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Pocas palabras para recordar a uno de los dictadores más sanguinarios de la historia contemporánea de este infortunado continente: Augusto Pinochet. Desde hace algún tiempo está de moda tratar al personaje según dos pesos y dos medidas. Por un lado, el represor que convierte a su país en un lugar donde por casi dos décadas el miedo fue una presencia ubicua vivida diariamente por millones de familias con el terror de ser despertadas por la noche para que algunos de sus miembros fueran entregados a una pesadilla de tortura y asesinato de estado. Por la otra, el artífice de un modelo de desarrollo económico que ha activado un largo ciclo de crecimiento que constituye uno de los pocos casos de (parcial) éxito latinoamericano en años recientes. Y en la cabeza de algunos el progreso actual parecería haber requerido en el pasado la barbarie desatada desde un infausto 11 de septiembre de 1973. Las responsabilidades de Pinochet son (digamos así) atenuadas en una lógica nauseabunda de costos/beneficios. ¿Convertir a los ciudadanos en presas de una monstruosa maquinaria represiva puede “justificar” el éxito económico que desde ahí comenzó a asomarse? Esta forma de razonar no es muy distinta a la de aquellos que en el pasado justificaban el Gulag staliniano en nombre de una imperiosa necesidad de orden requerida por la acelerada industrialización soviética. ¿Mentes y cuerpos destruidos a lo largo de décadas en nombre del “bienestar” colectivo? Desde lo alto de una impudicia realista convertida en conciencia de la historia, muchos de los comentaristas de estas horas parecen concebir la barbarie como un costo inconfesablemente aceptable para acelerar el progreso. Como si fuera tolerable vivir en una casa en la que aparecen nuevos electrodomésticos mientras al lado se escuchan los gritos de aquellos cuyos cuerpos son destazados en nombre de la defensa de la “civilización”. Aunque pocas veces se diga explícitamente, la idea subyacente puede expresarse brutalmente así: el fin justifica los medios, lo demás es romanticismo: inconciencia de las necesidades de la Historia. Es la victoria póstuma de Pinochet: hacer pasar por bueno aquello que el 11 de septiembre de 1973 fue la justificación del golpe: restaurar una posibilidad de democracia (occidental, cristiana y demás desvaríos reaccionarios) en contra de aquellos que amenazaban una deriva cubana desde el gobierno de Salvador Allende. Una doble caricatura en la que entonces nadie creyó pero que hoy, más de tres décadas después, se vuelve plausible. La paranoia y la miseria cultural de gran parte de la burguesía chilena de entonces es rehabilitada como necesidad histórica. ¿Un dramático retroceso civil como forma para impulsar el desarrollo civil? Después de tantas vueltas, a esto llegan muchos cultos observadores del presente. Y uno se pregunta ¿vale la pena estudiar y acumular experiencia para llegar a santificar, en nombre de la “necesidad histórica”, los delirios de generaciones de dictadores? Demos un salto a otra parte del mundo y preguntémonos: ¿sin la matanza de Tien An Men de 1989, no habría sido sostenible la continuación del boom económico chino? En opinión de Deng Xiaoping, así era. ¿Deng Xiaoping es encarnación del “espíritu de la Historia ”? ¿El terror es una ineludible arma de gobierno? Obviamente sí, en la cabeza de los autócratas. Sin esa lejana matanza de estudiantes chinos, el crecimiento de la economía probablemente habría seguido, pero ciertamente en formas socialmente menos desequilibradas que hasta la actualidad. La corrupción y las arbitrariedades del partido único (objeto de la denuncia de los estudiantes reunidos en Tien An Men) ¿eran condiciones insalvables del desarrollo económico del país? Me permito dudarlo. Volvamos a Chile. ¿El golpe de 1973 fue condición de los éxitos económicos posteriores? Sigue la duda. El éxito chileno se debió fundamentalmente a dos circunstancias. En primer lugar a estructuras institucionales (independientes de generales golpistas que, entre un asesinato y otro, se llenaban los bolsillos) menos desastrosas que en el resto de América Latina y, en segundo lugar, a la acción de corrientes mundiales de liberalización económica en las cuales Chile se insertó con evidentes beneficios en gran medida gracias a la estabilidad política sostenida por la convergencia entre Partido Socialista y Democracia Cristiana. Olvidar esto sería lo mismo que achacar a Franco el boom económico español a partir de los avances del turismo y la construcción en los últimos años de la dictadura del generalísimo. Convertir a Allende en una especie de Fidel Castro andino es una tergiversación ideológica que sólo sirvió a justificar la histeria golpista que tres décadas atrás embargó a una parte de la sociedad chilena y que costó al país miles de muertos que ningún tribunal de la Historia vuelve “necesarios” ex post. La barbarie es barbarie y olvidarlo es la mejor forma para conservar en vida vergüenzas (y tentaciones) que deberían ser profilácticamente removidas en lugar de ser torcidamente justificadas en nombre de sus supuestos beneficios posteriores. De existir en alguna parte, Dios, en su infinita bondad, tal vez pueda perdonar a Pinochet. Para mí, que soy menos bondadoso, seguirá siendo la expresión de un delirio homicida productor de dolores que ninguna historia posterior puede subsanar. Otros artículos:
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