México: ¿El PRI después del PRI?

Ugo Pipitone

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Estas notas sobre las próximas elecciones italianas del 9-10 de abril se escriben desde México, país donde se votará el 2 de julio. ¿Qué hay en común entre dos países tan distantes? La posible victoria de la izquierda en ambos. Una perspectiva que podría ser positiva en Italia pero no necesariamente en México. Globalización o no, la izquierda sigue siendo muchas izquierdas. Si nos limitamos a América Latina, es suficiente pensar en Michelle Bachelet y Hugo Chávez para percibir la enorme distancia en cultura y comportamiento democráticos. Una distancia que no separa sólo personajes públicos sino historias nacionales.

A dos semanas de las elecciones italianas sigue una no grande, pero persistente, ventaja a favor de Romano Prodi, candidato premier de la centro-izquierda. Se anuncia así lo que hace pocos meses no era imaginable: el posible cierre del capítulo berlusconiano en la historia reciente del país. Al otro lado del mundo, en México, aunque falten tres meses para las elecciones, la ventaja de Andrés Manuel López Obrador es virtualmente insalvable y el país parece encaminarse a una nueva zambullida populista a cargo, esta vez, de una izquierda que prefiere las declaraciones altisonantes a las ideas, con escasa conciencia de los tiempos del mundo y una tenaz vocación carismática.

En esta ocasión nos concentramos en el caso italiano. Una anomalía a la vez. Enumeremos algunos clavos de la cruz itálica: una deuda pública cuyo servicio absorbe una cuota muy alta de los ingresos fiscales; una cuestión meridional que -siglo y medio después de la Unidad- sigue alimentando pobreza, desempleo, baja calidad institucional e ilegalidad difundida; una casi nula inversión extranjera directa en la economía; una justicia farragosa y lenta; un crecimiento económico casi nulo en los últimos años y una insuficiente dinámica de la productividad. Después de cinco años de gobierno conservador, ninguno de estos problemas parece haberse encaminado hacia un rumbo de posible solución futura.

El gobierno de Berlusconi aduce obsesivamente que el deterioro dinámico de la economía italiana se debe a fenómenos globales ingobernables: las dificultades económicas después del 11-S-2001, el aumento de los precios de la energía y la intensificación de la presión competitiva del Oriente asiático (China, naturalmente, en primera fila). Sin embargo, este argumento no explica porque el retroceso de los últimos años haya sido mucho menor en Europa en su conjunto que en Italia. El PIB europeo creció a una tasa media de 2.8% entre 1996 y 2000 y pasó a 1.5% entre 2001 y 2005. En Italia, en el primer período, la tasa media fue de 1.9% y en el segundo de 0.6%. Dicho de otra manera, en Europa el crecimiento del último quinquenio representa grosso modo la mitad del quinquenio anterior. En Italia, una tercera parte.

Podría decirse que las adversidades externas golpean más a las economías estructuralmente más frágiles. Como quiera que sea, es evidente que el nuevo comienzo prometido por Berlusconi no ocurrió. Más allá de los fuegos artificiales de relaciones (supuestamente privilegiadas) del premier italiano con los presidentes Bush y Putin, el hecho concreto es que a cinco años de la estruendosa victoria del centro-derecha, el país no encuentra un camino firme hacia la recuperación del crecimiento mientras pierde posiciones competitivas y agudiza sus problemas fiscales. Hubo un tiempo en que los conservadores eran responsables del punto de vista financiero, ese tiempo, a juzgar por Berlusconi (y Bush), ha pasado.

A conclusiones parecidamente desalentadoras ha llegado no sólo la izquierda italiana sino importantes franjas de la cultura conservadora y de la constelación empresarial. En las últimas semanas las señas más evidentes de desencanto hacia el gobierno y la figura del premier vienen nada menos que del ‘Corriere della Sera', bastión tradicional del conservadurismo político lombardo, y de la Confindustria , la principal organización patronal del país. Los aplausos iniciales se han ido aplacando en el camino.

A la escasa capacidad de la derecha italiana, en este giro de la historia, para construir un ambiente de confianza proyectado al crecimiento se añade el hecho de que el largo ciclo en que las pequeñas y medianas empresas jugaban un rol esencial en sostener el crecimiento parecería haberse agotado. El país se enfrenta a decisiones difíciles en el terreno energético, en las infraestructuras, en las reglas del mercado del trabajo y en las estrategias de desarrollo de largo plazo frente a crecientes retos competitivos y a distintas señas de malestar en la sociedad italiana.

La izquierda se ha comprometido a una sensible reducción de la carga fiscal sobre la contratación del trabajo, una medida necesaria para incrementar la competitividad pero insuficiente para alimentar una recuperación de la productividad subyacente. En el largo plazo sólo un sustantivo incremento de productividad puede evitar que la competencia asiática conduzca a un lento declive de las retribuciones y de la calidad de vida de millones de familias. A menos que se considere inevitable o, peor aún, deseable un futuro retorno al proteccionismo. La necesidad de inaugurar un nuevo ciclo de incremento de la productividad no es un problema exclusivamente italiano sino europeo, pero digamos que en Italia se manifiesta con más fuerza dada el menor dinamismo de los agentes productivos, el mayor peso de la deuda interna y la menor eficacia del sistema país.

Como Europa en general, Italia necesita dar un salto hacia actividades de alta intensidad de inteligencia, hacia nuevas fórmulas energéticas y estilos de vida ambientalmente sostenibles. Cuando menos en su versión berlusconiana, el liberalismo que consiste en suponer que el mercado puede dar respuestas satisfactorias a estos retos inevitablemente epocales , ha mostrado ser muy generoso en palabras y bastante menos en realizaciones. En tiempo de decisiones destinadas a afectar la vida de varias generaciones delante de nosotros, no entender que la inteligencia colectiva (y su capacidad para construir nuevos consensos) es un requisito esencial no es la falla menor de la derecha contemporánea y en especial de su versión italiana, que añade a sus pulsiones gatopardianas un protagonismo berlusconiano capaz de convertir hasta una misa en circo ecuestre.

Volvamos la mirada al pasado remoto. Hace más de medio milenio atrás Venecia comenzó su inexorable declinación por su incapacidad para resistir a los ataques de una competencia inglesa y holandesa en el Mediterráneo que imitaba sus productos y los vendía a precios considerablemente inferiores. Mientras sus estructuras internas se mostraban rígidas frente a los nuevos retos, poco a poco la Serenissima comenzó a recorrer el camino de potencia económica y cultural europea a museo al aire libre. Quizá no había nada que Venecia pudiera hacer entonces para desviar un camino que la excluía de los grandes juegos europeos y mundiales. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber ahora si Europa volverá a ser lo que alguna vez fue: un laboratorio de innovaciones técnicas y científicas y de diversas propuestas de convivencia?

Concluyamos señalando otros dos elementos que revolotean en las elecciones italianas. El primero en realidad es una pregunta: ¿necesita el país seguir el camino berlusconiano de una relación privilegiada con Estados Unidos o, más bien, reforzar sus vínculos europeos? Las tropas italianas en Irak son muestra de los riesgos en seguir las políticas de Washington y, por otra parte, los tonos frecuentemente antieuropeos del gobierno de Berlusconi son un recordatorio de que la empresa europea sigue siendo tan esencial como cargada de obstáculos y resistencias.

El otro tema puede sintetizarse así: las elecciones del 9-10 de abril serán un plebiscito acerca de la anomalía italiana que es Berlusconi, un magnate mediático que añade a su poder económico el poder político. Con el añadido de un populismo conservador y carismático que no parece un aporte especialmente positivo a una democracia que, no obstante sus grandes realizaciones del último medio siglo, sigue siendo, en las perspectivas de la historia, una de las jóvenes democracias europeas. Es probable que Berlusconi amanezca derrotado el 11 de abril, pero la mayor incógnita es otra: ¿seguirá siendo el pivote político del centro-derecha, pasará a la pensión o se convertirá en una especie de pasionaria italiana de la derecha?

Una incógnita más para concluir: ¿será capaz el centro-izquierda italiano de construir un nuevo consenso social que aliente tanto la capacidad productiva como las reformas que el país requiere? Después de la litigiosidad permanente de este final del gobierno de Berlusconi, digamos que la tarea del posible futuro gobierno de centro-izquierda será facilitada. Lo que, naturalmente, está lejos de ser suficiente.

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