México: ¿El PRI después del PRI?

Ugo Pipitone

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Después de 71 años de gobiernos del PRI (Partido Revolucionario Institucional), la transición mexicana podría durar apenas un sexenio. El partidazo no se ha derrumbado como desenlace de su derrota del 2000 y en los últimos cinco años, como partido de oposición, ha ganado 16 de las 26 elecciones estatales a gobernador. En un año más el país elegirá su futuro presidente y ahí, en julio de 2006, podría descubrirse que la transición democrática fue, en realidad, un paréntesis.

Claro está que en un mundo en que la Iglesia, al concluir 27 años de un papado conservador, elige un pontífice aún más conservador, donde George W. Bush obtiene un segundo mandato  después de meter a su país en el atolladero iraquí y donde, después de casi tres décadas de regímenes teocráticos, los iraníes eligen un presidente que promete más de lo mismo, el eventual retorno del PRI al poder sería sólo una pincelada más en un escenario mundial empecinado en demostrar lo defectuoso de cualquier teoría basada en las expectativas racionales. Vista desde México, la eventualidad de un segundo ciclo priísta (considerando el antecedente de siete décadas) crea cierta inquietud. ¿Cómo ha sido posible que este escenario se volviera factible?

El hecho concreto es que la transición no trajo aires reformadores al país y los pocos que pudiera haber se disolvieron frente a la mayoría hostil en el Congreso. En 2000 México tuvo un excelente candidato de oposición que resultó ser un presidente timorato y sin capacidad para encabezar el cambio de instituciones corroídas por décadas de uso presidencial-corporativo. El presidente Fox ha sido un no indigno jefe de Estado, pero no la persona requerida para gobernar cambios inevitablemente complejos. La transición debía ser un nuevo comienzo y se reveló como un mundo de cautelas gubernamentales y endémica litigiosidad entre los partidos. Y si añadimos que los años posteriores a 2001 no han sido económicamente fáciles (a pesar de la estabilidad macroeconómica) comenzarán a vislumbrarse algunas razones por las cuales, en diferentes estratos de la población, tiende a reforzarse una nostalgia de PRI a pesar de su paternalismo autoritario, sus clientelas y normas no escritas.

La situación actual es la siguiente: tres candidatos principales. El candidato mayor del PAN (Partido de Acción Nacional, Santiago Creel, ex secretario de gobernación) no parece tener ni el encanto personal, ni cualidades intelectuales o políticas que puedan remontar el desaliento hacia el partido de gobierno, su partido. Naturalmente, nada está escrito pero así están las cosas en el presente: el candidato (in fieri) del partido en el gobierno está muy lejos de tener la victoria en el bolsillo.  

El más probable candidato del PRI (su actual presidente, Roberto Madrazo) representaría el partido que, como tal, recibe la mayor cuota de simpatías del electorado (40 por ciento, contra 30 y 26 por ciento de PAN y PRD). Un candidato que dispondrá de la más antigua y aceitada maquinaria de partido. ¿Qué implicaría el retorno del PRI al gobierno? Por lo pronto, la legitimación democrática de esa misma maquinaria, crónicamente corrupta, entretejida con tráfico de influencias y con una escasa eficacia y probidad de la administración pública.El peligro es obvio: la reconstrucción de una red paralegal destinada a empobrecer la ya baja calidad de la democracia mexicana.

Pero, razonando a partir del cuadro actual de las preferencias, el más probable futuro presidente de México es AMLO, o sea, Andrés Manuel López Obrador; el fenómeno político de los últimos cinco años, desde que asumió la jefatura de gobierno de la capital mexicana, que acaba de abandonar para iniciar una larga campaña presidencial. Acerquémonos al personaje: alguien que, como jefe de gobierno del D.F., circulaba en un automóvil humilde (pero cuyo chofer ganaba más de 5 mil dólares mensuales), que durante más de cuatro años ofreció conferencias de prensa cotidianas (a las seis de la mañana) y que, en los momentos de mayor popularidad, realizaba plebiscitos telefónicos para ratificarse en su cargo. En medio de un estilo discursivo no propiamente demosteniano y una cultura de priísmo de izquierda (que sin zozobra podría combinar el Buda con el Che), se ha consolidado una figura de primer nivel que encabeza desde hace meses todas las encuestas sobre las preferencias para el 2006.

El PRD (Partido de la Revolución Democrática, nacido en 1989 por la fusión entre un desprendimiento del PRI y varios sectores de la izquierda mexicana) es partido de oposición pero, al mismo tiempo, desde hace 8 años, gobierna la capital del país. ¿Se ha vuelto la ciudad más vivible en este período? La criminalidad ha hecho de esta una de las urbes menos seguras del mundo y de México el segundo país (después de Colombia) en secuestros; la calidad de la policía y de la administración de justicia sigue por debajo de muchos estados de la república. En los últimos años, con AMLO, hubo grandes obras viales, múltiples casos de corrupción (que no inmutaron al político tabasqueño) y sustancial inacción en el terreno del saneamiento institucional.

En la Ciudad de México el transporte público es ineficiente y de mala calidad, sin embargo, meter las manos en la maraña de intereses involucrados implicaría costos políticos que el PRD no está dispuesto a pagar y lo mismo vale en el terreno de la seguridad pública. AMLO parecería proponer una extensión a todo el país de esta incapacidad para la reforma: un foxismo de izquierda. El presidente de la república y el ex alcalde de la Ciudad de México comparten rasgos comunes: escasa voluntad (o capacidad) reformadora y esmerado cuidado a las encuestas de opinión.

Por el momento, las opciones principales parecerían ser dos: la restauración (presumiblemente modernizada) del viejo régimen priísta o la construcción de uno nuevo bajo la guía de un grupo dirigente (AMLO en primer lugar) constituido mayoritariamente por expriístas. Una comedia de las equivocaciones si no fuera un drama del inmovilismo. Hace tiempo la política se ha vuelto en México un eficaz instrumento para alejar lo posible; un escenario de pequeñas maniobras y ambiciones personales disparatadas con mínimas, litúrgicas, referencias a la realidad del país. Tal vez sea cierto que una nación con buenas instituciones puede permitirse una política de baja calidad. Pero, ciertamente no puede permitirse ese lujo un país con instituciones de mala calidad. Y ése precisamente es el caso de México. 

El país necesita enfrentar el que ha sido en el pasado, y es en el presente, uno de sus principales talones de Aquiles: la baja calidad de sus instituciones y, por consiguiente, de su democracia. Una empresa ardua cuya única posibilidad sería un fuerte acuerdo interpartidario. Hasta el momento, sin embargo, ninguna seña en este sentido. Como tampoco en el terreno fiscal, en un país cuya recaudación apenas representa el 12 por ciento del PIB, frente a más de 30 por ciento en Estados Unidos y más de 40 por ciento en la Unión Europea. La política como una forma para alejar lo posible. México se encuentra en un momento de su historia en que un importante salto más allá del atraso se ha vuelto concretamente posible. Sin embargo, más difícil resulta imaginar el marco político que haga viable esta posibilidad.

Chascarrillos veraniegos.

1.El nuevo secretario de seguridad pública del D.F., Joel Ortega, considerando que en verano hay muchos robos en casas habitación, acaba de pedir a los ciudadanos que informen a la policía capitalina que dejarán sus casas por vacaciones. Lo que en otras partes sería normal es aquí, justamente, tema para chascarrillos.

2.Acaba de morir el máximo dirigente de la mayor central sindical mexicana. Su patrimonio ha sido evaluado en cerca de 500 millones de dólares. Y el nuevo dirigente es un individuo que hace colección de autos de lujo. ¿Qué clase de estado es él que cierra los ojos frente a tamña corrupción? ¿Qué clase de clase obrera es la que tolera que sus dirigentes se conviertan en magnates proletarios?

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