Rosalío

Ugo Pipitone

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Rosalío Wences Reza (1937-2006), guerrerense de Arcelia, murió el 6 diciembre pasado. Hace mucho tiempo que no lo veía y lo recuerdo con ese aire de cura soñoliento, los grandes antejos, un mechón cano en una masa de pelo negro y ese concentrado respeto que tenía al escuchar a las personas. Ha sido un infarto mientras participaba a la presentación de un libro en Acapulco, donde dirigía el Centro de Desarrollo Regional de la Universidad. Más allá de la mezcla de sus méritos y limitaciones –la muerte no vuelve santo a nadie-, Rosalío fue un hombre bueno. Lo que puede parecer un modesto reconocimiento y, sin embargo, es probablemente, la mayor dignidad posible. Él lo logró y, tal vez, sin mucho esfuerzo. Hay gente así.

En medio de las eternas turbulencias de un estado recorrido por la miseria, instituciones siempre corruptas y cíclicamente asesinas y recurrentes explosiones de ira (tan comprensibles como, a menudo, suicidas), Rosalío era capaz de mantener la calma mientras tejía equilibrios de protesta y propuesta tan frágiles como persistentes. Por gran parte de su vida adulta fue una especie de cacique de izquierda, una persona sensata en que convergían intereses, aspiraciones y deseos de “otra cosa” de mucha gente que se resistía a considerar la pobreza, la corrupción y la manipulación política como datos inalterables. Por tres veces fue rector de la Universidad Autónoma de Guerrero y entre 1988 y 1991 fue diputado federal por el Frente Democrático Nacional. Me atrevo a decir que en cualquier historia seria que se escriba en el futuro sobre la segunda mitad del siglo XX en Guerrero, la figura de Rosalío será imprescindible, con sus éxitos y sus derrotas. Mucho queda por aprender de una vida que estuvo en los límites de lo mejor históricamente posible en un contexto entre los más segmentados y complejos de la realidad mexicana.

Lo conocí a fines de los 70, durante su segundo período como rector de la UAG , y me encargó la organización de la Maestría en Ciencias Sociales de la universidad. Había que capacitar a los profesores de esta área y tratar de reducir el peso de un difundido doctrinarismo que estrangulaba a la universidad desde adentro. Eran los tiempos de la Universidad Pueblo , una de sus ideas que fue objeto de críticas (a veces justas) de parte de un estamento intelectual que, sin embargo, tenía dificultades para entender el dramatismo de la tarea universitaria en un contexto social tan fragmentado y culturalmente pobre como Guerrero. Mientras Rosalío organizaba preparatorias en distintas regiones del estado para crear mayores posibilidades de movilidad social y de crítica, sentía la necesidad de promover la capacitación de un cuerpo docente que a menudo usaba el marxismo como una clava contra los adversarios y como autoabsolución ética de la propia inopia intelectual.

Pocas personas como él estaban dolorosamente concientes de la pesada carga de convertir a la Universidad en un centro de cultura que, al mismo tiempo, no se encerrara en sí mismo. La Universidad Pueblo fue una idea que no dio los frutos esperados ni en Guerrero ni en otras partes. Pero detrás de ella había la voluntad (¿descabellada?) de hacer de la Universidad algo más que un instrumento destinado a reproducir las segmentaciones sociales de una de las regiones más pobres de América Latina. Rosalío tomó para sí, con los escasos medios a su disposición, parte de las tareas que instituciones envueltas en corrupción y demagogia no podían cumplir con una mínima decencia. Y tal vez fracasó. Los tiempos no estaban maduros, nosotros no lo estábamos y las corrientes contrarias (de adentro y de afuera) siempre fueron poderosas. Desde la Universidad no podían suplirse instituciones que, para entendernos, se encarnaban entonces en un gobernador como Rubén Figueroa, una especie de Gonzalo N. Santos, y, como la versión potosina, tan políticamente arcaico, despótico, folclórico, y vergonzosamente rico gracias a la revolución institucionalizada.

La Universidad Pueblo fue un proyecto fracasado que casi nunca estuvo a la altura de sus ambiciones: la vocación social no justifica la baja calidad de la enseñanza. Sin embargo, a pesar de todo, ¿cuántos jóvenes tuvieron acceso a una educación preparatoria y universitaria que de otra forma les habría resultado inalcanzable? ¿Cuántos horizontes personales se abrieron gracias a la tenacidad de Rosalío, a su devoción por su tierra y su gente? La suya fue una vida que mejoró la existencia de muchos. Entre ellos, al conocerlo, la de quien escribe. Pocas personas como él conocían mejor su estado: gente, recursos, historia reciente, necesidades.

Hace cerca de veinte años que no lo veía. De vez en cuando alguna noticia suya me llegaba como entre las nieblas de un pasado lejano cuando tratar de ser inteligentes era casi una obligación ética. Y ahora que se ha ido ya no tendré la oportunidad de decirle el respeto y el cariño que sentía hacia él. En estos momentos, en que uno carga el peso de la propia insensata desatención, revivo el asombro que siempre me causó. Era capaz de presidir Consejos universitarios que comenzaban a las seis de la tarde y concluían a veces en la tarde del día siguiente. Él, sin descomponerse, conservaba equilibrio y sensatez en medio de asambleas que a veces parecían batallas campales entre oratoria y susceptibilidades cruzadas.

Ocurría a menudo que una delegación de maestros o estudiantes de alguna preparatoria o escuela de diversas partes del estado llegara a Chilpancingo en la madrugada para pedirle soluciones a algún conflicto con autoridades locales o entre profesores de una escuela. Le caían en su casa y siempre estaba disponible a escuchar aunque lo sacaran de la cama a horas exóticas. Mandaba que se les preparara el desayuno y podía quedarse horas tratando de encauzar situaciones siempre, regularmente, complicadas. Esa clase de individuo se nos ha ido. ¿Qué decir?

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