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Luiz Inácio da Silva (Lula) se encamina a suceder a sí mismo y seguir en la presidencia de su país hasta el 2010. Una obviedad: nacer pobre en Brasil es una condena que se transfiere de generación en generación con inexorabilidad estadística. Sin embargo, aquí ocurrió que el hijo de un pobre cristo de Pernambuco, se volviera obrero mecánico en Sao Paulo: un salto no pequeño. Mismo individuo que se convirtió después en sindicalista, contribuyó a fundar el Partido del Trabajo (1980) y, desde 2003, es presidente de la república. Y ya esto es suficientemente prodigioso. Pero que, después de cuatro años en el cargo, Lula sea casi ciertamente reelegido es otro hecho excepcional en una parte del mundo donde los gobiernos de izquierda terminan a menudo en golpes de estado o en desastres económicos y, a veces, las dos cosas. Brasil rompe ahora un esquema histórico, después de haber quebrado otro hace cuatro años. Entonces, convertido en presidente, Lula asumió que su reto inmediato, a pesar de la miseria circundante, consistía en conquistar la confianza de los mercados. En realidad, no quedaban muchas opciones en un país donde, entre 1990 y 2001, la inflación promedio había sido de 168% y las crisis asiática (1997) y argentina (2001) habían llevado a la economía al borde del colapso. Equilibrio macroeconómico e inflación bajo control se impusieron pronto como caminos estrechos para evitar que los mercados declararan la guerra al nuevo gobierno hundiendo al país en otro ciclo de recesión, inflación y explosión del desempleo. Lula resistió en estos años las presiones de su mismo partido (PT) y, a la conclusión de su mandato, presenta cuentas en orden, crecimiento moderado e inflación de 4.5%. Sin embargo, estos resultados se obtuvieron con políticas monetarias restrictivas (la tasa de interés actual está en 15 por ciento) que traban las inversiones y una recuperación más dinámica. Añadamos que la ortodoxia económica fue acompañada durante estos cuatro años por un gasto social que creció de 3 a 9 mil millones de dólares. Beneficiarios, las familias más pobres con la condición de mantener los hijos en la escuela. Resultado: aquellos que viven con menos de dos dólares diarios, los pobres de los pobres, han bajado de 28 a 23% de la población y los salarios mínimos han registrado algún aumento. Esto, naturalmente, no ha sido suficiente. Brasil sigue siendo la mayor concentración de pobreza de las Américas (42 millones de personas), siendo también el país con la peor polarización del ingreso en el mundo. No se sale del subdesarrollo de la noche a la mañana. En la mejor de las hipótesis, si el ingreso medio creciera en el futuro a una tasa anual de 3% (y fuera más representativo de condiciones “medias” de lo que es ahora), le faltarían a Brasil 28 años para alcanzar el ingreso per capita actual de países como Portugal, Eslovenia o Grecia. Un largo y azaroso recorrido pero, al mismo tiempo, un plazo corto frente a una historia secular de marginación de masa. Para construir este camino hay por lo menos tres condiciones acerca de las cuales la primera presidencia de Lula no ha dado señales positivas. En primer lugar, un decidido impulso al Mercosur, más allá de la retórica. Por su tamaño, Brasil (la doceava economía del mundo) está condenado a ejercer en el Cono sur un papel no muy distinto al que jugó Alemania en la construcción europea. Pero, hasta ahora, la izquierda brasileña no parece consciente de la importancia de la integración regional para impulsar democracia, bienestar y capacidad global de negociación. Las visiones de Brasil-potencia (estamos hablando de un país del tamaño de Estados Unidos y con 190 millones de habitantes) dificultan la integración regional. La segunda falla grave (que repite una historia antigua) es la ausencia de reforma agraria en un país de latifundios y cinco millones de familias de campesinos sin tierra. La “cuestión agraria” irresuelta ha alimentado aquí, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, una urbanización salvaje, una crónica debilidad del mercado interno y una larga historia de miseria rural y urbana. Siguiendo la tradición, Lula también se ha comportado frente a la reforma agraria casi como frente a un tabú. Una de dos: o considera no tener la fuerza política suficiente para lanzar una ambiciosa reforma agraria o considera que no es tema prioritario. No queda que esperar que se trate de lo primero y no de lo segundo. La tercera debilidad reside en la persistencia de elevados índices de corrupción política e institucional. Uno de cada 2.5 candidatos a diputado es actualmente sujeto de algún procedimiento judiciario. Y no parecería que Lula haya entendido en toda su importancia la responsabilidad de que la izquierda contribuya a construir instituciones creíbles y medianamente eficientes. El tiempo pasa y este grave nudo estructural persiste como tolerancia hacia una corrupción que no mejora la confianza en el estado de parte de una sociedad educada a no creer en sus representantes. Otros artículos:
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