México: ¿El PRI después del PRI?

Ugo Pipitone

Principal
Curriculum
Elucubraciones
Ensayos
Libros
En su largo discurso de toma de posesión en el Congreso de Bolivia –durante el cual hubo tiempo incluso para increpar a un senador que se estaba adormilando-, Evo Morales no podía dejar de asombrarse por el contraste entre una tierra rica y un pueblo en la miseria. ¿Es eso normal? ¿Es eso aceptable? Parecía preguntarse repetidamente. Entre una que otra incertidumbre de pronunciación, algo resultaba evidente de la voz difundida por un defectuoso sistema de sonido: la conciencia del derecho indígena a ser reconocido como sujeto de gobierno y no sólo como objeto. Con más razón en un país dónde el mundo indígena representa más de 60 por ciento de la población.

 

¿Por qué, en un momento tan cargado de simbolismos y de relieve objetivo, no estuvieron ni Vicente Fox ni el europeo José Barroso? México es la economía más grande de América Latina y se comportó con una descortesía similar a la de su vecino del norte. La Unión Europea , evidentemente, tampoco tuvo tiempo para reconocer que algo importante estaba ocurriendo en otras partes del mundo.

 

Ampliemos un poco la mirada. Las recientes victorias electorales de Evo Morales en Bolivia y de Michelle Bachelet en Chile han terminado por conformar una situación sin precedente: la concomitancia de gobiernos de izquierda en prácticamente todo el Cono sur. Con una disculpa a Paraguay.

 

Hay que contener la masa de preguntas que este escenario inédito propone. Limitémonos a dos. ¿Estamos frente al anuncio de nuevas estrategias de desarrollo, frente a una nueva posibilidad de maduración social de la región o a un hecho político transitorio destinado a disolverse en la siguiente cita electoral? ¿Sabrán los gobiernos de Kirchner, Tabaré, Lula, Bachelet y Morales consolidar redes de cooperación recíproca que puedan crear condiciones de largo plazo de prosperidad conjunta? Desafortunadamente, es inevitable reconocer que, a juzgar por el Mercosur, las señales no son alentadoras. Los períodos gubernamentales de Lula y Kirchner han coincidido durante dos años y medio, tiempo suficiente para probar sus voluntades de integración regional y, hasta ahora, han fallado la prueba. Para no hablar de la ausente amplitud de mira hacia las necesidades de los vecinos más débiles.

 

Más allá de la retórica, el regionalismo aún no forma parte del acervo cultural de la izquierda latinoamericana. Algo similar ocurrió por cierto a una parte de la izquierda europea en los inicios de lo que sería la Unión Europea. El patrimonio histórico de desconfianza recíproca entre Brasil y Argentina o entre Bolivia y Chile, para limitarnos a dos ejemplos, sigue siendo vigoroso. Un retardo de conciencia colectiva y de lucidez de elites políticas que imponen costos colectivos bajo la forma de oportunidades perdidas.

 

Hemos hablado de izquierda, en realidad, como es obvio, son varias. A comenzar de los dos últimos llegados: Bachelet y Morales. De una parte, una izquierda comprometida en gobiernos de coalición con la Democracia Cristiana , que en los últimos quince años ha dado sobradas pruebas de sentido de responsabilidad con, señalemos de paso, menores éxitos contra una aguda polarización del ingreso. De la otra, una izquierda sin las antiguas tradiciones partidarias chilenas y con una mayor dosis de mesianismo inevitablemente asociado a un país entre los más pobres y desiguales de América y del mundo. Para entendernos sobre las dimensiones del rezago, será suficiente recordar que el sufragio universal es introducido en Bolivia apenas anteayer, en 1952.

 

Haciendo a un lado a Hugo Chávez, la izquierda conosureña en el gobierno, ha dado pruebas de respeto de las reglas democráticas, de sentido de responsabilidad económica y mayor atención social. Lo cual no significa tejer las loas de gobiernos también responsables de retardos, incoherencias, episodios de corrupción, timideces estructurales excesivas, escasa visión de largo plazo, etc. En ese escenario que, con imprecisiones y todo, separa una izquierda democrática de otra carismática, Evo Morales es una incógnita en suspenso. Evidentemente no estamos frente a un intelectual ni a alguien que provenga de la clase media o de la tradición obrera de Lula. Estamos frente a otra historia: un hijo de minero convertido en dirigente cocalero que llega al Congreso en 1997 y ocho años después se convierte en el primer presidente indígena en casi dos siglos de historia independiente de su país. Que guste o asuste, con Evo Morales se rompe una de estas transgeneracionales tradiciones vergonzosas que los países a veces cargan y que Bolivia cargaba desde hace 180 años, sin considerar los trescientos anteriores.

 

Si bien no parece probable que el nuevo presidente boliviano siga el enfermizo camino de concentración del poder de Hugo Chávez, el hecho que su primera visita internacional después de la victoria fuera a Cuba, suscita inevitable escozores. Dos observaciones a este propósito.

 

La primera es que la visita a Fidel pudo haber sido un gesto simbólico, más o menos como ir a ver el Papa para otros gobernantes. Un tributo al viejo líder (máxima figura revolucionaria del siglo XX latinoamericano antes de convertirse en dictador) que expresa ciertamente un retardo de maduración democrática de parte de Evo, pero que no debe ser asumido como un anuncio de emulación futura. La segunda observación es que durante su reciente viaje internacional, Evo mostró una evidente moderación de tonos. Como si la sola visita a Brasil (y el inevitable descubrimiento de que Lula está preocupado por las inversiones de Petrobras en Bolivia) produjera una agudización de la percepción de que el mundo es más complejo visto directamente que desde el Chapare. Una percepción de responsabilidades externas con importantes reverberaciones internas; un aprendizaje acelerado del que Evo Morales no parecería haber salido mal parado en el ante-primer round.

 

Pero veamos a qué clase de dificultades tendrá que enfrentarse el nuevo presidente. Bolivia es uno de los 40 países más pobres del mundo y su PIB per capita (2,600 dólares a paridad de poder de compra) apenas llega a una tercera parte de la media latinoamericana. Estamos hablando de un gran país (cuya extensión es la mitad de México y tres veces mayor que Italia) con menos de nueve millones de habitantes e importantes recursos naturales. En especial el gas, cuyas reservas se han multiplicado por siete veces en menos de una década. Frente a esta imagen de riqueza natural, está sin embargo el hecho que, dada su configuración orográfica (entre altas cordilleras y selvas tropicales), apenas tres por ciento de la superficie sea cultivable.

 

En un país con una “minoría étnica” (quechua y aymará principalmente) que abarca casi dos terceras partes de la población, dos terceras partes de las familias viven debajo de la línea de pobreza y, en gran medida, las dos fronteras coinciden. La peor parte toca a campesinos, artesanos, mineros y desempleados urbanos.

 

Si regresamos en el tiempo y consideramos las últimas cuatro décadas, el crecimiento medio del PIB per capita boliviano registró un incremento de medio punto porcentual, contra 2 por ciento en México y casi 3 por ciento en Chile (con todo y salvajismo militar intermedio). Sin mencionar el 6 por ciento de Corea del sur o China o el 4 por ciento de Malasia y Vietnam en el mismo período. El escenario boliviano es francamente desolador. Estamos frente a un antiguo estancamiento que, independientemente de cíclicas bonanzas en las exportaciones de determinados productos naturales, conserva y reproduce gigantescos espacios de pobreza que traban cualquier posibilidad seria de movilidad social. El efecto de trickle down que consiste en enriquecer a los ricos para beneficiar posteriormente a los pobres, evidentemente no ha funcionado aquí a lo largo de mucho tiempo. Suponiendo que lo haya hecho en otras partes. En la actualidad la economía boliviana genera 30 mil empleos al año frente a 120 mil individuos que anualmente llegan al mercado buscando un trabajo. Un evidente corto circuito de largo plazo entre economía y sociedad.

 

El ciclo de los golpes militares, (re)comenzado a mediado de los 60 (con René Barrientos), concluye a inicios de los 80 y desde mediado de los 90 el país se embarca en una estrategia de privatizaciones, liberalizaciones, reducción del gasto público y cierre de minas, con apoyo y asesoría de Washington. El protagonista inicial es el presidente Sánchez de Lozada -riquísimo empresario minero, que hablaba mejor inglés que español- quien asumió la presidencia en93. Posteriormente, para mostrar que Bolivia es un país de asombrosas reencarnaciones políticas, regresa al gobierno (esta vez por medios constitucionales) el viejo golpista Hugo Banzer y su período coincidirá con los primeros descubrimientos de importantes yacimientos gasíferos. Sin embargo, el crecimiento económico (entre 4 y 5 por ciento) se mantiene sólo por algunos años (entre 1996 y 1998), en las fases iniciales de un ciclo ascendente de inversiones extranjeras alrededor del gas natural. Inversiones que se interrumpen drásticamente en los últimos tres años frente a las crecientes protestas sociales (con demandas de aumento de las regalías e incluso de nacionalización) y un nuevo ciclo de inestabilidad política del país. El gas, que se instala en el imaginario nacional como una promesa de bienestar, cataliza el enfrentamiento social en un contexto de nulo o débil crecimiento. Las exportaciones de gas a Brasil (el principal cliente) y Argentina se quintuplican de 2000 a la fecha.

 

A fines de 2003 frente a una marea de manifestaciones y bloqueos de carreteras en protesta por el proyecto de un gasoducto a través de Chile, la represión causa 59 muertos y Sánchez de Lozada, por segunda vez en la presidencia, tiene que renunciar. Paréntesis sobre Chile: país que, recordemos, incorporó la provincia de Antofagasta en la guerra del Pacífico de hace más de un siglo, la única, y desde entonces perdida, salida al mar de Bolivia. Mismo país que -independientemente del color político de sus gobiernos- se niega a negociar una concesión territorial que permita a Bolivia volver a tener una salida soberana al mar.

 

Los últimos dos años han sido de precariedad institucional, de un equilibrio de fuerzas continuamente puesto en discusión entre el presidente Carlos Mesa, el Congreso y un movimiento indígena en incesante aumento de presencia y de presión. En mayo 2005, el Congreso vota una ley que adiciona al 18 por ciento de las regalías pagadas por las empresas de hidrocarburos, un nuevo impuesto de 32 por ciento sobre petróleo y gas. Más o menos lo que pedía Morales como dirigente de su partido, el MAS (Movimiento al socialismo). Pero ya nada era suficiente para contener un movimiento indígena ascendente. El 9 de junio renuncia el presidente Carlos Mesa (por tercera y definitiva vez), el 18 de diciembre se realizan las elecciones y ayer (22 de enero) tomó posesión como presidente Juan Evo Morales Aima en el Palacio Quemado.

 

Ha llegado la hora de la verdad. El nuevo presidente ha anunciado que nacionalizará sin expropiar, lo que permite múltiples lecturas. Ha declarado su intención de emprender la lucha contra la corrupción, pero uno recuerda a López Obrador en México D.F. y no puede dejar de pensar que las promesas proyectan imágenes santas que no necesariamente la realidad confirmará. Más allá de estruendosas declaraciones del tipo “el peor enemigo de la humanidad es el capitalismo” -que tiene la carga moral suficiente para hacer olvidar el no venturoso destino de aquellos que han intentado prescindir de él-, el nuevo presidente tendrá que aprender a marchas aceleradas y moldear sus proyectos en un contexto en que el desarrollo futuro dependerá de la construcción de equilibrios políticos viables.

 

La tarea de Evo es gigantesca (al margen: la acometida por el zapoteca Benito Juárez no fue precisamente un giro de vals): construir un camino estrecho entre las inercias de la historia social boliviana, entre una ultraizquierda que espera a espaldas de Evo meditando volver al juego de la desestabilización, las reclamaciones autonomistas de los departamentos orientales del país (donde está el petróleo y la agricultura de exportación) y la, por desgracia predecible, miopía internacional. El posible, estrecho, camino para reformar instituciones públicas de baja calidad y abrir nuevas posibilidades de desarrollo requerirá toda la inteligencia estratégica y la habilidad táctica de parte de Evo y su equipo. Más allá de los faustos del momento, habrá que recordar que la historia de Bolivia está llena de líderes encumbrados y destruidos. Sin mencionar, por cierto, y no para bien, la multitud de fantasmas renacidos.

arriba

Otros artículos:

¿Tláhuac o México?
México, fin de año
Olas del Índico
Economia Abierta y Política Cerrada
Kioto en cuatro escenarios
México
Juan Pablo II
Cualquiera
¿El PRI después del PRI?
El primer Foro Cívico Iberoamericano
Rodríguez Alcaine, Montiel y México
Cinco años de Fox
Izquierda en tiempos de globalización
Evo presidente

Principal • Curriculum • Elucubraciones • Ensayos • Libros