, personalistas y erráticas de gobierno. Es por eso que la crítica de la política mexicana necesita evitar los tonos absolutos o moralistas. Además de las razones de decencia intelectual: el "mal" no es siempre la encarnación del complot del otro y ninguna sociedad es "inocente" frente a una política que retarda (o detiene) sus tiempos hacia la democracia y el bienestar. Sin embargo, en México, es difícil evitar la tentación protopopulista de considerar la política, en bloque, como un territorio de desinterés hacia el futuro del país y de sustancial ausencia de voluntad de reforma.

Frente a una política protagonizada por personalidades tan ampulosamente exiguas, por la avidez y la inopia  intelectual que saturan el ambiente, el asco y el asombro se vuelven, con el paso del tiempo, condiciones naturales del ciudadano-observador. Con una necesidad de tomar distancias de una política que, con el PRI, era un juego sucio de equilibrismos cortesano-corporativos y, con el PAN en la presidencia, es un juego parlamentario de mediocridades, estereotipos ideológicos, psicología de suma cero y, obviamente, mucho circo. Daniel Cosío Villegas registraba desde 1946 (La crisis de México, en Extremos de América, 1949), el hecho de que  en la primera mitad del siglo XX no hubo ningún debate parlamentario a la altura de las grandes confrontaciones de ideas de los congresos entre 1856 y 1876. Y, honestamente, no hay razones para suponer que el escenario haya cambiado en el último medio siglo.

Perla estacional: el Congreso mexicano descubre tener un subejercicio presupuestal de tres millones de dólares (después se le llamará Fondo de ahorro) y, para evitar la vergüenza de devolver dinero al Estado, los partidos deciden (en virtuosa unanimidad) repartir el botín (¿de qué otra manera llamarlo?) en forma equitativa entre sus diputados. Pero, armado el escándalo mediático, el PAN renuncia a la compensación extraordinaria y el PRD la acepta para la bancada pero no para sus miembros individuales. Un patrimonialismo ennoblecido por su naturaleza corporativa. Para el día 13 de diciembre, y al fin de evitar dudas y correcciones, los diputados del PRI ya se embolsaron lo que les correspondía.

Algunos gobernadores, así como vario diputados locales, se irán al "merecido descanso" con ingresos de fin de año superiores a los 30 mil dólares. Los asambleístas del Distrito Federal recibirán por su parte cerca de 20 mil dólares como retribución total de fin de año. Compensaciones, bonos, estímulos y demás, imaginados por generaciones de sus propios beneficiarios; hablar de mandarines, de burocracia imperial, no es, en México, un exceso del lenguaje. En un país, recordémoslo, con un PIB per capita de 5 mil dólares anuales y la mitad de la población en condiciones de pobreza.

     Tratándose de dinero, en estas fechas, nuestros padres de la patria no sienten la necesidad de conservar las apariencias. Considerando que los diputados no pueden ser reelegidos por periodos consecutivos, el comportamiento corresponde a la lógica del bandido que, antes de irse (o huir), agarra todo lo que puede. El costo social no es elevado y el costo político (dada la atención ciudadana) es virtualmente nulo. ¿No era suficiente vergüenza para nuestro país tener los altos funcionarios públicos mejor pagados del mundo (según escrupulosa investigación de Juan P. Guerrero y Laura Castillo, Los salarios de los altos funcionarios en México, CIDE 2003) y, al mismo tiempo, las instituciones de menor credibilidad social del planeta? ¿No era eso suficientemente embarazoso? Una antigua corriente novohispánica de patrimonialismo (renovada en la Independencia y en la Revolución) alienta cada uno a repetir lo peor de una añeja tradición de uso impunemente privado de los recursos públicos.  

     La incapacidad de la revolución de encaminar el país hacia una nueva (postporfiriana) personalidad democrática, con respetabilidad institucional e integración social, envuelve el país en cantinflismo revolucionario, simulación y corrupción. Octavio Paz (El laberinto de la soledad, 1950) dice, refiriéndose a la Independencia de España, que:

La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido inocultable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad. Durante más de cien años hemos sufrido regímenes de fuerza, al servicio de oligarquías locales, pero que utilizaban el lenguaje de la libertad. Esta situación se ha prolongado hasta nuestros días. De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso de toda tentativa seria de reforma.

La Revolución cumplió la misma tarea: la ideología democrática y socialista como forma para ocultar la persistencia renovada de centralismo, exclusión de las mayorías (del bienestar y del poder) e, inevitablemente, corrupción.

El 9 diciembre pasado, Transparency International dio a conocer su Global Corruption Barometer, 2004. Una encuesta realizada en 64 países en que se pide a la gente que evalúe sus diferentes instituciones nacionales como no corruptas (1 punto) o extremadamente corruptas (5 puntos). Dos instituciones alcanzan en México la mayor puntuación, con 4.5  puntos: los partidos políticos y la policía. A juzgar por la opinión de los ciudadanos en los 64 países encuestados, la policía mexicana es la más corrupta, con la sola excepción de Nigeria. Y corrupción viene con ineficacia sistémica, inconsistencia administrativa, encubrimiento político, encarecimiento de la función pública y montañas de trabas grandes y pequeñas a la vida y potencialidades de individuos y colectividades. Ahora bien, decir en México que la ciudadanía piensa de los partidos políticos lo mismo que piensa de la policía es una estricta mentada de madre que la política, entre altisonancias ideológicas y formalismos de opereta, finge no percibir. Que el tribuno parlamentario sea considerado más o menos al nivel del policía mordelón de la esquina, debería poner a reflexionar a una política que tuviera una mínima capacidad para hacerlo. Cosa que, sintomáticamente, no ocurre.

Una perla, entre muchas, de lo que significa vivir en un país cuyas instituciones públicas son un desastre normalizado, cotidiano. He aquí lo que escribe Jorge Ibargüengoitia en 1979.

Yo, francamente, confianza en la policía nunca la he tenido(...). Estoy en Insurgentes. Está el alto. Hay un policía junto al semáforo. Una anciana está cruzando la calle en dirección a La Sagrada Familia. Un imbécil, manejando un auto a toda velocidad, se pasa el alto, atropella a la anciana y huye sin detenerse. Cuando llego junto a la atropellada, el policía -que no ha apuntado la placa del que huyó- le está diciendo: ¿Pos para que se cruza, señora?

Parece hoy, parece siempre: la misma cotidiana mezcla de ineptitud,  estupidez y desvergüenza. Añadamos que la Ciudad de México es, según la  Encuesta Nacional de Corrupción, la entidad con los peores índices en el país, después de Puebla. Lo que debería preocupar por dos razones principales: 1. Porque revela que la corrupción en México no es un residuo del pasado sino una fuerza poderosa proyectada al futuro y 2. Porque México D.F. es gobernado por la izquierda desde 1997 y, con toda evidencia, la izquierda mexicana, convertida en gobierno local, no sólo no ha ganado la guerra contra la corrupción sino que ha perdido incluso la capacidad para reconocerla, denunciarla y, mucho menos, enfrentarla con ideas y alientos renovados. Para no hablar de Bejarano, Ahumada y demás compañeros que se han "equivocado".

     Por décadas creí (probablemente junto con algunos millones de mexicanos) que el mayor problema de este país era el PRI. Un diagnóstico tan exacto como sospechosamente autoconsolador. Cuatro años después de iniciada la transición, comienzan a surgir las dudas. La cultura presidencialista (lo bueno viene del cielo), corporativa (al cielo se va por bandas) y patrimonialista persiste con el aporte de un sentido de irresponsabilidad global de la política. El PRI, que hasta ayer parecía causa hoy se muestra como síntoma de un problema mucho más profundo. Una herencia antigua, de multiples, entreveradas, raíces que condenan a México a tener instituciones persistentemente inadecuadas para cumplir sus tareas de aceleradores de crecimiento, de integración social y de democracia y, sobre todo, de los tres al mismo tiempo.

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